
El exilio te desconecta de la actualidad de tu país. Es una experiencia cruel porque, aunque uno se esfuerce por seguir formando parte, no estar expuesto a los afectos y vivencias de ese territorio que alguna vez fue tu carne y luego te expulsó impide percibir ciertas sutilezas del propio mundo. Sin embargo, el exilio ofrece a cambio una ventaja: la perspectiva. Volver tras cierto tiempo permite ver, oler y escuchar mutaciones que, desde la diaria local, podrían pasar desapercibidas.
El momento de participación electoral supone para el votante exiliado esa premisa. Él reclama con su voto una porción de sociedad, de cotidianeidad, de cariño y de odio. No tengo del todo claro si lo que se busca es intervenir o aportar a una democracia que, en su momento, solo ofreció rechazo. Más bien, lo que se reclama es una mirada recíproca: ser visto con la misma intensidad y amor con que uno contempla desde la lejanía del destierro.
Desde esa posición de íntima ajenidad, viajé a cubrir los comicios presidenciales que se llevaron a cabo el 17 de agosto y significaron el punto final —¿o no?— del proceso político del Movimiento Al Socialismo (MAS). Traté de aprovechar la mirada del migrante: ser un espectador, capaz de comprender de una manera más orgánica ciertas lógicas y movimientos que resultan complejos para un corresponsal extranjero.
evo era pueblo
Bolivia es un país de mutaciones constantes y abruptas. Sin embargo, atravesó casi veinte años de una cierta estabilidad en la superficie, que en las profundidades fue moldeando y dio origen a un nuevo sujeto popular. Para comprender lo que se jugaba en las elecciones resulta inevitable —y un poco morboso— hablar de la gigantesca figura de Evo Morales, de cómo se esparce en la historia de Bolivia hacia adelante y hacia atrás en el tiempo.
Su propio cuerpo exhibe la declaración política de una época. Morales es un aymara de Oruro, que migró hacia el trópico de Cochabamba, desarrolló una carrera política y sindical en el corazón del Chapare, núcleo geográfico central del país y territorio hegemónicamente quechua. En él se expresa un masivo movimiento migrante posterior a la mitad del siglo XX. También en su cuerpo se plasma un tipo de alianza popular e indígena inédita: un aymara que comulga en su idiosincrasia con lo quechua, y con una política a la vez sindical y originaria. Nadie sería más capaz que él de fundir en sí mismo esos movimientos tectónicos.

Me detengo en este punto para afirmar lo siguiente: la representación que Evo Morales ejerció estuvo íntimamente relacionada con un tipo de movimiento territorial preponderante en su época; sin embargo, él fue capaz de condensarlo y desarrollar una política de expresión sobre sí mismo y, por lo tanto, sobre un colectivo popular inmenso. Lo que quiero decir es que no necesitó ser un lector externo de sujetos sociales o colectivos populares para acumular poder político, ni para consolidar su posición de liderazgo. La síntesis estaba implícita en el propio movimiento de su corporalidad que encarnaba ese proceso.
Al poner un pie en Bolivia, surgió para mí una pregunta inevitable: ¿quién sería hoy el personaje que encarne en su propia piel al movimiento económico, social y territorial característico de este nuevo milenio?
Las primeras sensaciones que tuve al pisar Cochabamba y conversar con familiares, varios de los cuales trabajan en La Cancha —uno de los mercados informales más grandes de Bolivia—, fue la de que estamos ante una descomposición no solo económica, sino también política y social. El rechazo al MAS como partido, y a Evo Morales como figura, resultó muy fácil de percibir.
Detrás de esos testimonios se notaba una frustración profunda por lo que era concebido como un precioso tiempo perdido, una oportunidad histórica desaprovechada. Muchos de los actores con los que me crucé en este viaje eran exvotantes, militantes o simpatizantes del MAS. Y también formaban parte de un sector popular y ciudadano, que durante las casi dos décadas de masismo se sintieron reconocidos por un gobierno que los atendió e “incluyó” en un nuevo circuito económico y social. Sin embargo, ese proceso no logró integrarlos plenamente a la estructura de clases tradicionales, de corte occidental.
