En mayo de este año, por primera vez, en el salón del Tribunal Oral Federal de Tucumán —donde circulan genocidas, narcotraficantes y proxenetas— fueron juzgados directivos de una empresa azucarera por delitos ambientales. En realidad, por tercera vez: las dos anteriores, los jueces absolvieron a los empresarios acusados. Y también dos veces, las sentencias fueron revocadas y anuladas por la Cámara Federal de Casación Penal. En la tercera, el lobby azucarero no impidió que haya condena. Insuficiente, pero culpables al fin. Casi en paralelo, en Santiago del Estero fue condenado por el mismo tipo de delitos uno de los empresarios más poderosos e influyentes de Tucumán.
genealogías
El ingenio La Trinidad es el más antiguo de Tucumán. Nunca dejó de funcionar y actualmente es uno de los principales productores de alcohol del noroeste argentino (NOA). Junto con el ingenio La Florida, el más grande productor de bioetanol del país, fueron parte de la Compañía Nacional Azucarera S.A. (Conasa), creada en 1970 e integrada por cinco ingenios tucumanos. Conasa fue una forma de salvataje estatal. Luego del decreto de Juan Carlos Onganía que definió el cierre de once de los veintisiete ingenios azucareros de la provincia en 1966, la dictadura creó esta compañía y decretó la administración estatal de las fábricas. Ambos ingenios comparten sangre: fueron fundados en la última parte del siglo XIX por la misma familia. La Trinidad, en 1875, por Juan Manuel Méndez y La Florida, en 1894, por su hijo Pedro G. Méndez. Los Méndez eran parte de la poderosa élite tucumana de la época, donde se destacaron apellidos como Posse, Padilla, Zavalía, Colombres, Aráoz, Nougués, Paz, Frías Silva y Avellaneda. Sobre esas familias se construyeron los cimientos de una provincia que durante más de cien años tuvo como principal actividad a la agroindustria azucarera.
El ingenio La Trinidad cambió de manos durante la última dictadura militar. Mientras, La Florida cerró sus puertas hasta que en 1994 fue comprado por el grupo Los Balcanes, propiedad de Jorge Rocchia Ferro, que además es propietario de los ingenios Cruz Alta y Aguilares, de la Universidad San Pablo T, del hotel cinco estrellas Catalinas Park —bautizado así en honor a su esposa y socia, Catalina Lonac— y de una red de estaciones de servicio bajo la bandera de Refinor, todo con base en Tucumán. Rocchia Ferro, además, preside la Unión Industrial de Tucumán (UIT).
Pero, como jardines cuyos senderos se bifurcan para luego volver a encontrarse, ambas empresas sobrevivieron al industricidio tucumano para reencontrarse en el banquillo de los acusados: directivos de las dos compañías fueron juzgados este año por crímenes ambientales. En ambos juicios hubo condena. En ambos el sabor es agridulce, ya que las reparaciones y sanciones no parecen revertir ni realmente reparar el daño ambiental y sanitario. Tal vez la élite tucumana ya no sea intocable como antaño pero el histórico lobby azucarero sigue vigente.
las aguas bajan turbias
Así como el azúcar fue el paradigma productivo que primó en Tucumán durante gran parte del siglo XX —en crisis a partir de la decisión de Onganía que favoreció a los ingenios Ledesma de Jujuy y Tabacal de Salta—, el nuevo siglo trajo consigo dos novedades.
Por una parte, la posibilidad de producir energía por medio de un derivado de ese mismo cultivo que tanta riqueza y dolor le trajo a nuestra provincia. Así, esos mismos gigantes de hierro y dulzor fueron incorporando en sus predios destilerías a gran escala que les permitieron aumentar la producción de alcohol y dar ingreso a la nueva estrella: el bioetanol.
Por otro lado, el azúcar pasó a ceder espacio al citrus en el mapa agroexportador. Ganaron lugar en la oligarquía tucumana nuevos empresarios y empresas citrícolas que conviven con la poderosa aura de los industriales azucareros. Por ejemplo, Arca Continental, la compañía mexicana embotelladora de Coca-Cola, compró el ingenio Fronterita, rebautizado como Famaillá. O la familia Lucci, dueños de Citrusvil, la mayor industrializadora de limones del mundo, que figuran entre los 50 empresarios más ricos del país. O las familias Miguens-Bemberg (exdueños de Quilmes) y Otero Monsegur, dueñas de San Miguel, la principal citrícola agroexportadora del país y que también le provee limones a Coca-Cola.
