Mi prima todavía vive en Cuba. Ella nunca volvió del exilio. Viene cada vez más seguido, pero siempre regresa a la isla. Anoche, 24 de noviembre, tomó un vuelo de Avianca que salió de La Habana a las dieciocho y aterrizó en Buenos Aires a las nueve de la mañana. Ni bien encendió el teléfono se topó con mi mensaje: “que tristeza, lo que faltaba para coronar este año de mierda”, acompañado de un link a la noticia de la muerte de “el Fifo”, como le decíamos en nuestra infancia. María respondió: “Aterrizada, me desayuno esta horrible noticia. Pero, ¿está confirmado? Mirá que lo han matado muchas veces antes”.
Sabíamos que el momento estaba cerca y, al mismo tiempo, no nos hacíamos la idea. Con Fidel algo raro se jugaba. Algo no queríamos que terminara, aunque era obvio que ya formaba parte del pasado. Confieso que algo de inmortal, aunque en ensueños, deposité en su figura. Mientras el símbolo más intenso de la revolución cubana permaneciera en vida, algo de aquel siglo veinte socialista latía, aunque fuera leve, como un último suspiro. Y bien, llegó la hora.
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Fidel Castro se dio el lujo de morir a los noventa años y lejos del ejercicio diario del poder. En 2008 tuvo que dejar a su hermano la responsabilidad de conducir el gobierno, debido a una enfermedad que lo obligó a un largo proceso de convalecencia y lo debilitó mucho. El cuerpo le puso el límite que su conciencia no admitía. Pero, a diferencia de lo que sucedió con Hugo Chávez y Néstor Kirchner, dos presidentes que lograron entusiasmarlo en los umbrales del nuevo siglo, más el primero que el segundo claro, Fidel pudo entregar el comando, hacerse a un lado, y mirar el tablero desde lejos. Para lo que queda de la revolución cubana esa forma de partir, prolija y sabia, es una enorme bendición. Su pueblo lo despedirá hoy como a un padre o un abuelo entrañable, sin el trauma de verse ante una crisis política inminente. Aunque en Miami se babeen, ahora más que nunca.
La pregunta que me intriga, sin embargo, es qué vio Fidel esos últimos años que permaneció a la vera de la historia. Y, más precisamente, en los últimos meses. ¿Habrá llegado a su conocimiento el triunfo de Trump? Mi impresión es que el balance no debe haber sido favorable. Intuyo que su fe moderna en la primacía de la razón y en el progreso de la especie crujió y se hizo añicos, frente a tantas evidencias adversas. En cierto modo, la muerte de Fidel no puede haber sido más oportuna. Es preciso volver a empezar. Una temporada de la larga marcha anticapitalista ha llegado a su fin. La inmortalidad no existe y los revolucionarios nunca tuvieron Papa. Es hora de imaginar el nuevo argumento de la emancipación.
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Fidel es inagotable. Imposible de abarcar o definir. Yo me quedo con su terquedad.
Me crié en Cuba. Viví allí dieciocho largos y felices años. Me emocionaban los discursos del “barba”. Nunca vi una retórica y una pasión política semejantes. Al escucharlo, no se podía estar de acuerdo o en desacuerdo. O te envolvía o lo rechazabas de cuajo. Ahora me doy cuenta que él es el gran responsable de que Chávez o Cristina me parecieran oradores mediocres, aún si superaban la performance de cualquier político contemporáneo. Creo que la esencia de esa potencia discursiva era su terquedad.
Alguien terco es alguien tenaz, obstinado, consecuente. Pero el terco está también al borde de la necedad. Fidel siempre se movió en esa frontera. Por eso fue el artífice de una de las creaciones políticas más fascinantes y valientes que hayamos conocido. Por eso también, sus últimos años de gobierno son recordados por el rechazo a cualquier transición, a todo tipo de aggiornamiento, o incluso como “un retroceso” hacia el socialismo. A su lado, el inflexible Raúl terminó siendo un reformista y un mejor intérprete del sentido común popular. Todavía flota uno de los últimos escritos de Fidel, a propósito del acuerdo y la visita de Obama, donde hacía gala de una esencial desconfianza hacia las élites de los Estados Unidos. Un mensaje picante en medio del descongelamiento.
¿Qué nos dice a nosotros, aquí y ahora, esa terquedad de Fidel? ¿Será que el recelo del viejo y astuto estadista anticipó la flamante derechización del mundo occidental? ¿Será que su encarnizado cuestionamiento de las hipocresías que engalanan a las democracias capitalistas recobra toda su vigencia, aunque él mismo, el más brillante de los comandantes guerilleros, haya decretado a propósito de Colombia la absoluta inviabilidad de la lucha armada?
Fidel se fue en un instante muy difícil para quienes lo admiramos. Hay momentos en que la terquedad es la única forma de no rendirse.