Bolivia es un país profundamente comercial. Es en el mercado —y a través de él— donde se tramitan las dinámicas sociales, culturales, políticas y afectivas. Durante los años de hegemonía de la izquierda, este mercado vivió un desborde económico inédito que, por ineficiencias del propio movimiento político, no pudo traducirse en un devenir masivo hacia otro horizonte de vida.
Me explico: se garantizó la salud pública, acceso a la educación y una distribución de ingresos. Pero los dolores más profundamente arraigados en lo político y lo social no lograron ser enfrentados con triunfos concretos. El racismo, por ejemplo, como máxima expresión de esas heridas, persistió. Por eso los hijos de la época dorada del MAS se han convertido, paradójicamente, en sus críticos más agudos, en los exponentes de un amargo resentimiento hacia aquel proceso que, en algún momento, los hizo protagonistas.
la derecha acecha
Desde los opositores más acérrimos hasta los “apolíticos” —también opositores, aunque lo nieguen—, se juzga al Estado como un lector ineficaz de lo social y de su propio tiempo. No fueron capaces de interpretar el movimiento social que protagonizaron, tampoco de prever el impacto económico de su propia acción, que en los últimos años se vio debilitada por una crisis profunda —con el cepo al dólar y el desabastecimiento de combustibles como síntomas más visibles.

Era entendible que para cada candidato la narrativa política se definiera en función de cómo ejercer el Estado, para desmarcarse —en mayor o menor grado— de su enemigo común. En este punto, todos coincidían. La derecha extrema y la derecha de buenos modales —desde el odio o desde la institucionalidad—, expresadas en figuras como Tuto Quiroga, Doria Medina y Rodrigo Paz, construyeron sus campañas a partir del rechazo mayoritario al MAS.
Comprendieron que si la dictadura de 2019 significó para la clase dominante una reapropiación por la fuerza del proceso político, una declaración ante sí misma y ante el mundo de que la democracia solo existiría bajo condiciones impuestas por ella, era porque se había beneficiado de una ruptura previa del consenso en torno a la hegemonía de Evo Morales, cuya figura hasta entonces había resultado inobjetable.
Lo único que debían hacer los candidatos opositores era forzar un tipo de elección cuyo ritmo y agenda fuera marcado por la derecha. El violento ajuste económico era un marco y un contexto que excluía de entrada cualquier intento de construcción desde la izquierda. Esa izquierda fue representada por Andrónico Rodríguez —hijo político del MAS, acusado de traidor por Evo— y por Eduardo del Castillo —referente de la sigla partidaria, cuyo distanciamiento del ideario primigenio del movimiento era evidente—, y lejos estuvieron de articular una reacción frente a este nuevo encuadre. Dicho de otro modo: antes de la votación, la derecha ya había triunfado en la forma de disponer el escenario de estas elecciones.
alto mercado
Como mencioné, los mercados en Bolivia no conllevan la misma connotación que en su versión occidental tradicional. Desde una marka —pueblo, en quechua y aymara— hasta la metrópolis más grande del país, no puede pensarse la vida cotidiana sin los lazos y vínculos generados por el mercado.
Mi incógnita, entonces, era la siguiente: ¿cómo mutó el mercado andino —con todo su cuerpo y su territorio— cuando fue inyectado durante casi veinte años por un flujo constante de capital? ¿De qué manera habrán cambiado esos lazos y vínculos que yo creía recordar? ¿Cuál habrá sido la influencia de ese proceso en aquellas construcciones comunitarias y colectivas que, según mi memoria, existían para suplantar una providencial ausencia del Estado?

