“Estoy desde las 7.30 solo para ella. Vine al súper. También tiene que comer. Fui a pedir una receta. Había 15 números antes que yo y ya son las 12 del mediodía”. Para Leila, 45 años, mamá de dos niños de trece y diez, docente, esposa, no hay días de rutina pacífica. A la lista de quehaceres cotidianos propios, contestar un mail, corregir un examen o no olvidarse de hacer las compras -porque la crianza corre en paralelo como ocupación silenciosa pero demandante-, también se le adicionan las relativas al cuidado de su madre. A su vez, siempre hay novedades: las personas que la cuidan tienen inconvenientes, los medicamentos aumentan, la central de turnos médicos da ocupado y muchos son los días en que la culpa y la tristeza no dan respiro, sobre todo cuando estas tareas se realizan en soledad o con poca ayuda.
Si pusiéramos en horas la cantidad que Leila, como otras mujeres que no son cuidadoras profesionales o enfermeras, dedican al cuidado, nos encontraríamos con un número que circula entre las 2 horas diarias como mínimo y hasta 4 o 5 horas cuando se trata de actividades más complejas que incluyen alimentar a las personas, hacer las comprar y cocinar, acompañar a un médico u otras tareas o trámites.
¿Cuánto es esto en tiempo-dinero? Según la categoría cuatro de empleadas domésticas, la dedicada al cuidado de personas, la hora con retiro circula en $2825 y sin retiro en $3159 (Fuente: U.P.A.C.P, Unión de Personal Auxiliar de Casas Particulares). Si contáramos dos horas diarias, cinco días a la semana, con retiro, podríamos decir que al mes se nos están escapando $113.000 pesos de base en cuidados no remunerados de este tipo. Y esto sería un piso de tiempo a considerar, pero también hay que tener en cuenta que los valores oficiales (por ley) son por lo general una base para empezar a cobrar estos servicios; es decir, una enfermera o cuidadora profesional representaría más dinero. La ecuación se complejiza cuando introducimos variables de tiempo para poder dedicarle a otras cosas (trabajo propio, salud, hijos, ocio, etc), y ni hablar del costo psicológico que conllevan las tareas de cuidado.
“La presión más grande que aún siento es tener que decidir todo en una misteriosa obligatoriedad y con la auditoría ingrata de hermanos mayores y aquellos que siempre aparecen para opinar. Agradezco contar con recursos para afrontar la extrema vulnerabilidad de mi madre porque con el amor no alcanza, necesitás lucidez, recursos y mucha aptitud para enfrentar una prolongada enfermedad”, apunta certera Leila. El hilo se corta por lo más fino, la economía y la salud propia -o la falta de ella- son el cuello de botella: o quedás marginado porque no tenés los medios, o aún teniéndolos la rutina se hace insostenible sin secuelas en el bienestar general, los vínculos, la salud mental y el trabajo.
Se necesita no sólo mucha resistencia, sino también equilibrio y fortaleza mental. Bienvenidos al triatlón del cuidado, donde las tareas y obligaciones se suceden sin solución de continuidad: velar por la salud de tus padres, continuar con una vida mínimamente funcional y productiva, y además no desintegrarte en el interín. Las mujeres -usamos el femenino porque, para qué engañarnos, la mayoría de estas tareas son cubiertas por nosotras- nos hemos convertido en deportistas de alto rendimiento sin saberlo.
La cara del cuidado
Envejecer es democrático, nos llega a todos. De hecho Latinoamérica es la región que más rápido lo hace: para 2090 y según proyecciones de las Naciones Unidas, tendrá un porcentaje de personas mayores de 60 años más grande que Europa y América del Norte. Al aumento en la esperanza de vida (el promedio argentino es 75,39 años) y el envejecimiento poblacional, se les adiciona un condimento extra al de los cuidados no remunerados: muchos boomers no sólo viven más representando una mayor carga previsional en el sistema, sino también una creciente carga para sus hijos en términos de cuidados, planificación y hasta manutención. Los cuidados también son intergeneracionales: quien cuida una generación, a veces cuida dos o más. Por eso es que recién ahora vemos cómo aquellos Millennials llegando a sus 40 y en algunos casos con familias propias, al mismo tiempo tienen que hacerse cargo de sus envejecidos padres.
Pero antes de llegar a esto, vale preguntarse, ¿qué tipo de presencia tiene el Estado ante esta situación?, ¿cuáles son las estrategias trazadas desde lo comunitario para el cuidado de los adultos mayores y qué nos dicen de cómo entendemos la vejez? Según Eugenio Semino, defensor de la Tercera Edad, de los cinco millones aproximados de jubilados empadronados en el PAMI, hay por lo menos un millón que prácticamente no tienen ni red familiar, ni red social de apoyos. “Las políticas que se vienen desarrollando en los últimos 20 años en todo lo que es geriatría y gerontología son absolutamente regresivas y están enmarcadas en una crisis estructural en el sistema de salud y que la pandemia le corrió el telón. Esa crisis ha llevado a que la atención que apenas contempla la condición del agudo, el crónico queda derivado a la familia. No existe inclusive, y vuelvo al PAMI que no tiene cuidados domiciliarios, la internación domiciliaria, que es escasa o de muy mala calidad y solo para algún tipo de rehabilitación postoperatoria. No se contempla al paciente crónico, por lo cual ahí estamos en que se sigue con la cuidadora informal, recomendada de la otra cuadra que cuidó a una abuela, etc. Tampoco tenemos camas de internación de tercer nivel y mucho menos contención psiquiátrica. No existe la salud mental y en la post pandemia se están muriendo muchísimos más adultos mayores que durante de la pandemia, pero nadie tiene conteo”, explica Semino.
