E s probable que el pueblo ya no sea como ellos lo recuerdan. Hablan de El Empalme, a 31 kilómetros de la ciudad de San Miguel de Tucumán, y sus ojos brillan con añoranza del pasado. La vida de campo en los años sesenta y setenta, los mates mientras se escuchan las noticias en la radio, el oficio de la caña de azúcar y el verde que rodea ese cruce de vías ferroviarias con agua dulce. Pero ahora viven aquí, en la provincia de Buenos Aires, en un lugar que no develaremos. En perspectiva, si sacan las cuentas, el tiempo que vivieron en El Empalme fue corto. Pero lo que ahí pasó hace más de cuarenta años define, hasta hoy, la cotidianidad de sus días.
Podría decirse que todo comienza con el secuestro y desaparición de Carlos Raúl Osores (26), el mayor de cuatro hermanos, alrededor de las 23.30 del 16 de septiembre de 1976. Los testimonios de Graciela, María Eugenia y Eduardo Osores -sus hermanos- se acumulan en el expediente “Actuaciones Complementarias de Arsenales Miguel de Azcuénaga CCD S/Secuestros y Desapariciones, Expte. n° 443/84 y conexos” investigado por la justicia federal.
Pero esta no es solo la historia de una desaparición. La vida de los Osores es un testimonio actual que atraviesa las luchas de los ingenios tucumanos, las revueltas estudiantiles y las diferentes formas de la clandestinidad, que enhebra dictaduras, democracia, lucha armada y un pasaje hacia la militancia popular. Unas vidas que permanecen, desde 2008, en el Programa Nacional de Protección a Testigos. A El Empalme no pueden volver.
aquellas revoluciones
Quizás para entender las derivas de esta historia haya que remontarse a los años sesenta. Hay que pensar en una familia que vive en un paraje rural, en una casa amplia con tejas, un zaguán, un jardín delantero con pinos y un horizonte de plantaciones de caña de azúcar. Hay que imaginar una provincia -Tucumán- que vive el esplendor de la industria azucarera. Hay que pensar en veintisiete ingenios que organizan la vida y la economía de miles de familias.
“Nosotros nacimos en un ámbito donde se hablaba y se discutía de política”. Eduardo Osores habla despacio. Tiene 72 años y está sentado en el medio de una biblioteca popular que ayudó a levantar con sus manos y que huele a libros viejos y a mate cocido. Es un rectángulo de madera, chapas y estantes infinitos que zigzaguean hasta el techo con libros de historia, biología o literatura. Está construida dentro de un galpón inmenso que supo ser depósito del ferrocarril y que estuvo abandonado largos años hasta que en 2007 fue recuperado como galpón cultural por un grupo de vecinos autoconvocados, entre ellos, Eduardo y Graciela.
Raúl Oscar Osores, el padre de los hermanos -que años atrás había sido candidato a diputado por el Partido Socialista- era un pequeño productor que trabajaba en el Ingenio San Antonio de Ranchillos como administrativo e inspector a caballo de los cargaderos. “En el 65 (…) hubo una súper producción de azúcar y bajaron los precios, los sectores de la oligarquía pegaron el grito en el cielo. Patrón Costas en Salta, los Blaquier en Jujuy y los Paz en Tucumán estaban enojados con los pequeños cañeros”, cuenta Eduardo.
Con el golpe militar de Juan Carlos Onganía en 1966, el empresariado azucarero consigue un decreto a la medida de sus intereses. El 22 de agosto de ese mismo año la dictadura que se hace llamar la “Revolución Argentina” cierra once, casi un tercio, de los ingenios tucumanos. Más de 50.000 obreros del azúcar quedan sin trabajo y la provincia alcanza un nivel de 15 puntos en desocupación. Más de 300.000 personas tienen que irse a buscar trabajo en otra parte, sobre todo a Buenos Aires. A pesar de la feroz resistencia con ollas populares, cortes de ruta, marchas, paros y sabotajes a las balanzas de caña, no logran revertir la medida.
Al poco tiempo Raúl Osores enferma de un ACV y no puede seguir trabajando. En el expediente judicial hay una nota manuscrita, firmada por Graciela y María Eugenia, donde explican que cuando él fallece, en marzo de 1974, el único ingreso familiar era el de Eduardo. Entonces, su madre, Inés Cecilia, empieza a vender sándwiches de milanesa en los cargaderos para aliviar la situación económica.
“El Operativo Tucumán (creado por la dictadura ante la desocupación) era limpiar las acequias, las calles, hacer casas de barro, pintar alguna escuela o dispensario, mi papá renegaba de eso porque los obreros del ingenio que tenían un oficio de años tenían que andar con la pala”, cuenta Eduardo, que trabaja un tiempo en ese programa hasta que le dan el pase a la Dirección de Rentas de la provincia.
