“No van presos, se les termina la carrera dentro de la AFIP. Quedan archivando papeletas en sótanos. Son formas de neutralizar funcionarios, suficientes para amedrentar y disciplinar al resto”, relata una funcionaria del Tribunal Fiscal de la Nación, convencida del papel regresivo que hoy juega el secreto fiscal en los asuntos de Estado.
Un primer caso para mirar es el de Ricardo Echegaray, extitular de la AFIP entre 2008 y 2015, y de otros dos funcionarios (Horacio Curien y Pedro Roveda) que en 2014 recibieron la “lista Falciani”, tal como se nombró a la megafiltración realizada por el informático del HSBC-Ginebra, Hervé Daniel Marcel Falciani, quien sacó a la luz una parva de datos de millonarios con cuentas en Suiza. El Área de Fiscalidad Internacional de AFIP quedó perpleja cuando, luego de arduas gestiones diplomáticas y legales, abrió el CD que llegaba desde Francia y se topó con movimientos bancarios y comprobantes de más de 4000 argentinos que, entre 2005 y 2007, tenían cuentas mayormente no declaradas en Suiza.
El equipo, integrado por 15 personas, aceleró las investigaciones porque sabía que a fin de aquel 2014 prescribía administrativamente el período fiscal 2006 y peligraba la histórica posibilidad de que la AFIP cobrara lo que se desprendía de esa documentación caliente. Los esfuerzos por no meter la gamba consumieron la energía de los funcionarios mientras procesaban listados y datos. Finalmente entregaron toda la información a la justicia para que investigara. “Fue salir a cazar afuera del zoológico”, decían para figurar la posibilidad de cobrarle impuestos a quienes tienen afuera la riqueza.
En aquel contexto también supo activarse una Bicameral a los fines de estudiar la evasión y los activos fugados. Se hicieron conferencias de prensa para comunicar el hallazgo y hasta se estrenó un documental en el que se entrevistaba al propio Falciani.
La derrota electoral de 2015, sin embargo, cerró los procesos investigativos. Ni un peso pudo cobrarse de esos patrimonios. Tampoco el HSBC pagó multa alguna como sí lo hizo en países europeos al cabo del proceso que abrió la famosa lista. No solo eso. El macrismo les abrió las puertas a cuadros provenientes del mismísimo HSBC para que ocuparan altos puestos estatales: Esteban Bertella fue a la llamada Mesa de Dinero del BCRA y María Eugenia Talerico a la Unidad de Información Financiera (UIF).
El círculo de impunidad se terminó de cerrar un año después, en 2016, a través de la Ley 27260 de Sinceramiento Fiscal que permitió el blanqueo más grande de la historia de fortunas no declaradas. Si bien excluía a familiares de funcionarios, el flamante presidente Mauricio Macri firmó el Decreto 1206/16 para permitirle a su hermano Gianfranco Macri ingresar 35 millones y pico de dólares al sistema financiero legal. Horacio Verbitsky publicó en Página/12 los nombres del círculo íntimo del presidente que blanquearon su fortuna y la nota activó una investigación estatal.
El titular de la AFIP, Alberto Abad, salió al rescate del expresidente y denunció ante la justicia la existencia de una red que traficaba datos que debían estar bajo secreto fiscal. Así se detectó una serie de empleados de la AFIP que vendían información y se vinculaban con “Reportes on line”, una de tantas bases de datos privadas que acceden a información exclusiva y comercializan servicios también exclusivos. Quienes consultaron la base de datos del sinceramiento quedaron pegados. Algo quedó en claro: son fabulosos los montos en dólares que pueden pagarse por la información realmente importante. El secreto no solo protege a quienes pueden pagar los mejores estudios de abogados: habilita la existencia de estas redes opacas que se valorizan ante la inexistencia de un régimen posta de información pública.
Ricardo Etchegaray y los funcionarios de AFIP debieron probar durante años que habían hecho todo dentro de la ley y no habían violado los secretos que protegen a los millonarios. En 2019, fueron finalmente absueltos pero se trató de un caso testigo para funcionarios que pretendan mirar debajo de la alfombra fiscal.
los secretarios
Las agencias estatales suelen recibir información relevante, mayormente caótica, a los fines de desmenuzarla y dejarla lista. Si ese material no circula dejan a la buena de Dios un activo fundamental, financiado con recursos públicos, que muchas veces por el propio secretismo termina en manos privadas, vendido a consultoras o a analistas de riesgo y recomprado más tarde por alguna investigación estatal u oficial que lo requiere.
