Hay una línea que une a todos. Es fina, horizontal y se arma a partir de una coreografía tácita: el dedo índice que señala la huella que dejó el agua y la otra mano que indica hasta qué parte del cuerpo alcanzó. Ese “hasta acá” irá más arriba de las rodillas, o más abajo, frecuentemente a la cadera; a veces, ni el cuerpo alcanza.
“Yo me desperté con mis pies mojados. Una lámpara en el techo, en mi habitación, se llenó de agua y me goteaba en las piernas. Bajé corriendo a cortar la luz. Me lo imaginaba porque esa misma noche, antes de la madrugada, nos había llegado una nota donde se suspendían las clases por la alerta naranja. Me acosté pensando que algo podía pasar y cuando sentí los pies mojados dije: listo”. (Luciana B.)
“Creo que tomé dimensión cuando llegó el mensaje de Paul, que es rescatista, y que preguntaba si mi familia estaba bien porque los habían puesto en alerta para ir a Bahía Blanca”. (Patricia B.)
“La verdad es que creo que no entendimos todavía el nivel de catástrofe que pasamos. El que estaba adentro no sabía, después en las redes empezaron a subir videos y dijimos: “Apa, esto fue bravo”, y después ya los canales de televisión estaban acá, los de Buenos Aires, digo. Esa noche habíamos ido a ver Flow, algo había en el aire antes de que todo pasara”. (Carlina P.)
“Fui teniendo el minuto a minuto por ese grupo de WhatsApp hasta que entre las 10 y las 11 de la mañana se cortó la señal y no pude saber más nada hasta no sé cuántas horas después. No sabíamos si estaban bien o si estaban mal, si los habían tenido que evacuar”. (Marcia G.)
León Tolstoi dice en Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. En cada inundación hay un poco y un poco. Las tragedias son únicas, y a la vez se asemejan. Pasado un mes de aquello, hay un barro que cubre todo en la ciudad, una película fina que parece no quitarse; hay bolsas negras en las esquinas, muebles desvencijados en las calles, contenedores abarrotados de fierros, mugre, tela, algún juguete chillón que asoma. Bahía Blanca se ve como una ciudad con resaca.
El 6 de marzo de 2025, la alerta naranja que informó el Servicio Meteorológico Nacional fue acompañada de una directiva municipal mayor; para el día siguiente, viernes 7, se suspendían las clases en todos los niveles y se recomendaba restringir la circulación al máximo. Federico Susbielles, intendente del municipio, a un mes de aquella decisión y con las clases de nuevo en marcha, subraya en los medios lo que en las casas se repitió hasta el cansancio: “¿Qué hubiera pasado si todo sucedía con niños en las aulas?”. Desde las tres de esa madrugada hasta pasado el mediodía llovió como si el cielo tuviera un tajo. 290 milímetros, la mitad de lo que llueve en un año. Unas precipitaciones extraordinarias que se sumaban a otro fenómeno que quince meses antes había sido también “inusual”: un viento que en diciembre de 2023 dejó a la ciudad patas para arriba de un zarpazo. En esa primera tormenta de la saga, murieron 13 personas. En esta segunda, con otras características, se cuentan hasta el momento 17. A esta altura, la anormalidad comienza a abrir otras preguntas.
Hay más cifras oficiales: 1700 evacuados, $ 400 mil millones en pérdidas. Números que quedan truncos para alojar lo que allí se vivió. Una catástrofe que los medios nacionales miraron minuto a minuto, hasta que bajó el agua, dos o tres días después, según la zona afectada.
El arroyo Napostá nace en Sierra de la Ventana, el sistema serrano que está a unos cien kilómetros de la ciudad. Desde allá baja luego de recorrer campos y pueblos para desembocar en el estuario bahiense. Eso que por tramos es un cauce manso, con colas de zorro y caballos pastando, en la ciudad era silencio y oscuridad, a partir de una obra que lo entubó en la frontera para volver a soltarlo, casi 4 mil metros después, en la costa.
El canal Maldonado fue pensado para cuando el Napostá se desbanda. Una vía de contención que lo ataja a la altura de Parque de Mayo, justo cuando deja el campo, la Carrindanga, y entra en la ciudad. Hasta que no hace su trabajo, es un pedazo de hormigón que llega hasta la ría, pero cuando el agua desborda con la presión que llega desde las sierras, se llena de agua que conduce hasta la costa. Esta vez, fue demasiado y todo cedió a su paso.