Ya por ese entonces, tanto Eduardo como Carlos y otros jóvenes de la zona habían empezado a militar en la Agrupación Obrera de Avanzada de la Liga Comunista.
La universidad pública aglutina a estudiantes del noroeste del país e incluso de Bolivia, Perú y Chile. Con la herida abierta por el cierre de los ingenios, los estudiantes comienzan a batallar sus demandas sobre las becas y el aumento de cupos del comedor universitario.
Eduardo (19) y Carlos (20) forman parte de las revueltas conocidas como los “Tucumanazos” que se producen entre 1969 y 1972. “Fueron expresión del desarrollo político y organizativo que tenían los trabajadores y los estudiantes (…) si había un conflicto en un ingenio, en la citrícola, en una fábrica, enseguida -mientras estaban almorzando en la universidad- se aplaudía, se paraba el almuerzo y el compañero explicaba el conflicto (…) se llevaba la solidaridad y después se movilizaba en apoyo a los trabajadores”, recuerda Eduardo. Y sigue: “Vivíamos plenamente para la política (…) se planteaba la construcción del hombre nuevo que entendíamos que no era solamente el discurso, sino que era la práctica”.
En el libro El Tucumanazo, del investigador Emilio Crenzel, hay una foto en blanco y negro donde la juventud del quintazo (el Tucumanazo de 1972), sitiada por las fuerzas armadas, se entrega con las manos en la nuca, formando una fila. Ahí se ve a Eduardo, detenido por segunda vez, caminando hacia el carro de asalto del Regimiento 19 de Infantería de Tucumán.
espera en el zaguán
Con el Operativo Independencia la persecución política estatal y paraestatal de la Triple A se intensifica. “Sabían que mis hermanos militaban, nos tenían marcados”, dice Graciela. El 19 de agosto de 1975 secuestran a su primo, Víctor Hugo González, también militante de la Liga. Eduardo y Carlos pasan a la clandestinidad durante un tiempo. Se van a Buenos Aires y en la casa de El Empalme quedan su madre, Inés Cecilia, y sus hijas María Eugenia de 14 y Graciela de 15 años. Afrontan, en ese año, dos operativos. Las patotas de quince o veinte hombres armados llegan de noche, amenazan con tirar la puerta, les apuntan y exigen el paradero de los hermanos, la entrega de los libros y las armas que, supuestamente, esconden en la casa. En la primera entradera Graciela escucha decir “que entre la cuadrilla de Orce” y reconoce a Francisco “Pancho” Camilo Orce, de pie, en el zaguán. Era oficial subayudante y 2º jefe de la comisaría de Ranchillos. También, excompañero de la primaria de sus hermanos. Durante el primer operativo, Graciela sufre, además, violencia sexual.
Al tiempo, Carlos decide volver a Tucumán. Aún antes de irse, ya no habitaba la casa familiar. Era electricista y había trabajado en Construcciones Escolares de la provincia hasta su breve exilio. Estaba casado, tenía sus hijos y un hogar que extrañaba en la ciudad. Cuando vuelve consigue trabajo en la zafra y retoma el cuidado de su madre y hermanas.
En el expediente judicial, María Eugenia cuenta que, en ese momento, Carlos trabajaba de más para pagarle su fiesta de 15 años, que sería en 10 días. Ya tenía el vestido y las invitaciones. Pero la fiesta queda trunca. La noche del 16 de septiembre de 1976, Carlos, que había buscado a su madre en la estación del tren, se queda a dormir en la casa de El Empalme. Se lo lleva una patota, entre golpes, casi desnudo y con una sola zapatilla. Mario Oscar “el Malevo” Ferreyra, entonces policía y después comisario mayor, es quien espera -esa vez- en el zaguán de la casa.
del exilio y otras identidades
Hay un tren que cruza justo ahora la vía lindante al galpón. El centro cultural es un organismo vivo que se mueve al ritmo de ese piano y de esos adolescentes que ensayan movimientos cerca del escenario. “Mi vieja no se quería venir, se quería quedar allá (en Tucumán) pero después que se lo llevan a Carlos estuvo un mes sin poder dormir, creía que se iba a enfermar”, dice Graciela y saluda a los que pasan por la puerta de la biblioteca. A tres meses de la desaparición de Carlos, toman un tren hacia la provincia de Buenos Aires. “La casa quedó sola, abandonada. Al tiempo la vendimos”, dice.