A fines de marzo de este año, un proyecto de ley acompañaba la más conocida ley de “Un fondo para pagarle al Fondo”, que procuraba encontrar las riquezas fugadas mientras Argentina se endeudaba como nunca en su historia. El proyecto de “levantamiento del secreto bancario, fiscal y bursátil” permitía a fiscales y a la comisión legislativa de investigación de la deuda contar con esa data sin depender de la autorización de un juez. Abrir semejante ventana no fue tolerado por el sistema y el proyecto la quedó antes de ver la luz bajo el lobby de los grandes bancos, mientras el otro proyecto pasaba tímidamente del Senado a la Cámara de Diputados. La vía legislativa perdió finalmente fuerza y la apuesta a la cooperación con Estados Unidos para intercambiar información se convirtió en la vía para ganar base imponible y combatir así el déficit fiscal que el FMI manda a domar cueste lo que cueste.
Fue una declinación más de aquel discurso con el que Alberto Fernández abría su mandato en el Congreso en 2020: “Debemos saber lo que pasó, quiénes permitieron que ello suceda y quiénes se beneficiaron con esas prácticas (...). Nunca más a la puerta giratoria de dólares que ingresan por el endeudamiento y se fugan dejando tierra arrasada a su paso”.
La pregunta entonces pareciera ser cómo construir una estrategia para desnudar la impunidad económica de quienes dominan la escena en el país de la fuga y la deuda. Tanto las estrategias judiciales como las parlamentarias fallaron. La propia Cristina Fernández de Kirchner ponía el dedo en la llaga de las impotencias gubernamentales el 20 de junio pasado en Avellaneda: “El Banco Central dice no, hay secreto bancario; los de la Comisión de Valores dicen no, hay secreto bursátil y la señora AFIP dice no, hay secreto fiscal (...). Este es un Estado estúpido donde no se articula la información para desarmar la estafa. Y todos tienen miedo”. Desde el vértice del poder estatal nombraba una tríada de secretos previstos legalmente que desde distintos recovecos de la telaraña legal argentina garantizan la confidencialidad respecto de información económica y patrimonial que tiene el Estado pero que no puede usarse para reconstruir la realidad económica de un caso. Se suma el secreto de quienes trabajan en la UIF, que después de la AFIP, es la terminal con información más completa, y también los secretos comerciales y el secreto profesional de contadores y abogados.
Toda una larga cadena de funcionarios y profesionales privados que podrían aportar información a la hora de reconstruir, por ejemplo, en dónde están los dólares de la deuda externa. Se trata de regulaciones que razonablemente custodian que esa información no sea capitalizable por intereses particulares o privados pero que en lo concreto terminan oficiando de escondite para quienes tienen cómo y dónde ocultar la tarasca. Además, riñen con otro principio fundamental de la función pública: la publicidad de la información y de los actos de gobierno. Los cerrojos legales impiden no solo que los datos en poder del Estado se conviertan en información pública -como dice la Ley de Acceso a la Información Pública- sino algo mucho más elemental: que el Estado conozca y haga público lo necesario para poder ejercer su soberanía.
historia del secreto
Quienes hacen historia suelen tomar como año cero del secreto bancario a Génova, a principios del siglo XV, cuando el banco Casa di San Giorgio lo prescribió en su estatuto como obligatorio para sus funcionarios. Aquel banco en el que Cristóbal Colón y los Reyes Católicos tuvieron sus cuentas era la base material de la influyente república en la que los límites entre lo público y lo privado estaban claros: no hablemos de negocios en la mesa. El secreto estaba desde entonces basado en la tradición, un código no escrito de confidencialidad similar a los secretos profesionales salvaguardados por médicos, sacerdotes y letrados. En un lento pero constante camino fueron adquiriendo su fundamento jurídico-racional para esconder su naturaleza política.
Pero vayamos al siglo XX. La meca del secretismo es Suiza. Su ley bancaria de 1934, en la que consagra la obligación del secreto, ha sido tomada como hito clave en las historias del oscurantismo financiero. El contexto era evidente: los sistemas impositivos del mundo comenzaban hace poco a gravar ganancias y se volvían progresivos. La ley le salió al ataque demasiado rápido con esta trampa interpuesta por algunas jurisdicciones que ofrecían bajísimos o nulos porcentajes de impuestos a las ganancias. El combo perfecto se cerraba con la confidencialidad, a los fines de que algunas fortunas privadas estuvieran a salvo de la guadaña estatal que procuraba ganar la guerra o, ya en tiempos de paz, lograr ambiciosos objetivos de seguridad social.