Sin embargo, la producción de bioetanol introdujo un nuevo paradigma que garantizó la subsistencia de las empresas y que permitió (y seguirá permitiendo) grandes ganancias. El Estado provincial financió parte de la tecnologización que permitió a los empresarios equiparse para afrontar este nuevo desafío a través de una reconversión industrial. Así, a comienzos del siglo XXI pudimos ver un renacer de la industria azucarera, en un contexto de transición energética promovida por el Estado nacional a partir del nuevo marco regulatorio de producción de biocombustibles, que devino en el florecimiento de las empresas que hoy conocemos como “sucroalcoholeras”.
El bioetanol es un alcohol que deriva de la caña de azúcar y que es incorporado a los combustibles fósiles. La Ley 26.093 de Régimen de Regulación y Promoción para la Producción y Uso Sustentables de Biocombustibles aprobada en 2006 estableció que las naftas del país deberían incorporar cortes por cuotas determinadas de bioetanol con el fin de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. En la actualidad ese corte ronda el 12% aunque los empresarios azucareros, con el apoyo de los gobiernos provinciales del NOA, reclaman llevarlo al 27%, como en Brasil.
En paralelo con la novedosa producción, en 2005 surgieron las primeras denuncias sobre mortandad de peces a raíz de la contaminación de la cuenca Salí Dulce. Vecinos de la ciudad limítrofe de Las Termas de Río Hondo, en Santiago del Estero, comenzaron a notar que las aguas bajaban turbias desde la vecina provincia de Tucumán. En otros poblados fronterizos el agua comenzó a teñirse e impedir el riego para actividades vitales como la agricultura y la ganadería. Por los desagües y canales de los ingenios había comenzado a correr a gran escala y de manera descontrolada el principal subproducto de las destilerías. Ese efluente, según especialistas, sin un adecuado tratamiento y vertido en los ríos puede ser calificado como un residuo peligroso. Su gran capacidad contaminante puede fulminar la vida acuática y tener un alto impacto sanitario negativo en la población.
El problema devino en conflicto interjurisdiccional y alcanzó relevancia nacional. La provincia de Santiago del Estero inició e impulsó denuncias y procesos penales contra muchas de las empresas tucumanas englobadas en el boom bioetanolero. En 2011, un amparo ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación puso de relieve la necesidad urgente de tomar medidas para resguardar la principal fuente de agua potable y la biodiversidad de la zona. Entonces, el nombre de la vinaza resonó en todos los estudios y medidas de investigación que el poder judicial empezó a pedir. Los hechos estaban ahí mismo, a la vista, tan evidentes como el nivel ilegal de demanda química y biológica de oxígeno: era un 800% más que el permitido para efluentes industriales. Ese jugo denso, amarronado, ácido y con un nivel de carga orgánica suficiente para acabar con la vida de un embalse entero corría, desbordaba, durante la zafra, y arrasaba con la vida acuática de la Cuenca del Salí.
Casi veinte años después de esas primeras denuncias, el 70% de las empresas tucumanas dedicadas a la actividad sucroalcoholera tienen o tuvieron alguna causa judicial por contaminación ambiental enmarcadas en la Ley de Residuos Peligrosos. Llevar a juicio a algunos de los responsables empresariales fue casi una odisea.
el azúcar al banquillo
Las causas por delitos ambientales en el país son una rareza. En 1991, durante el menemato, se aprobó la Ley 24.051 de Residuos Peligrosos, una de las primeras leyes ambientales de carácter federal. La norma apunta a proteger de cualquier residuo que pueda “causar daño, directa o indirectamente, a seres vivos o contaminar el suelo, el agua, la atmósfera o el ambiente en general”. Su sanción se enmarcó en el conflicto que provocaron las iniciativas del gobierno de Carlos Saúl Menem para importar residuos tóxicos industriales de Europa para convertir a la Argentina en su sitio de disposición final. En su segundo artículo, la ley define en general y en particular qué sustancias deben calificarse como residuos peligrosos según sean sus características químicas y potencialidad para generar daño a los sistemas ecológicos. A su vez, también fue una de las primeras normas que incorporaron la prohibición de contaminación a nivel general, con conceptos avanzados para la época como la atmósfera y el ambiente.