Eduardo había asumido otra identidad desde 1975, la de Hugo Gerardo Salinas, nombre que llevará hasta 1987 y al que a veces, aún hoy, responde. “Había que construir una historia para la gente del barrio. A mi vieja le dijimos que tenía que decir que yo era hijo de otro hombre si le preguntaban, se ponía toda colorada”, dice Eduardo y se ríe. “Me cortaron el cabello, me dieron un documento que habían conseguido los compañeros en una de las tareas de expropiación, a nombre de Hugo Salinas, (…) me copiaron una identidad que ya existía e hicimos un censo en la zona donde este muchacho vivía para conocer el nombre y apellido del padre, de la madre, y así poder responder cuando había control (…) era parecido a mí”, cuenta.
Con una identidad clandestina, Eduardo se vincula en las tareas comunitarias del club del barrio. Llegada la democracia, acompaña otras demandas como la construcción de escuelas, salas de primeros auxilios o asfalto. Pero en los años noventa decide dar un paso más. “Por la presión de los milicos, los sectores de la derecha y conservadores de la sociedad, habían conseguido la obediencia debida y el punto final; después con Menem, el indulto. Entonces con los compañeros (…) que por diferencias no seguían militando en el PRT, nos planteamos la necesidad de hacer justicia con los asesinos de nuestros compañeros”.
justicia popular
La Organización Revolucionaria del Pueblo (ORP) fue una organización armada que existió entre 1989 y 1998. Se hace conocida por llevar a cabo, el 5 de abril de 1996, el único atentado cometido contra un genocida en democracia: disparan más de 20 proyectiles contra Jorge Bergés, médico torturador que atendía partos en la ESMA durante la dictadura.
“La idea era ejecutarlo, matarlo, después uno de los compañeros que participó da otra versión que no es real (...) Bergés era responsable, a los chicos nacidos en cautiverio los daban a los represores y a las compañeras las asesinaban (...) la intención era hacer justicia popular con él”. Cuando se le pregunta por qué aquel compañero da otra versión dice que “es un pequeño burgués” y que “tenía una necesidad de trascender y hacer de Robin Hood, quería darle un vuelco medio idílico a la historia”.
La ORP colgaba pancartas en las vías de acceso a la capital con dispositivos que estallaban al removerlas. Pequeños explosivos lanzapanfletos en los cajeros. También, en palabras de Eduardo, hacía “expropiaciones de camiones de caudales, atentados a la privatización de las empresas del Estado como YPF, sabotaje a los rieles del ferrocarril y expropiación de un registro civil para rescatar documentos para los vehículos que levantábamos”.
Cuando una parte de la ORP plantea la extorsión al empresario Alfredo Coto, salen a flote las diferencias entre sus miembros. Al empresario, dueño de una cadena de supermercados, lo amenazan con poner explosivos al azar en las sucursales a menos que deposite la suma de 400.000 dólares. Eduardo y otros deciden irse. “No estábamos de acuerdo porque era un peso pesado en la estructura del sistema capitalista en Argentina, era uno de los dueños del país, una tarea difícil”, dice. “Teníamos diferencias, (un grupo) queríamos hacer política de masas y seguir organizando a los trabajadores que son el sujeto que tiene que hacer la revolución, los sectores oprimidos por el capital, pensábamos que eso era más (importante) que la tarea militar, por eso nos fuimos”.
Pero el vínculo estaba creado. La primera detención de un miembro de la ORP se da en Uruguay en septiembre de 1996, al momento del cobro de la extorsión al empresario Coto. Eduardo dice que a pesar de las medidas de seguridad interna que habían tomado, los servicios de inteligencia tenían un registro de llamadas que lo conectaban con la organización.
El 7 de febrero de 1999, Página 12 publica que los fiscales Oscar Amirante y Guillermo Marijuan sospechaban que hubo una ORP paralela, infiltrada y movilizada por un sector de la policía federal o algún servicio de inteligencia y que actuaba como paramilitar. Esto debido a que el excadete militar, Francisco Benzi, se había adjudicado el atentado a Bergés en la Revista Noticias. Eduardo dice que se trató de una maniobra de los servicios para obligarlos a hablar en público y así descubrirlos, que no había una ORP paralela. No obstante, el 28 de agosto de este año, la periodista Luciana Bertoia, de Página 12, reveló la historia de “Isabelita”, la infiltrada de la Policía Federal Argentina en Madres de Plaza de Mayo y que, además, fue parte de los seguimientos a la ORP, organización que estuvo infiltrada por el Departamento de Protección del Orden Constitucional.
“La justicia popular que hicimos con Bergés la sigo reivindicando, no estoy arrepentido ni me río de lo que hicimos (…) El sistema en que vivimos es una democracia formal y lamentablemente (a) los asesinos, torturadores y genocidas, no hay posibilidad que se los juzgue porque en realidad (…) no tienen la decisión política de hacerlo”. Eduardo lo dice de forma pausada, mirando a los ojos y sin ningún titubeo.