La ría o el estuario, los llaman de varias maneras, reciben al arroyo y al canal, un lugar misterioso, extraño incluso para quienes viven a pocos kilómetros de ahí.
Para quienes crecen en Bahía Blanca o los pueblos linderos, la ciudad es una arteria clave del motor productivo de la vida; los trámites, las atenciones médicas, la universidad, los juzgados. Una ciudad baja, rodeada de un pasado industrial, agrícola, ferroviario. Las vías, el puerto, el polo petroquímico, la salida de Vaca Muerta al mundo, de todo se cruza en este punto del sur bonaerense. Pero hay una previa, sin embargo: este lugar está vinculado al agua, al mar, a los arroyos que la atraviesan, una presencia que parecía olvidada hasta que ese día todo crujió, en especial en las zonas cercanas al arroyo Napostá, al canal Maldonado, al puerto en Ingeniero White, a la costa en Coronel Cerri.
Cuando una ciudad queda con las tripas al aire, ¿cómo se rearma? ¿Qué tomar de esa marabunta? Apenas el agua baja y la adrenalina da respiro, antes de que se disipen los estertores de la cachetada, flotan quizá algunas ideas de ese pasado forjado en un modelo que hasta el día de hoy no admite discusiones.
Un lodazal. Así lo describen en los reportes antiguos. Dicen que los habitantes originarios la llamaban wekufü mapu, la tierra del diablo, un lugar chúcaro que a veces arrojaba viento, a veces calor, a veces frío, siempre extremo, siempre indócil. Charles Darwin anduvo por acá un 15 de agosto de 1832 y anotó: “A la mañana siguiente, muy temprano, se envía a buscar caballos y partimos al galope. Pasamos la Cabeza de Buey, antiguo nombre dado a la extremidad de un gran pantano que se extiende hasta Bahía Blanca. Cambiamos de caballos y atravesamos durante muchas leguas, marismas y marjales salinos. Volvemos a cambiar de caballos por última vez y reanudamos nuestra carrera a través del barro. Mi caballo cae y yo me sumerjo en el lodo negro y líquido, accidente muy desagradable cuando no se dispone de trajes de recambio”.
El naturalista habla de esta región que ahora, a comienzos de abril, se ve de un plateado arrogante, una mezcla de humedad, barro, el reflejo de sol de la tarde. Agustín Rodríguez, investigador y coordinador de Isla Invisible, un proyecto que desarrolla residencias artísticas en los alrededores del sistema de islas de Bahía Blanca, devela los signos que aparecen escondidos: islotes a lo lejos, agujeros en el suelo, minúsculas casas de cangrejos, gaviotas, chimangos, lo silvestre está acá nomás. “La cuestión es que los distintos momentos históricos del desarrollo de Bahía la han puesto en pos del capital y no tanto del ambiente —dice—. Con un juego de palabras muy malo, Bahía Blanca era Bahía en Blanco, como si fuera una tabla rasa y lo que haya que hacer se hace”. El recorrido sigue por las afueras del polo petroquímico, donde gigante en forma de tanque, tubos, una maraña de metal y gases se levanta entre pastos bajos y los barrios que quedaron a su vera.
Vista Alegre es un suburbio que camino a Cerri, en uno de sus laterales, es cortado por el canal Maldonado, que lo separa de la Ruta 3 y lo conecta a través de una serie de puentes que, luego del agua, se vencieron. En algunos tramos, el ejército improvisó cruces de campaña, el resto se volvió calle sin salida. En uno de esos baches, asoma el amasijo de un auto bajo la comisura rasgada del canal. Más allá, alguien señala unos escombros, autos y ramas que sirvieron irónicamente de tapón para frenar la fuerza del agua. A unos metros, unos trabajadores levantan una pared en un gran depósito. Cuentan que el agua entró por el portón y avanzó hasta el otro extremo, derribando esa ala. Ellos forman parte de los grupos con empleo a full por estos días: carpinteros, limpiadores de autos, mecánicos, albañiles. Cerca, unos adolescentes cruzan un puente descocado y filman. De un momento a otro, el cielo se ensombrece y caen, literalmente, treinta segundos de granizo. Una señora hace techito con su campera, nos mira y dice, hasta divertida: “En Bahía puede pasar cualquier cosa”.