Un año después que en Suiza, en 1935, se consagra el secreto bancario en nuestra patria. Lo precedía otro secreto, fundamental en esta historia: el secreto fiscal. Esta misteriosa limitación, que se filtra en los ordenamientos jurídicos de todo el mundo a comienzos del siglo XX, ingresa al orden legal de nuestro país en 1932. Argentina venía amagando desde los primeros gobiernos radicales para paliar el eterno retorno del déficit del tesoro. El modelo impositivo era el de Gran Bretaña. La bonanza de los años veinte permitió que se postergara la reforma hasta la gran crisis financiera del 29. Sin embargo, a pesar del desastre, las elites provinciales frenaron en el Congreso el progresismo impositivo.
Fue la dictadura de José Félix Uriburu la que, ya sin el temita del Congreso, avanzó con la implementación del nuevo sistema tributario. El joven economista Raúl Prebisch junto a un “trust de cerebros”, tal como les llamaron entonces al puñado de economistas que trabajó por el nuevo sistema tributario, aceleraron para avanzar con lo pendiente sin los escollos democráticos. Así nació la Ley de Procedimiento Fiscal de 1932, que dice cómo se cobran impuestos en Argentina. Desde entonces se grava no solo a las importaciones y exportaciones sino también a las ganancias. Allí surge la famosa cuarta categoría del impuesto a las ganancias. Y se cuela el artículo 101 que regula la obligación del secreto de los funcionarios públicos respecto de la información tributaria de los contribuyentes.
Lo notable es que están las actas pero en ningún momento de la conversación pública se abordó ese artículo, que todavía es un misterio, una norma que no ha tenido discusión y que nos rige desde antaño con pálidas modificaciones que no terminan de democratizar un principio bien anterior a la globalización financiera y el capitalismo de plataformas.
En diciembre de 1964, los altísimos niveles de evasión impositiva fundamentaron la decisión de derogar el secreto fiscal en la reforma impositiva que propuso el presidente Arturo Illia. De esta manera los funcionarios de la administración tributaria ya no estaban obligados a guardar reserva de la información patrimonial que los contribuyentes declaraban. Por esos años los niveles de recaudación crecieron hasta que la dictadura de Lanusse volvió a fojas cero e introdujo, mediante la ley 20024, una modificación de los procedimientos aduaneros que retomaron el secretismo. Una historia que está bien desplegada en el libro Acceso a la información pública y secreto fiscal, de Agustina O`Donnell, en donde remarca la contradicción con la Ley de Acceso a la Información pública de 2016 que establece que todo dato en poder del Estado debiera ser copyleft. “Lo más loco es que todos se manejan como si fuera un derecho constitucional y en realidad está en una ley de procedimiento, muy pedorra, que es increíble que siga ahí intocada”, agrega una tributarista que prefiere la discreción.
“Cuando se inventó en el 30 la violación del secreto fiscal era una persona que sacaba papeles de un fichero y lo llevaba a otro lugar, no era un WhatsApp. Como funcionaria judicial tengo los expedientes sobre la mesa y no sé si los empleados le sacan foto, lo escanean”, interrumpe el racconto histórico una abogada que desde la función pública hoy ve con otros ojos el principio de intimidad económica y promueve un secreto un poco “más democrático”. Su argumento tiene razonabilidad si pensamos que los y las contribuyentes se la pasan dejando rastros de su intimidad económica con pagos y cobros digitales minuto a minuto.
A poco de asumir, Carlos Castagnetto, actual titular de la AFIP, tuvo que salir a aclarar que el organismo no le daría información al gobierno sobre contribuyentes que completaran el formulario para la segmentación energética. Si lo aclaraba es porque miles de personas estaban huyendo espantados de la declaración jurada online cuando se les notificaba que debían aceptar el levantamiento del secreto fiscal y bancario para verificar los datos de la declaración jurada. Un ejemplo que ilustra cómo estos principios a esta altura son tomados como derechos casi inalienables no solo por multimillonarios.