En 2022 el 18,4% del total de las mujeres tenía 60 años y más, mientras que para los varones este valor era de 14,6% según el Dossier Estadístico de Personas Mayores del INDEC (2023). Es un contexto de vejez feminizada: existe una mayor proporción de mujeres de 75 años y más que viven solas respecto a los varones. En contrapartida ellos tienden a conformar hogares unigeneracionales, por lo que suelen estar acompañados en su vejez. A su vez, si hablamos de seguridad económica, la principal fuente de ingresos de las personas mayores está conformada por los recursos provenientes del sistema previsional, y los varones en edad jubilatoria tienen una mayor proporción de ingresos laborales que sus pares mujeres.
Quizás sea necesario aclarar para los que leen por fuera de Argentina, que ni las jubilaciones alcanzan (con una promedio de 290 mil pesos que no combate la inflación o el aumento en los medicamentos). Por eso fue fundamental defender las moratorias jubilatorias que afectaban especialmente a las mujeres y que el gobierno actual quería eliminar.
¿Tu salud por la mía?
“Ser cuidadora implica no tener horarios para nada. Mi papá me llamaba ante cualquier eventualidad y para hacer todos los trámites (incluido hablar con los médicos), limpiar, cocinar, todo. Hoy, aparece en mi casa a cualquier hora, con problemas que ya resolvimos el día antes y no recuerda haber hablado. Es muy agotador y genera mucho temor hacer planes lejos, porque el miedo de que pase algo cuando no estamos es muy grande”, confiesa Maca, 41, abogada, hija única, quien cuidó a su mamá cuya salud empeoró post confinamiento pandémico y ya falleció. Ahora llegó el turno de su papá que empezó con un deterioro cognitivo importante, lo que implica que todo hay que decirlo y repetirlo cada día.
Aunque la vida esté más desplazada (los mayores viven más, nuestra adultez se prolonga y tenemos hijos más tarde, si los tenemos), la vejez siempre llega y los hijos pasamos a paternar a nuestros padres, y nuestros padres a depender de nosotros. ¿Cuántos jóvenes adultos tienen hoy además de sus trabajos y/o familias que cuidar a sus padres (a veces con discapacidades o enfermedades crónicas)? ¿Cuál es el efecto en sus vidas y su salud? ¿Y qué significa este fenómeno relativamente reciente en términos demográficos y sociales?
Eso que llaman cansancio, es burnout del cuidador
“Empecé a sentir que la cabeza no me estaba funcionando bien, que la lista de cosas que tenía que hacer crecía y se volvía la principal actividad al levantarme o la revisión obligada antes de irme a acostar, que la concentración mientras trabaja iba y venía, y la motivación por las cosas que disfrutaba menguaba. Recién cuando pude juntar toda la evidencia con mi psicóloga, fue que pudimos identificar el problema subyacente en la ansiedad que me generaba escuchar el ringtone del celular -solo lo tengo activado para llamadas de urgencia de mi papá-, el cansancio generalizado y el monotema de todas mis conversaciones recientes: síndrome de desgaste o burnout del cuidador”, relata Agustina, 41, periodista, varios hermanos, la única a cargo.
Cuando me puse a buscar testimonios para esta nota me encontré con un tweet viralizado, decenas de respuestas en mi inbox y mensajes que parecían escritos por alter egos. Las palabras que más aparecen en los testimonios de mujeres jóvenes a cargo o que cuidan a sus padres son: detonada, agotada, quemada, sola.
Si bien la especialidad de Sofia Geyer como terapista ocupacional no es el síndrome del desgaste, cuando su madre cayó con enfermedad autoinmune avanzada y tuvo que hacerse cargo al tiempo de la internación de su abuela y las terapias de su hijo de 6 años, empezó a experimentar algunos de estos síntomas y analizarlos desde el lente profesional. “El síndrome de desgaste profesional estuvo siempre estudiado desde el punto de vista laboral, donde pensamos que la vida se divide en personal/laboral, pero como mujeres a veces esto no es así. Mis niveles de desgaste no venían de mis actividades 100% laborales: sino de todo el resto”.
El burnout está estudiado desde los roles de cuidadores en salud, docentes, acompañantes terapéuticos, pero tal vez no esté del todo desglosado a nivel interpersonal y familiar, con toda esa dimensión del cuidado no remunerado que existe, pero del que poco se habla o hasta se desestima.