A mediados de mayo de 2023, el Tribunal Oral Federal de Tucumán condenó a Luis Alberto Drube y Santiago Daniel Gasep, directivos del ingenio La Trinidad, por encontrarlos responsables de verter, en 2007, efluentes industriales en los ríos Medina —o río Chico— y Gastona, ambos parte de la cuenca Salí-Dulce. El fallo llegó después de que el Ministerio Público Fiscal (MPF) solicitara por tercera vez que los responsables de ese ingenio fueran condenados. Según el portal Colectivo La Palta, “este hecho marca un hecho sin precedentes en Argentina, ya que no había ocurrido antes que un juicio se haya tenido que realizar tres veces. Los dos debates anteriores obtuvieron sentencias absolutorias y fueron revocadas y anuladas en 2016 y 2019 por la Cámara Federal de Casación Penal”. También fueron condenados a pagar una multa de 100 mil pesos. El fiscal general subrogante Pablo Camuña y la auxiliar fiscal Valentina García Salemi habían pedido reparaciones por un monto cercano a los 100 millones de pesos.
Dos semanas después, el Tribunal Oral Federal de Santiago del Estero condenó a tres años de prisión condicional por el delito de contaminación ambiental al empresario Jorge Rocchia Ferro, presidente del directorio de la Compañía Azucarera Los Balcanes, y al gerente general de la firma, José Ramón Coronel, y les impuso multas de 100 mil y 85 mil pesos, respectivamente, por hechos ocurridos en 2011. Además, el tribunal ordenó, entre otras reparaciones, la construcción de un pozo de agua potable; una casa albergue docente; una fosa sanitaria; y un galpón para la práctica de actividades de los niños de la escuela del lugar afectado.
Es decir que, en términos de reparación, cada tribunal decidió adoptar caminos muy distintos. En Santiago del Estero se hizo lugar de manera parcial a la reparación integral solicitada por la acusación. En Tucumán el pedido de reparación integral del daño ambiental no llegó a buen puerto. Fue rechazado y solo quedó en pie la pequeña multa de 100 mil pesos.
En las dos causas, las y los fiscales habían pedido una “reparación integral” por el daño. Esa figura es tal vez la única que prevé nuestro sistema jurídico para atender una demanda de este tipo, a través de la Ley General de Ambiente 25.675 que, si bien es posterior a la Ley de Residuos Peligrosos, establece el marco general de interpretación sobre los derechos ambientales que el Estado argentino debe garantizar. Pero los casos que estamos analizando muestran que estas herramientas por sí solas no alcanzan, y el acceso a la justicia ambiental continúa siendo más un anhelo que una realidad.
En ambos casos judiciales, los componentes que estuvieron bajo la lupa fueron las aguas utilizadas para el lavado de caña y el enfriamiento de maquinarias, junto al desecho de mayor potencial contaminante, la vinaza. La discusión giró sobre si dicho compuesto debía o no ser definido como residuo peligroso. Ambos tribunales sentenciaron que sí, por sus características ecotóxicas y porque al momento de los hechos no recibía ningún tipo de tratamiento.
Uno de los testigos fue el histórico y actual secretario de Medioambiente de Tucumán, Alfredo Montalván, proveniente del alperovichismo. En el momento de las preguntas, un dejo de suspicacia invadió la escena. El funcionario admitió que él mismo había hecho lobby para “solucionar” las causas ambientales. Y expuso que desde el Estado provincial se buscó favorecer a las empresas con el fin de sostener la actividad que estructura económica y laboralmente la provincia. Las consecuencias sanitarias y el impacto ambiental te los debo. Las ganancias no se manchan.