El gran dilema es si se intenta transparentar las dinámicas económicas contemporáneas o se continúa la senda del acceso privilegiado a la información que redunda en venta de información, o de mínima en el desaprovechamiento de informaciones estratégicas. Lo que el Estado no termina de desentrañar es quiénes son los beneficiarios finales que controlan el proceso de interposición de una maraña de personas jurídicas que ocultan la verdadera titularidad de los beneficios económicos que dejan los grandes negocios de nuestro país.
criminalidad económica
El Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE) investiga desde comienzos de siglo formas de prevenir y perseguir los crímenes de guante blanco. Piensan al poder económico conformado por empresas en las que la rentabilidad se construye por actividades legales e ilegales: trabajadores no declarados, fuga de capitales, evasión impositiva, pago de coimas. Desde su perspectiva, determinar la realidad económica de los negocios es algo que requiere pericia y mucho análisis porque la irregularidad se enmascara con mamushkas jurídicas que complican la determinación de las estructuras de propiedad de capital de las empresas. Más aún si hablamos de investigaciones judiciales. “La diferencia entre investigar popularmente e investigar desde el Estado es que la fiscalía puede ingresar a una base migratoria, de registros de propiedad inmueble, automotor, y pedir alguna colaboración a la policía, no mucho más. El resto, el 80%, es investigación abierta, bases públicas, redes sociales”, dice Pedro Biscay, exfuncionario del Banco Central e integrante del CIPCE.
Martina Cirimele, integrante del mismo Centro, suma un punto crucial: “La comunicación y coordinación entre los organismos del Poder Ejecutivo no funciona. Cuando analizamos el funcionamiento, la producción de información y su circulación interna, nos encontramos con compartimentos estancos y esto es una gran falla para cualquier tipo de política, más aún si pensamos en aquellas de prevención de la criminalidad económica. La información comienza a circular y solo en algunos casos, cuando un organismo internacional nos está evaluando. Eso sucede sin distinciones de banderas políticas, lo que claramente obstaculiza el funcionamiento eficiente del Estado”.
En este sentido, sumemos algo más para explicar la existencia del secreto: los blanqueos. Todos los gobiernos de la democracia, con excepción del de Néstor Kirchner (2003/2007), apelaron a esta herramienta que benefició a las grandes fortunas de la Argentina.
salir de pesca
Corre 2007 y un funcionario de AFIP con más de 25 años de antigüedad en el organismo sigue de cerca el patrimonio de Lázaro Báez y el Grupo Indalo. Repentinamente, en 2008, a Jaime Mecikovsky lo corren de la Subdirección de Operaciones Impositivas del Interior. A partir de entonces se dedica a temas académicos y a consumir cursos de capacitación impartidos por el FBI y la DEA sobre lavado de activos. En ese momento sale a la luz su vinculación con Elisa Carrió. Con el triunfo de Mauricio Macri en 2015 vuelve otra vez al mismo puesto. Pero a poco de asumir lo imputan por la confección de informes patrimoniales de personalidades que luego eran utilizados en causas judiciales o difundidos públicamente. A esa causa se le suma otra denuncia de la ahora extitular de AFIP, Mercedes Marcó del Pont, que incluye intercambios de mails en los que se investigaba a Florencia Kirchner, entre otros integrantes del entorno familiar de la actual vicepresidenta de la Nación. Ambas causas convergieron en Comodoro Py con un carátula en común: el robo y la producción de información con intencionalidad política desde la función pública. Lo que en la jerga judicial se conoce como salir de pesca, es decir, hurgar para ver qué se le encuentra a funcionarios, empresarios y personalidades a los fines de apretarlos legalmente con un carpetazo.
El secreto fiscal en este caso fue usado para castigar al pescador Mecikovsky, quien acaba de prestar un largo testimonio en el actual juicio por los sobreprecios en la obra pública de Santa Cruz. Este tipo de casos demuestra la relevancia de la información patrimonial y económica existente en la AFIP sobre personas físicas y jurídicas. De allí su tremenda valorización legal e ilegal. Lo importante es que, se hagan desde donde se hagan, las filtraciones e investigaciones se vuelven legítimas de acuerdo a lo que revelen en cada coyuntura política. En ese punto convergen con las famosas carpetas elaboradas por los servicios de inteligencia, siempre a disposición de los funcionarios de turno.
Qué sería democratizar estos secretos es una pregunta que todavía no tuvo lugar en las discusiones sobre el lado B de la democracia. La imposibilidad de conocer desde la sociedad civil y las trabas para fiscalizar desde el Estado tienen un punto en común: la distancia entre las formas jurídicas y la justicia, que por supuesto no es algo que deban acortar solamente los abogados.