Si acaso la micropolítica boliviana se regía por cierto ordenamiento de estructuras autóctonas andinas, es lógico pensar que, además de los movimientos sindicales mineros y cocaleros, existiera en el propio cuerpo colectivo una sabiduría de organización comunitaria afianzada en la ciudad, especialmente en los mercados, antes de las guerras del agua y del gas que tuvieron lugar entre 2000 y 2003, dando inicio al ciclo de la gobernabilidad progresista. Creía que en estos escenarios, dos décadas después, encontraría alguna clave para entender qué se omite al analizar el proceso político, pero sobre todo social, que experimentó Bolivia.
El consumidor de estos mercados no puede describirse simplemente como un individuo en busca de satisfacción —aunque, obviamente, eso también está presente—, sino que es mucho más complejo. Aunque exista un tipo de desarrollo capitalista en esos espacios, es difícil separar las imágenes de comunidad y fiesta que los integran y les dan forma. El término casero o casera que se utiliza para referirse al habitante de un mercado refiere tanto al consumidor como al vendedor que interactúan dentro del mismo ámbito. La relación se establece en torno a una palabra que, en su raíz, remite a “casa” u “hogar”. Cada uno se reconoce como el casero del otro.
Este vínculo trascendental en todo el país se comprende como una forma de lealtad mutua: fidelidad del comprador hacia el vendedor, y viceversa. Cada persona tiene su casero o casera para ciertos productos pero, más allá del intercambio económico, lo que se reproduce es una familiaridad necesaria para la experiencia de consumir. Hay una comunidad implícita.

Los cholets son edificaciones construidas durante este siglo de prosperidad económica en El Alto. Tienen una arquitectura ostentosa que fusiona la iconografía aymara con una estética hollywoodense estilo Transformers, impactante expresión física de la mutación social profunda, pero sobre todo de sus aspiraciones. Grandes y extraños edificios que, en su exceso, hacen visible una plebeya acumulación económica. Pero no solo eso: están diseñados para la fiesta, el baile, la fraternidad folclórica. Son templos del goce. La representación simbólica de un poder emergente.
¿Cómo describir con precisión los cuerpos que habitan y producen estos espacios? ¿Qué colectivo social o representación concreta puede identificarse en esta mutación, que por momentos parece indescriptible, saturada de matices y contradicciones?
la comunidad trasmutada
Entre la organización matriarcal de la economía y los altísimos índices de violencia machista que provocan feminicidios, El Alto concentra una paradoja estructural. Aquello que en otros contextos podría considerarse una tesis válida —que la emancipación económica de las mujeres erosiona el sistema patriarcal— aquí aparece pervertido y dislocado.
En El Alto, la economía está en manos de las cholas. Basta caminar por sus shoppings para ver esa elegancia precisa, esa coquetería política. Son ellas quienes manejan el efectivo, quienes toman las decisiones familiares, quienes gestionan el emprendimiento y sintonizan el humor social de su tiempo. Y, sin embargo, a pesar de esa libertad financiera, de esa autonomía empresarial, y de estar prácticamente libres de deuda, siguen siendo las víctimas centrales de un sistema patriarcal que las maltrata y las borra simbólicamente.
Entonces surge otra pregunta: ¿qué lugar ocupará la siguiente generación? Los hijos de estas cholas —herederos de un empresariado emergente, con el capital suficiente para medirse con la oligarquía paceña— saben que la carrera tradicional por el ascenso social no fue pensada para ellos.
¿Con qué resentimiento inyectarán su política? ¿Qué proyecto puede surgir del dolor que implica comprender que, incluso alcanzando la libertad financiera, o habiendo formado parte de un gobierno popular, jamás se será parte del poder real?

Entendí que si estos vínculos sociales y comunitarios se veían pervertidos por el capitalismo hacia formas de individualismo egoísta, entonces la mutación de la trama mercantil resultaba clave para identificar a ese sujeto popular que el propio MAS construyó y promovió. Un sujeto gestado a través de una retórica socialista, pero que en la práctica se insertaba en un modelo de ultracapitalismo de masas, capilar y profundamente efectivo.