Ahora que pasó el tiempo, dos cosas tiñen el espíritu de muchos: la risa (mezcla de nerviosismo y perplejidad) y la certeza de que el clima está dando señales. El reporte de la World Weather Attribution da cuenta de eso: en esas mismas semanas hubo temperaturas extremas en el norte argentino, calores extremos en Buenos Aires, apagones por la demanda de energía eléctrica. Aconsejan tener espacios azules (aguas) y verdes (árboles) y dicen: “Estos acontecimientos consecutivos ponen de relieve los desafíos más amplios que supone gestionar riesgos cada vez más frecuentes e intensos en la provincia, donde las vulnerabilidades están condicionadas por la urbanización, las deficiencias de infraestructura y las desigualdades sociales”.
Ingeniero White fue uno de los barrios más afectados. Un pueblo con pasado obrero, portuario, pescador, que vio poco a poco cómo las nubes de químicos y vapores de la industria petroquímica se combinaban con los barcos, los hangares, el avance de las empresas privadas, la llegada de gigantes como Dow Chemical. Un lugar que sostiene el espíritu vecinal, las casas bajas, los museos del Puerto y el Ferrowhite como emblemas, un boulevard, algún bolichín abierto en medio de persianas bajas que dan cuenta de épocas pasadas. En este punto crítico fue donde el agua, que corría desde la ciudad, a menos de diez kilómetros, se topó con la sudestada de la costa, que no se ve fácilmente pero está, y por horas y horas no hubo desagüe que permitiera que eso bajara.
La casa de Carmela Romano está a metros de una alcantarilla que previo a la tormenta estuvo tapada. Ahora hay una reja que evita eso, pero está nueva, con los tornillos relucientes. La mujer recuerda cuando el mar estaba ahí nomás, en 1965, cuando vino de Italia. También dice que no usará más melamina, que, a partir de ahora, todos muebles de pino. Es un pensamiento que comparten muchos. La melamina está en las veredas, junto a colchones enrollados en las esquinas como animales muertos.
El Ferrowhite está enclavado a pocas cuadras del puerto. Es un museo taller donde ambiente, economía y memoria se fusionan para dar una discusión vital y política. Construido en una vieja usina italiana de la década del sesenta que parece un castillo, fue refugio esa noche para más de 300 personas que de manera espontánea se dirigieron hasta allá buscando la altura, y funciona como espacio de elaboración colectiva. Ahora que el agua bajó, la mesa de encuentro continúa. Nicolás Testoni, su director, va de acá para allá recibiendo a la gente, luego hace un recorrido. Alrededor se ven buques, silos, una línea de distribución. Un punto de vista que en otras partes no se logra: el agua, ahí nomás. Testoni dice: “Tenemos una amiga vecina que fue presidenta de la Asociación de Amigos del Museo, Ida, que recuerda cómo ella con su hermana de chiquitas, cuando los barcos tiraban madera de lastre para entrar a puerto, iban nadando y agarraban las maderas y con eso hacían la mesa de la casa, las sillas. Ahí estaba también toda una memoria de vivir con el agua, con el agua incluso de la inundación”. Camina, señala, sigue: “¿Por qué acá no hay un balneario? Es un sueño que está corrido del principio de realidad, ya no es posible pensar eso, pero la memoria histórica avala ese sueño porque acá lo hubo”.
Adentro, un grupo de vecinos analiza qué pasos seguir, quieren reclamar que declaren lugar de evacuación a este espacio. Temprano, alguien comentó en la ronda que había soñado con un mar que avanzaba y se llevaba a su mascota.
Los sueños a veces también se inundan.
Los celulares se convirtieron en otros museos pero de la tragedia. Todavía hoy se comparten videos que con más o menos drama muestran una escena similar: la ciudad vuelta río, un freezer, una heladera, flotando cual botellas en el mar, los autos a la deriva. De todo eso queda la línea que recorre las calles, el arañazo de un gigante contra los muros.
La casa de Nelly Allende es una de ellas. Ahora está oreada, y con la calefacción al mango pese al sol ha logrado combatir ese olor que muchos describen. Esa noche, a ella la fueron a buscar con una canoa. Tiene 92 años. Llevó a un gato a upa y pasó la noche en una escuela. Se ríe ahora, dice que está emocionada por la gente, por la ayuda. Muchos dirán lo mismo. Habrá también discusiones por las responsabilidades. Por la asistencia temprana o a destiempo. Muchos señalarán la responsabilidad del puerto, ese consorcio provincial, municipal, público y privado, que no mantuvo las compuertas y bocacalles limpias y eso ocasionó que el agua se estancara y subiera más. Los portales empresariales miden otras pérdidas: que por esos días más del 50% del polo dejó de operar y “se dañaron las capacidades productivas de empresas como Dow, Profertil y Unipar”.
