I.
En 2017, y conmemorando los 100 años de la Revolución Rusa, China Miéville, escritor británico erudito y pop a la vez, se permitió volver a escribir su historia. La obra literaria de Miéville habita ese amplio continente llamado “literatura fantástica”: estamos frente a un hábil estilista que aprecia la ruptura y la hibridación entre géneros, un narrador de personajes lúmpenes y trabajadores. Además Miéville es un “comunista con carnet”. Participó en diversas agrupaciones políticas de izquierda. Fue candidato al Parlamento. Su tesis de doctorado es un estudio sobre el derecho internacional desde una perspectiva marxista.
Octubre no es un libro partidario. Pero tampoco ignora que la Revolución de Octubre fue uno de los grandes acontecimientos de la historia humana, un momento en el que la esperanza en un mundo radicalmente diferente intentó iluminar la historia. Escrito en varios niveles, desde la calle al palacio, el libro de Miéville está dirigido a un público diverso: fanáticos de los universos socialmente complejos; personas que nunca lo leyeron pero quieren un resumen llevadero y apasionante de los meses álgidos de 1917; intelectuales que gustan de la buena historia escrita con pasión sin abandonar esa entelequia llamada “objetividad”. Es un resumen y una introducción ejemplar.
II.
Escribir sobre la Revolución Rusa en 2017 implica partir con desventaja. Primero, por la dificultad para abandonar la hagiografía de los grandes hombres en que se transformó la narración de la Revolución bajo el socialismo realmente existente. En el principio fue el verbo de Lenin, luego la brutalidad del Antiguo Testamento de Stalin, después el traspaso burocrático de los líderes, cada uno infalible hasta que se demuestre lo contrario. Segundo, por el accionar y desarrollo del comunismo en la URSS. Para la derecha (y amplios sectores de aquello que todavía se llama a sí misma “izquierda liberal”) las atrocidades de la Unión Soviética comprueban el fracaso absoluto y la perpetuidad de las ideas marxistas.
Miéville sabe todo esto y lo utiliza como combustible. Su historia pone el acento en la actividad incansable de las masas. Al preguntarse de qué modo una revolución es posible, es fácil caer en explicaciones que sustraen el cómo del resultado final. Miéville, al contrario, rescata la fragilidad constitutiva de todo hecho histórico. Destaca la inmensa cantidad de factores que podrían haber hecho que la revolución fracasara, diera un giro conservador, retornarse a su punto de partida. La descripción de las jornadas de febrero acentúa su confusión. El frenesí de comisiones, comités, asambleas, gabinetes, siglas, que se desata una vez caído el zar (Nicolás II: una gélida y gris no-presencia) desconcierta al lector tanto como a los propios protagonistas.
Miéville cuenta los eventos como si estuvieran en potencia, no concluidos. Como correlato historiográfico, su trabajo se parece más a una historia del habitante anónimo de San Petersburgo que de los grandes líderes políticos. Porque lo que sostiene a la revolución son las marchas, las protestas, los combates, las milicias armadas de ciudadanos. Escribe una “historia desde abajo” que honraría a los grandes historiadores marxistas ingleses.
Los líderes aparecen, pero su función es la del pararrayos que canaliza energías externas. Lenin es ponderado por su olfato preternatural para la ocasión, no por su infalibilidad. Trotsky hace apariciones fugaces, llenas de furia y trueno, pero todavía lejanas al organizador del Ejército Rojo. Stalin merodea como un espectro, un funcionario con algo preocupante en el blanco del ojo. Lo que sorprende es que hayan triunfado, en medio del fragor, en medio de los embates adversos, en medio del hambre de las barriadas obreras de Petrogrado.
III.
En un breve epílogo, Miéville lidia con el desarrollo posterior de la Revolución. Su defensa es sencilla pero sensata: las cosas sucedieron así y fue lamentable, pero el desenlace no estaba escrito en el evento. El análisis de los hechos concluidos suele infectar a los historiadores con un pernicioso malestar: la predestinación. Este libro es un ejercicio que busca sustraer la Revolución Rusa de su conclusión, para observarla, como diría Bruno Latour, mientras se está realizando. Y es también un intento de reconstruir su energía utópica, de develar, detrás de la economía dirigida y la burocracia, los sueños y deseos de una sociedad justa. Miéville se toma muy en serio estos sueños. Y los presenta siempre de forma materialista: la jornada de ocho horas, el descanso dominical, la posibilidad de debatir la dirección del país con tu compañero de sección metalúrgica, codo a codo. En la vinculación directa del marxismo y las ideas socialistas con el día a día de los trabajadores de 1917 Miéville, silenciosamente, demuestra por qué estas ideas todavía son valiosas, por qué aún dan sentido a la explotación del hombre por el hombre. Encara la crítica del fracaso del socialismo, la lleva al Génesis y la refuta con una minuciosa y apasionada descripción de lo sucedido. En estos tiempos en los cuales el concepto de Revolución está atrapado entre los Escila y Caribdis de la opresión y el fracaso, la meditada reconstrucción de Octubre es un atisbo de luz.
China Miéville
Octubre: la historia de la Revolución Rusa
Akal, Madrid
2017
360 páginas