Quiero subrayar, para ser coherente conmigo mismo, que no critico el consumo como sustancia de la gobernabilidad. En una sociedad como la boliviana el acceso al consumo implicó una forma de liberación necesaria, sobre todo en términos de la reapropiación de instancias, placeres y experiencias que, durante siglos —es decir, desde siempre—, le habían sido negados a un pueblo formateado para la servidumbre. Pero es necesario decir que aquí se origina un tipo particular de desconexión con el discurso y las políticas del MAS. La retórica continuó centrada en categorías capaces de interpelar a colectivos sociales anteriores a la consagración de Evo Morales: indio/blanco, ciudad/campo, camba/colla (cruceños/quechua-aymaras), oriente/occidente.
Considero que, en esos marcos binarios, no se logró ver con claridad los cambios, las mutaciones —e incluso las perversiones— que esos colectivos habían experimentado. La izquierda en el gobierno fortaleció la economía de tal forma que originó una migración interna masiva del occidente hacia el oriente. Santa Cruz se fortaleció como centro productivo de Bolivia y, mientras el masismo por razones políticas, raciales y socioculturales se enfrentaba duramente con la élite cruceña, omitía un hecho fundamental: la base popular, productiva y obrera de Santa Cruz era colla.
Dicho de otro modo: el partido (con razones más que comprensibles) apuntaba a un enemigo simbólico, mientras obviaba un desplazamiento territorial interno que había generado nuevas mixturas populares. Un pueblo mixturado, que en quechua se dice chiqchi —gris, mezclado—, y de forma peyorativa se conoce como cambacolla. En esa omisión se gestó una resistencia silenciosa dentro del propio cuerpo popular que el MAS decía representar, profundamente arraigada en una identidad nueva que ya no coincidía con las categorías del pasado.
Paralelamente se fue constituyendo lo que varios teóricos bolivianos describieron como una “nueva burguesía aymara-quechua”, que desplegó importantes niveles de acumulación económica, pero no necesariamente creció en capital social. Una chola con dinero, por ejemplo, tiene vedado el tipo de ascenso social que prevé el modelo tradicional occidental. O sea, una chola con dinero es algo así como un “negro con capital” o un “grasa del conurbano bonaerense”. En este disloque de categorías aparece un tipo de desconcierto en la representación, que podríamos resumir como la imposibilidad de leer un patrón inexistente, una subjetividad inédita, creada por el propio proceso político.
A diferencia de otros movimientos progresistas sudamericanos del nuevo milenio, el MAS y Evo Morales no reconocieron a un sujeto social previamente olvidado, otorgándole derechos, inclusión o privilegios. Más bien lo que hicieron fue crear nuevos cuerpos populares, con demandas y expectativas inéditas para un territorio históricamente castigado y marginado. La derrota, entonces, reside en la incapacidad del propio movimiento para leer su potencia histórica. La incomprensión de su propia creación. Y la distracción respecto de las nuevas demandas que escapan a lo orgánico-sindical y se configuraron desde la mutación de los vínculos tradicionales, originarios, folclóricos. Tal vez sea exigir demasiado, pero el peso de su relevancia así lo exigía.
el final y el afuera
La derecha se percató de que existía una impotencia en la hegemonía enemiga y en esa fisura logró intervenir. Por eso resulta comprensible que sectores populares sean interpelados desde pasiones oscuras. ¿Acaso es imposible pensar que existe algo de razón en ese resentimiento extendido? ¿Es injusto dar por sentados los derechos otorgados por el MAS, en lugar de comprenderlos como un contrato perpetuo con ese partido benefactor? ¿Qué podría objetarle a mi familia en Cochabamba —y a sus nuevas generaciones—, que no consideran el acceso al agua o al gas como una deuda política o un logro del Estado? ¿Cómo se habla de esto cuando se ha estado dentro y fuera a la vez?
