la vida por el metro cuadrado | Revista Crisis
males raíces
la vida por el metro cuadrado
04 de Septiembre de 2011
crisis #6

“En nuestro país se registra un fuerte proceso de adquisición de grandes extensiones de tierra por parte de capitales financieros trasnacionales, que se vio intensificado en los últimos años a raíz de la especulación desatada con motivo de la variación de los precios de los productos primarios en el mercado internacional”. La afirmación pertenece al proyecto de ley sobre la Propiedad, Posesión o Tenencia de las Tierras Rurales, presentado en el Congreso por el Gobierno Nacional, el pasado 27 de abril. Su intención es “limitar un proceso de concentración de grandes extensiones en manos de capitales financieros que, de profundizarse, comprometen objetivos estratégicos vinculados al desarrollo nacional y a la calidad de vida de los habitantes del país”.

No hay datos ciertos sobre el acaparamiento de tierras, desde que los catastros provinciales están amañados y la información pública ya no es confiable. Pero una certeza se impone con el peso inconmovible de los consensos democráticos: en los próximos años se profundizará un tipo de apropiación de los territorios cuya rentabilidad resulta extraordinaria, pero que expulsa a los pobladores y se apodera de las riquezas naturales.

En las reuniones del G-20 y de la FAO que tuvieron lugar en Europa a fines de junio, el Ministro de Agricultura argentino defendió enfáticamente el modelo agroexportador, e hizo un llamado a multiplicar la producción de granos a nivel global. En el mismo sentido, el Plan Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial 2010-2016 presentado por la Presidenta, propone aumentar la producción nacional de soja (que ya es record) en un 70 %, proyección que fue festejada con el mismo fervor por los economistas del Plan Fénix y por Héctor Huergo, director del suplemento Rural de Clarín.

La contradicción entre el diagnóstico que se hace y las políticas implementadas resulta patente.

Es obvio que no conviene estrangular a la gallina de los huevos de oro, diría cualquier analista serio. Y para blindar su razonamiento, podría mencionar tendencias recientes de consecuencias insospechadas: según el banco Barclays Capital, se registra en los últimos meses un nítido vuelco del destino inversor de los fondos de pensiones a nivel global hacia el mercado de los commodities, incluyendo alimentos y tierras agrícolas. Si en 2001 se invertían en todo el mundo unos 6000 millones de dólares en dicho rubro, el aluvión dinerario actual alcanza los 400.000 millones, es decir 66 veces lo que hace diez años. Difícil hallar una definición más exacta del neoliberalismo: el dinero de la seguridad social está siendo utilizado para fogonear la especulación financiera con los alimentos.

Suele suceder que las mayores obviedades estén sostenidas por los razonamientos más absurdos. Tan entusiasmados estamos por capturar mayores porciones de la renta financiera global, que ni siquiera nos interesa conocer los costos que naturalmente conlleva, expresados en la sustracción acelerada de recursos no renovables. Para dar sólo un ejemplo: hoy son 20 millones las hectáreas afectadas al monocultivo; si los planes de prosperidad anunciados se cumplen, la cantidad de hectáreas sojizadas pasará a ser de 30 millones en el año 2016, lo que implica el territorio entero de las provincias Córdoba y Santa Fe sumadas.

Por otro lado, suele escucharse que al invertir en la explotación de bienes locales apetecidos en el exterior, se fomenta el desarrollo regional de quienes vivieron históricamente relegados de los circuitos
productivos. Pero una y otra vez se constata que la actividad extractiva expulsa a los pobladores y estimula las migraciones hacia las principales ciudades, reforzando así su centralidad.

También es cierto que buena parte de los ingresos fiscales dependen del aporte del campo, la minería o la explotación del crudo, y que una porción de tales beneficios financia los planes sociales y permiten un aumento del consumo masivo. Sin embargo, ese mercado interno en crecimiento está a duras penas sostenido por enormes masas de subsidios que el Estado nacional aporta a los sectores  concentrados de la industria alimenticia para que los precios mínimos de la canasta básica no se disparen.

Estamos atascados por un tipo de crecimiento económico esencialmente injusto, cuya promesa redistributiva nunca terminará de concretarse. Porque mientras mayores son las riquezas de que dispone el país, más se consolidan las jerarquías sociales y sus articulaciones de poder.

Basta dar cuenta de la influencia que tiene este modelo de desarrollo en dos elementos fundamentales para la vida de las mayorías populares: la comida y la vivienda.

De un lado, el avance sin límites de la industria agroexportadora permite que la producción de alimentos quede bajo control de las grandes trasnacionales del rubro. La extranjerización de la propiedad de la tierra que se pretende limitar por ley, se fomenta sin embargo en la dimensión productiva y en el uso de los suelos. Se subordina así la soberanía alimentaria a los criterios que impone el mercado mundial. Y perdemos la posibilidad siquiera de determinar el acceso y la calidad de nuestra propia alimentación. Por el mismo motivo, el control de la inflación en los productos básicos para la subsistencia es hoy una tarea imposible.

En su afán de volverse invulnerables, los granos no sólo apelan a la genética y a los temibles insecticidas utilizados en la fumigación de los campos; además se trasmutan en ladrillos con los que se levantan montañas de concreto sub habitadas; y se expresan en millones de votos, para que una nueva derecha neoliberal se perfile como opción en las elecciones del 2015.

Por último, el festival rentístico no es sólo un fenómeno rural. Penetra también en las ciudades, bajo la forma de una voraz especulación inmobiliaria, que presiona para elevar los precios de las propiedades y convierte a las mayorías urbanas en inquilinos a perpetuidad. En paralelo, los desarrollos inmobiliarios diseñan espacios de hostilidad para los pobres, desplazados permanentes sin origen ni destino, sin tierra ni vivienda. Con la misma propensión con que las áreas rurales y sus recursos se abren al arribo de los flujos monetarios globales, las metrópolis se blindan con cordones de seguridad frente a la llegada de los flujos migratorios  regionales. Se trata de una lógica que engulle territorios y, al mismo tiempo, una manera de gestionar el dinamismo de las poblaciones, manteniéndolas siempre disponibles y subordinadas.

El avance incontenible de este capitalismo extractivo y neodesarrollista genera cada vez mayores tensiones. Según las últimas cifras disponibles, de 2005, existen más de 13 millones de personas imposibilitadas de acceder al suelo, y más de 5 millones con “graves problemas dominiales, sin títulos de propiedad ni seguridad de tenencia de sus viviendas o tierras”. En el interior la disputa se dirime por cada metro cuadrado de territorio, entre campesinos, indígenas y pobres urbanos contra las trasnacionales y sus socios locales. En las periferias urbanas, las ocupaciones de terrenos son una posibilidad siempre latente, en la Capital o en el Conurbano, en la Patagonia y en Jujuy, porque las potencias populares siempre desbordan los estrechos límites fijados por la propiedad y el confinamiento pretendido por los planeamientos urbanos excluyentes. La maquinaria judicial casi en su totalidad está al servicio de la especulación rentística. Las mediaciones políticas saltan como fusibles, o sólo atinan a responder en el lenguaje de la Seguridad, con el correspondiente saldo de muertes. Un nuevo tipo de conflicto social se asoma. Y su aspecto es salvaje.

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