Si en nuestro país se calcula que para el 2030 el 17% de la población tendrá 60 años o más, cifra que para el año 2060 se elevará al 30% (CEPAL, 2022), y si en el 17,9% de los hogares donde viven personas mayores hay, por lo menos, una que presenta alguna dificultad para realizar actividades diarias (Informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina, UCA 2018): ¿qué escenarios más urgentes que éste deberían presentarse para lograr una intervención estatal y políticas de acompañamiento acordes? Mientras tanto, ¿qué tipo de redes estamos creando desde lo colectivo? ¿Y hasta dónde llegan las responsabilidades individuales y familiares? Preguntas que adquieren trascendencia ante un Estado que, en vez de intervenir, se retira.
Estrategias y redes
“El mayor desafío es que familiares se autoperciban como cuidadores y entiendan al cuidado como un trabajo no remunerado. Este es el primer paso para aliviar la sobrecarga que conlleva y comenzar a armar redes de cuidado para que no recaiga en una sola persona. Ponemos en el centro el concepto de corresponsabilidad, que implica que la carga se pueda distribuir dentro de la familia, pero también implica cambios en las organizaciones y la oferta de recursos del Estado para poder afrontar los cuidados”, explica Flavia Diaz, coordinadora de Cuidá Bien, programa de la asociación civil Impacto Digital.
Impacto y otras veinte organizaciones forman parte de lo que se conoce como Foro de Innovación, Cuidados y Políticas Públicas (cuidadosmayores.org). Desde 2018 este programa puntual ofrece un curso audiovisual gratuito y otras herramientas para capacitar y acompañar a familiares que cuidan, y por el que en los últimos tres años pasaron más de 3000 personas, en su mayoría mujeres entre 35 y 65 años. Como para que no haya dudas, Díaz confirma que en 4 de cada 5 hogares esta tarea es asumida por un familiar, principalmente las mujeres del núcleo.
“Camino Compartido” es el nombre de la iniciativa gratuita, virtual y abierta que AMIA puso en marcha en 2022 para ofrecer información y apoyo a familiares y amigos que se encuentran cuidando a personas mayores. Allí se produjo una guía que cuenta con el aval de la Sociedad Argentina de Gerontología y Geriatría, y que surge de la experiencia de una de las voluntarias de la asociación, Celina Rozenberg, cuidando a su marido hasta el final de su vida. Más allá de los recursos ofrecidos, el programa propone un espacio de apoyo y contención.
Por su lado, Sebastián Fridman, director del Centro Integral de Personas Mayores de AMIA, que también forma parte del Foro, comenta que hasta el momento han participado del programa más de 800 personas de diferentes puntos de Argentina y de la región, y que en la presente edición están participando 200. Nuevamente la mayoría son mujeres (90%), con estudios universitarios (57%), que cuidan a su padre/madre (62% ) o a sus pareja (22%) y otros (16%).
El futuro de los cuidados
Paula tiene 47, es politóloga, mamá, y tiene a su papá con Síndrome de Fahr, una enfermedad neurodegenerativa de la familia del Parkinson. De su cuidado se encargaba su mamá, que luego falleció, como sucede con muchas parejas grandes en la que la salud de un cónyuge empeora en paralelo a la del otro. “Somos muchas las que pasamos por lo mismo, que trajinamos con nuestros viejos, pero en mi caso por suerte podemos sostener que siga viviendo en su casa, cuidado como hubiera querido mi mamá. Igual siento que estoy a cargo de dos casas, pensando siempre qué es lo que falta en cada una”.
Así estamos, librados a lo que podamos -o no- hacer, a las trayectorias no siempre felices de los lazos familiares atados por el amor o la obligatoriedad, a la culpa, los duelos, la soledad, con el trasfondo de la precariedad de la vida que se intensifica y la falta de organización y estrategias de afrontamiento, pero también de autocuidado.
Mientras en Japón los ancianos prefieren ir presos antes que permanecer en sus hogares solos o ser un peso económico para sus hijos más jóvenes, en Europa los sistemas de bienestar colapsados se van achicando cada vez. En lugares como España ya se discute que las abuelas puedan suplir el trabajo de cuidado de los niños que las madres que trabajan no pueden cubrir. La pelota de los cuidados va y viene de un lado a otro, de una generación a otra. ¿Qué dice esto de nuestras instituciones, de cómo estamos pensando a la vejez y de las estrategias comunitarias para afrontarla? Quizás sea tema para otra larga nota.
“El problema estructural y la crisis que rodea al sector médico parece ser naturalizada socialmente, el sistema político con sus matices practica una especie de Darwinismo social. A los viejos se los excluye en el mercado, se los excluye del sistema de salud y transitamos con esto. Argentina viene en un largo tobogán que hace que todas estas cuestiones estén fuera de agenda”, concluye Semino.
Entre la desidia estatal, la falta de espacios o recursos para quienes lo necesitan (los que no pueden cuidar o los mayores solos), pero también los fenómenos demográficos, culturales y tecnológicos que nos obligan a imaginar nuevas formas de vida (también están aquellos mayores que no quieren vivir en geriátricos, nuevas opciones como el co-housing y las vejeces compartidas), se desata una puja intergeneracional que ya no es solo por los recursos económicos sino también por el tiempo y la salud mental.