Gustavo Masmud fundó la organización Ave Fénix, que interviene en el sur de Tucumán en defensa de la salud y el medioambiente. En su opinión, la decisión del tribunal en el caso del ingenio La Trinidad evadió por completo cualquier tipo de reparación. En cambio, piensa que en el caso contra el ingenio La Florida y Jorge Rocchia Ferro se logró una reparación para la comunidad del Palomar, como así también para la provincia de Santiago del Estero. También considera que en ninguna de las dos sentencias se abordó la necesidad de reparar el daño ambiental en sí mismo: el saneamiento necesario de realizar en la Cuenca Salí-Dulce no formó parte del objeto de ninguno de los dos fallos. Aún más grave en el caso La Trinidad: si bien la sentencia definió a la vinaza como residuo ecotóxico, se denegó la solicitud de la fiscalía de reparación del daño ambiental a través del fondo fiduciario de compensación que está previsto por ley.
Así, quedan en evidencia la impotencia estatal y los escasos recursos que hay para abordar la complejidad de estos casos. En nuestro país, las empresas no son plausibles de ser juzgadas. Sí lo son las personas con capacidad directiva o que tienen en sus manos la toma de decisiones, que repercuten en la vida y salud de la población y que muchas veces pueden comprometer la vigencia de los derechos humanos. Pero más arriba, allí donde cuesta alcanzar con la mirada, está ese poder real. Ese que logra que los procesos judiciales demoren los años necesarios para que la empresa ya no pueda responder con su patrimonio por el daño causado. Así, la posibilidad de reparación ambiental parece cada vez más lejana y dificultosa.
¿justicia ambiental?
Hace 24 años, Juan Carlos González, investigador del Instituto Miguel Lillo y entonces director de Medioambiente de la provincia de Tucumán, denunció ante la policía la contaminación en la localidad de Ranchillos. Según su planteo, era consecuencia del vertido de efluentes provenientes de la planta de secado que la empresa Minera Alumbrera Limited tenía en la zona. Raúl Pedro Mentz, gerente de Desarrollo Sostenible, y Julián Patricio Rooney, gerente comercial de Minera Alumbrera Limited, fueron procesados en 2016 y 2019 respectivamente por violación a la Ley de Residuos Peligrosos. La causa, como en el caso de las empresas azucareras, atravesó diversas dilaciones. Tanto así que todavía espera llegar a juicio, veinte años después de las primeras denuncias. Cuando repasamos la agenda pública de nuestra provincia en los últimos años, esta empresa no es una más. En 2008, exfuncionarios de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT) —incluido el exrector Juan Cerisola y el exdiputado nacional radical Luis Sacca— fueron denunciados por corrupción en el manejo de los fondos provenientes de las regalías que da la mina. El debate sobre los fondos de la mina La Alumbrera y su aprovechamiento por parte de la UNT es incluso actual. Los derechos de exploración y explotación pertenecen a Yacimientos Mineros de Agua de Dionisio (YMAD), una sociedad integrada por la provincia de Catamarca, la UNT y el Estado nacional. YMAD constituyó una unión transitoria de empresas con Minera Alumbrera para la explotación del yacimiento. Esa causa original, que comenzó en 2010, se dividió en dos partes. La primera, en la que procesaron a funcionarios de la UNT, se encuentra ante el Tribunal Oral Federal de Tucumán desde 2019, a la espera de que se realice el juicio. La segunda, en la que se investiga la responsabilidad de los empresarios, continúa en trámite, durmiendo el sueño de los injustos.
Como vemos, estos procesos tienen como característica compartida la dilación injustificada: los lobbies siempre juegan sus cartas; aunque no aparezcan, siempre están. Pero tal vez esta no sea la muestra más grande de ese poder que no se registra a simple vista. Muchos de los acusados lograron sortear la exposición pública por medio de juicios abreviados o probations. Una multa por aquí, compra de insumos por allá, la reforestación de unas cuantas hectáreas o la compra de una camioneta para algún municipio, y así todo pasa, mientras las condiciones de vida, las alteraciones a los ecosistemas y los problemas de salud de la población quedan.
Entonces la pregunta sobrevuela: ¿existe la justicia ambiental?
Este artículo forma parte del dossier de la fundación Andhes sobre empresas y DDHH, coordinado por Rodrigo Scrocchi y Sebastián Lorenzo Pisarello, elaborado en el marco del proyecto Responsabilidad Empresarial en América Latina, con la colaboración de revista crisis.