Transité las calles y los mercados de La Paz y El Alto durante la semana de elecciones y percibí una apatía política que no había visto en otras circunstancias similares durante la década anterior —como el referéndum constituyente o la primera reelección de Evo Morales, en 2009 y 2010 respectivamente—. Lo que antes eran urbes pasionales, impulsadas por la hostilidad o la simpatía con el proyecto de cambio, con movilizaciones masivas y violentas que desembocaron en el consenso constitucional y el respaldo fervoroso al primer gobierno del MAS, ahora se sumergía en una indiferencia generalizada. A excepción de algunos militantes que uno podía cruzarse ocasionalmente, el ambiente parecía dormido.
Una señal clara de esta despolitización fue la ausencia de turistas argentinos: expectantes espectadores de un pueblo y su revolución, consumidores entusiastas de ese circuito simbólico. Durante casi quince años protagonizaron una suerte de peregrinaje ideológico hacia la utopía indígena, convertida en destino turístico y político. Recuerdo vívidamente los cánticos peronistas en la Plaza Murillo —“¡Evo, corazón, acá tenés el pueblo para la liberación!”—, que buscaban desplazar las consignas locales en una especie de apropiación festiva de la revolución ajena. Hoy, esos ecos se han desvanecido. Corroídos por una ruina lenta, una descomposición silenciosa que más que tristeza me generaba una profunda desazón. Un auténtico vacío en el ser.
Es difícil explicar, para alguien que no transita la vida del exilio, lo que significó aquella victoria dulce: la sensación efímera de poder cerrar los ojos y soñar con volver a vivir en la propia tierra. Y es aún más arduo describir la dura derrota, verla diseminada en figuras rotas, y en otras conclusiones más sombrías.

Tuto Quiroga o Rodrigo Paz son la alternativa de cara al balotage. Dos representantes de la derecha, que —uno de forma frontal y el otro con su sonrisa y buenos modales— parten del mismo consenso: el ajuste. Ambos de gira por el exterior disputándose el favor de las entidades financieras y del Fondo Monetario Internacional.
¿Qué queda? En mis conversaciones con interlocutores políticos e intelectuales, entre risas amargas, lamentamos esta vuelta no solo espiritual sino también física y simbólica a los años noventa. La respuesta suele adjudicar la responsabilidad —a veces con sorna, otras con cansancio— al inconsciente colectivo, por su inconsciencia de la memoria. En mi interior aparecía una resistencia que no sabía cómo expresar. ¿Quién soy yo para contradecir la lectura de coyuntura de alguien que vive y percibe este territorio cada día? ¿Desde qué lugar podría pensar que tengo una respuesta más lúcida, más justa, más completa?
Y sin embargo, me animo a formular una hipótesis. No porque crea tener la razón, sino porque se trata de un dilema que me atraviesa en todo mi ser. Pienso que Bolivia es un pueblo mutilado, amputado. Cerca de dos millones de cuerpos no están. Son como fantasmas en ese territorio. Aquellos personajes que provocaron el mayor exilio de este país, los ingenieros del caos neoliberal, reaparecen para sepultar al proceso de cambio.
Mi respuesta es dura: siento que el MAS y la izquierda boliviana jamás consideraron a su propio representado como un cuerpo incompleto y mutilado. Aquella memoria de las conquistas que reclaman vive en los cuerpos expulsados de la tierra, en esos migrantes que no olvidan los rostros ni los discursos que motivaron su doloroso éxodo. Nunca pensaron que ese backup histórico se encuentra donde no lo buscan. La colectividad boliviana en el mundo —pero en especial en Argentina— contiene en su seno la potencia popular de un movimiento capaz de resistir el escenario cruel que viene.