Un imaginario de inundaciones enlaza con La Plata 2013 (400 mm) y Santa Fe 2003 (1400 mm). Todas ciudades donde los últimos procesos de urbanización crecieron desmadrados, donde el cambio climático hizo lo suyo y no hubo preparación a la altura. Otros leen esto en paralelo con lo que ocurría al mismo tiempo en el noroeste argentino, donde comunidades de Chaco, Formosa y Salta también luchaban contra el agua que bajaba de los ríos Bermejo y Pilcomayo, alimentadas por las lluvias de Bolivia. Comunidades wichí, qom, que no tuvieron la misma cadena solidaria que Bahía Blanca. Hay quienes se remiten a la sapiencia de ciertas geografías más acostumbradas al agua, que tienen en su cotidiano el armado de defensas, un instinto acomodado para actuar acorde avanza el agua.
Dos o tres fundaciones cuentan los historiadores para Bahía Blanca. La primera, cuando se convierte en el puesto base para la Conquista del Desierto. La segunda, unida al modelo del país agroexportador y un tren que desairó la ciudad para terminar directo en el puerto, en Ingeniero White, donde los granos salían. La tercera, según algunos, está ligada al polo petroquímico. La cuarta tal vez se impone.
La solastalgia es la nostalgia por los lugares queridos que cambian o se dañan por el cambio climático. Glenn Albrecht, un filósofo australiano, la propuso para hablar de eso que precisa de nuevas palabras. Exilio climático le dicen otros. Cómo nombrar a esa mudanza obligada cuando tu casa ya no es tu casa, cuando tu barrio se desarmó por una tormenta, un fuego. Una procesión de personas desgajadas.
El piso de Daniela García se levantó totalmente. Quedaron los escombros, y un teléfono de línea que le permitió dar señales de vida cuando la luz se cortó en Bahía Blanca. Ahora tiene un galpón lleno de recuerdos, fotos mojadas, ropa desplegada como en un vestidor de teatro, un conjunto de autos inmovilizados. Sus padres, que viven a unas cuadras, pasaron la noche en una cama que giraba en el agua. Unas horas de frenesí a veces insólito que se completaron con la tortuga que casi muere ahogada.
Hubo otros animales, además de tortugas flotantes. Peces que aparecieron en las casas, algunos de arroyo, despistados, otros de pecera, que comenzaron a circular. Una veterinaria del centro cuenta que algunos cambiaban de color por el estrés. La Fundación Planeta Vivo atendió a más de dos mil mascotas y animales silvestres. Una perra con cachorros flotó por horas arriba de una heladera.
En la feria de arte Mapa subastan cuadros de artistas bahienses que llevan la marca del agua. Todavía falta quizá una palabra para esa materialidad intervenida. También para esa memoria privada, doméstica, que se comienza a licuar: una carta, una foto, las bibliotecas marcadas.
Bahía Blanca guarda una rica tradición de poetas y de editoriales independientes. Editorial Vox es una de ellas. Gustavo López, su director, cuenta: “Ni nos quisimos poner a sacar la fina, pero calculamos que perdimos unos 600 libros más o menos, 700, más las tapas, láminas de otros libros que estaban para encuadernar, serigrafías, estanterías. A vuelo de pájaro, entre 30, 40 y 80 millones de pesos, ese sería el monto, pensando que los libros valen entre 20 y 30 mil pesos. No es que nosotros perdimos ese dinero, pero sí perdimos ese valor”.
Entre los libros nacientes, hay uno que acaba de salir con un timing inesperado: el poeta Sergio Raimondi, inspirado en la postormenta de 2023, escribió Contribución al plan de reconstrucción forestal del municipio de Bahía Blanca, que dice: “La tendencia a pensar que la sustancia es más relevante que la relación favorece la idea de que la pérdida de un árbol es eso, la pérdida de un árbol, y no la pérdida de miles de interacciones”. Es un rapto de poesía y ejercicio de botánica, en una de sus partes habla del Napostá, que atraviesa las compuertas del Parque del Mayo, “un arroyo que debajo del concreto persiste”.
