Proyectada desde las usinas estatales, la imagen de una Argentina que crece expandiendo su consumo, se impuso de manera abrumadora. Los desniveles y atropellos que persisten, producto de la expansión de un modelo con buenos y malos modales, son alisados por el enduido de los programas sociales y los subsidios, y luego retocados por la inteligencia publicitaria oficial. En este contexto no sólo la crisis parece haber quedado atrás, incluso la polarización pertenece a un pasado a la vez reciente y remoto.
Así las cosas, el consenso se encamina a convertirse otra vez en la retórica dominante de la escena pública; el marketing ha dejado de ser propiedad exclusiva de las empresas líderes y los medios comerciales, desde que fue estatizado y llegó a democratizarse gracias a su difusión en las redes sociales; y la adhesión se generaliza como un sinónimo de compromiso: más punzante que la mera opinión de café pero menos exigente que la tradicional movilización callejera.
Un viejo axioma republicano contradice la pueril idea (atribuida a un supuesto izquierdismo) de que “cuanto peor esté la gente, mejores condiciones habrá para el cambio social”. Al mismo tiempo, sobran ejemplos que prueban la banalidad de aquellas sociedades que se sienten satisfechas y la intolerancia estructural en la que incurren los habitantes de ciertos países considerados “normales”.
La crisis que nunca existió
Luego de ocho años de mandato, el oficialismo apela cada vez menos al recuerdo de aquel saqueo literal y metafórico, vivencial e imaginario, sobre el que un nuevo campo semántico vino a apalancarse, articulado en torno a la idea de reparación. El sacrificado pasaje que nos conduciría “del infierno al purgatorio”, se nos dice, finalmente ha sido cumplido con creces.
El kirchnerismo sana y, en esa restitución se impone una ética de la historia que no permite pasos hacia atrás, aunque sí soporta derivas hacia ambos costados del tablero ideológico. Una aritmética que nunca cierra porque condensa la realpolitik junto con la promesa de una sociedad reconciliada con su destino y con los mitos que fundaron su conflictiva modernidad.
En esta trama de relatos, el protagonismo social que emergió en 2001 funciona como un phármakon: evocado, invitado y representado en dosis justas, a sabiendas de que cura pero también puede enfermar. La emergencia de nuevas luchas que visibilicen las tensiones e injusticias del presente son una condición de posibilidad y también una amenaza latente, casi abyecta, de disgregación.
Pero esa misma crisis que hoy aparenta ser apenas un mal recuerdo, en realidad no hace más que proliferar. Sus dimensiones se han vuelto globales y sus dinámicas están regidas por variables que nadie maneja a cabalidad. Sólo una multiplicación exponencial de la imaginación colectiva y de la expresión popular puede sentar las bases de una apertura democrática consistente e irreversible.
El paraíso remachado
Al kirchnerismo le costó consolidarse como máquina de administración y poder. Durante un tiempo, su difusión como proyecto se asemejó a una silenciosa explosión radioactiva que producía mutaciones misteriosas en los cuerpos que afectaba. Deslizamientos, horadaciones, desfiguraciones que podían percibirse en un plano sensible pero que no habían encontrado otro relato que el setentismo y los derechos humanos. Un discurso débil para sostenerse en el tiempo, limitado como idea-marca original. No obstante, poco a poco fue refinando su retórica y su ingeniería simbólica. En el camino, tuvo que sacrificar su alianza primigenia con Clarín.
Tras el fracaso de la transversalidad y en paralelo con la derrota política que le propinaron los sectores rurales, el kirchnerismo fortaleció su capacidad de ser narrado en el pantanoso delta de la web, en la vida cotidiana de los menos favorecidos, en la euforia del consumo blando distribuido desigualmente pero de forma capilar. Una inteligencia social y una madeja de narraciones que la corporación política, determinada por sus intereses materiales e ideológicos, muy lejos estuvo (y está) de poder enhebrar. Y que el periodismo afín o reactivo, da igual, no termina de representar con ingenio.
El cóctel compuesto por la Asignación Universal por Hijo, la Ley de medios, la estatización de los Fondos de Pensiones, el Fútbol para Todos y el matrimonio igualitario permitió coagular una nueva batería de significados que hicieron eclosión entre los festejos del Bicentenario y Tecnópolis, verdaderos acontecimientos masivos y policlasistas articulados en torno a la espectacularidad, una historiografía latinoamericana / popular / progresista, y el imaginario desarrollista de una Argentina otra vez potencia. Por primera vez en mucho tiempo, el Estado se constituía como un productor de mitos que sobrepasaban en vitalidad –e incluso imponían agenda– a las aceitadas máquinas de la publicidad tradicional. Como signo de una fragilidad que resulta ineludible (y frente a la que el ex presidente siempre eligió fugar hacia adelante), la muerte de Néstor Kirchner le aportó dosis de religiosidad y épica a este heterodoxo movimiento.
Fue así que el kirchnerismo se encontró con una hagiografía propia y se consolidó como el primer partido político posmoderno de la Argentina, articulado en torno a un aparato tradicional, pero siempre excediéndolo, en base a una promesa que nunca dejó de ser restitutiva y que le ha impedido dotarse de un margen de innovación para la construcción de un lenguaje político propio.
Representación y después
Tras las elecciones locales en las principales ciudades del país (Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba), otra maquinaria política posmoderna pero neoliberal amenazó con nublar el horizonte, articulada en torno a los restos del peronismo conservador que permanece agazapado y en decadencia, y a una tecnología marketinera eficaz que supo sintonizar con la felicidad ambiente. Sólo fue un débil estertor, aunque quizás prefigure lo que viene –si tenemos en cuenta la experiencia chilena de una imbatible Bachelet entregándole el gobierno a Piñera.
Una de las primeras interpretaciones de los inequívocos resultados de las Primarias, fue: otra vez apareció “el país real”. La frase ha sido utilizada durante los últimos años para cuestionar la “realidad” que se tramita en el plano de la representación, cuya disonancia con la experiencia de las mayorías es palpable. Como con el antiguo adagio hegeliano y peronista, hay quienes ofrecen una traducción concluyente y definitiva de estas apariciones fugaces de la voluntad popular: “la única verdad es la realidad”. Sin embargo, el sentido de ese “país real” no es para nada evidente. No es algo que preexista ni que pueda mantenerse al margen del fragor que la espuma mediática genera. Tampoco tiene dueños exclusivos, como señaló la Presidenta al día siguiente de los comicios.
La primera década del siglo XXI culmina así con un régimen de representación en pleno funcionamiento, aunque sus rasgos determinantes son la movilidad y el imprevisto. El marketing de estado kirchnerista modifica su repertorio con creciente sutileza y su máquina de gestión conserva los reflejos intactos en el ejercicio diario del gobierno, pero sigue sirviéndose de elementos residuales y no parece especialmente preocupado en crear imágenes de felicidad a tono con un horizonte de transformación social. ¿Se marchitará el kirchnerismo entre los ajados ficheros de una administración burocrático-racional sustentada en una teodicea del consumo? ¿O canalizará finalmente una innovación en los lenguajes emancipatorios, que proyecte su destino más allá de la mera carrera por la sucesión?
Todo depende de su relación con esa inteligencia social en sí misma consistente y compleja, que está regida por sus propias reglas de discernimiento y constitución y que suele resistirse a los criterios que le imponen los dueños de la imagen y la opinión. Un sustrato potencial que sólo emerge de improviso, dejando con la boca abierta a propios y ajenos.