“Es como querer contener algo que en un momento dijo basta”. Mario Ortiz llega al café frente a la plaza de Villa Mitre. Es poeta, escritor, docente, y las calles bahienses, su fisonomía, sus nombres, han sido inspiración para sus libros. Los Cuadernos de lengua y literatura versan sobre lo que acá se construye a lo largo del tiempo, ese núcleo que es pampa, es puerto, es arroyo y cangrejal. “Al entubar el arroyo en costa quisieron hacer lo mismo que en Buenos Aires. Hay muchos arroyos en Buenos Aires que ya no existen más porque están todos entubados. Pero una cosa es entubar un arroyito de régimen pampeano y otra cosa es entubar un arroyo de régimen serrano. Por un lado hay un curso de agua que ha sido casi anulado, y por otro lado no hay preparación para lo que es un cambio climático”.
Desentubar arroyos también tiene nombre: daylighting. Por estos días, donde las obras hidráulicas se discuten en los cafés y en las filas del supermercado, se analiza la posibilidad de que el arroyo vuelva a ver la luz del día.
Tata Gayone no deja de leer esto a la luz de lo que denuncia desde hace años y resume en una película, Feos, malos y sucios. Dice: “Comedia-Drama-Pobreza. Aquí no está aún instalado el tema ambiental, pero muestra el lugar que ocupa la población que el sistema descarta, atribuyéndoles a dichos sujetos sociales la pobreza, la suciedad y la maldad en la que quedan atrapados. Y seremos más porque no se toma ninguna medida contraria a las que nos llevó a esta situación de privatizaciones, desempleo y desregulación estatal. Está previsto que en White siga creciendo la escala de muelles y transporte de gas e inflamables a partir de Vaca Muerta y, también, un nodo para el embarque y traslado de residuos peligrosos. El proyecto de minería de Malargüe ya cuenta con el puerto de Bahía Blanca para el embarque y el Veladero también lo define como destino. Seremos feos, sucios, malos y contaminados”.
Aquella mañana, Héctor Rodianu, Kali, subió a un kayak y circuló por las calles inundadas para rescatar gente de sus casas. A los pocos días se armó una cadena de ayuda de todo el país que se tradujo en toneladas de ropa y alimento. Bomberos voluntarios de toda la provincia se acercaron a trabajar. Dormían en Cabildo, el pueblo cercano, que se organizó para esperarlos cada noche con cena, merienda, abrigo. Un interruptor de favores variopinto y complejo que a veces se enciende. En una calle del centro bahiense, una cartulina en la entrada del edificio establecía una suerte de memoria: “En este lugar, dos mujeres salvaron la vida de mi padre al ayudarlo cuando se sostenía de un árbol, arrastrado por la corriente. En ellas y todos los que colaboran, mi reconocimiento a los actos heroicos que se multiplicaron por toda la ciudad. Mantengamos viva la memoria de nuestra solidaridad y la ternura”.
Lucía Bianco dirige el Museo del Puerto de Ingeniero White, otro lugar que rompe con la línea invisible que separa al espectador de la obra, un espacio hecho de memorias y relatos armados por la gente del lugar. A la pregunta sobre cómo se rearma una ciudad, dice: “Esa pregunta contiene una pregunta adentro. Porque ya la idea de rearmar es la sensación que está deseando volver a armar. Tiene algo de nostálgico también, como si fuera posible volver a poner en su lugar lo que se desarmó. Y la verdad es que vivir en esta ciudad hoy tiene una sensación completamente diferente. Es más la sensación de que es necesario pensar la ciudad de nuevo, inventarla, como se inventa después de saber algo que no sabíamos del lugar en el que vivimos. Para nosotros en principio es escuchar el propio archivo oral, que es un archivo que desde fines de la década del ochenta recupera voces de vecinas, de vecinos del puerto, que entre cientos de testimonios incluye también recuerdos de otras inundaciones, de mareas, de sequías extremas, de inmigración, de guerra, de resistencias, de organización popular. Pero también se trata de escuchar lo que tiene de particular este presente”.
Por estos días, entregaron a los vecinos cuadernos escolares. “Fuimos detectando que tenían necesidad de contar, porque a veces el museo no marca los límites entre historia, salud mental, construcción comunitaria, lenguaje, los discursos del presente, sino más bien que es como una posibilidad de combinar todo esto, de explorar qué pasa en ese cruce”. Dice que la historia es algo que pasa todos los días, una construcción colectiva, “desde las palabras incluso, también desde las palabras”.