¿Entonces la construcción del proceso revolucionario debe llegar, de forma indeclinable, de la mano de las acciones armadas? Él dice que no. “Las condiciones son diferentes, pero es necesario un partido revolucionario que se plantee seriamente la toma del poder. Tiene que haber una organización que sea fruto del desarrollo y la conciencia de los trabajadores y los oprimidos. Y para llegar a construir esa sociedad [socialista], necesariamente, se dará un enfrentamiento con el sistema capitalista que no va a entregar los privilegios por el mero convencimiento. Tiene toda la estructura de las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad para defender esa sociedad de privilegios”. En 1998, Eduardo es detenido y, al tiempo, condenado por los delitos de asociación ilícita, robo a mano armada y tenencia de explosivos y documentos de identidad ajenos, entre otros. Cumple cuatro años en Devoto. En el barrio, dice Graciela, corren la versión de que estaba de vacaciones.
la muerte del verdugo
Son los primeros días de octubre de 2008 y Graciela vive, de nuevo, en Tucumán, donde trabaja en un taller de costura. Por una urgencia familiar viaja, de repente, a Buenos Aires y justo ahí, el 10 de octubre, recibe una llamada de un hombre que se hace pasar por un juez y que la amenaza de muerte, a ella y a su familia. Es que en 2005 había declarado por primera vez sobre el secuestro de Carlos. Era la primera en denunciar al “Malevo” Ferreyra y a “Pancho” Orce en un operativo. Alguien, en el juzgado federal N° 1 de Tucumán, había filtrado su testimonio a los genocidas. “Se sabe que la amenaza viene de la Agencia de Seguridad de Pancho Orce”, cuenta Graciela. A los pocos días, ingresa con sus hermanos al Programa de Protección a Testigos.
María Eugenia y Eduardo reciben teléfonos celulares del programa como medida preventiva, pero deciden no irse de sus hogares. Graciela, por otro lado, está en mayor peligro y deberá dejar su casa durante 6 años, pasando de un lugar “seguro” a otro. “La pasé re mal porque estaba separada de mi familia (…) no podía hablar con nadie”. Dice que vivía, incluso, en hoteles alojamiento donde el ambiente era muy pesado. “Una vuelta no me acuerdo qué le dije a una (persona del programa) y me contesta: `si nosotros hubiésemos querido te hacemos desaparecer y nadie se iba a enterar´”.
El 21 de noviembre de 2008, mientras Graciela se desvanece en una clandestinidad legalizada, “el Malevo” Ferreyra, excomisario mayor, se atrinchera arriba del tanque de agua de su casa en San Andrés, a 16 kilómetros de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Horas después, rodeado de un operativo de gendarmería que llega para cumplir con la orden de detención e indagatoria por la desaparición de Carlos Osores, se mata de un tiro en la cabeza ante las cámaras de Crónica TV.
Orce, sin embargo, a pesar de los testimonios que lo ubican, al menos, en dos violaciones de domicilios y como partícipe secundario de dos casos de torturas agravadas durante el Operativo Independencia (uno de ellos, en perjuicio de la familia Osores) a lo que se suman acusaciones por amenazas y coimas a testigos, es sobreseído por el principio de la duda, en 2017. El poder judicial, que llega más de cuarenta años tarde, a veces decide que la palabra de los testigos no es suficiente.
home sweet home
Si bien Graciela continúa en el Programa -también sus hermanos-, en 2012 empieza a negociar una modalidad más amena para reencontrarse con su familia. Mientras tanto, en su localidad, la contaminación emerge con el olor nauseabundo y con diferentes enfermedades entre sus habitantes. La preocupación y el hartazgo son el germen de una nueva organización que Eduardo acompaña desde el principio y a la que Graciela, luego, se suma. Organización que después es pueblada, movilizaciones, asambleas y conquistas, que atraviesa conflictos durante el kirchnerismo y resiste los embates del macrismo. “Como militante y con todo lo que pasó en los setenta uno no se puede quedar de brazos cruzados”, dice Graciela.
La efervescencia del 2001, para Eduardo, es parte del motor que hace posible que los vecinos se organicen por la cuestión ambiental desde 2003 y recuperen el galpón en 2007 “ante la necesidad de tener un lugar donde se pueda reunir la Asamblea (…) y generar actividades culturales para darle lugar a la creatividad”, comenta. En el galpón cultural, en la actualidad, se organizan asambleas vecinales, pero también espectáculos, peñas, ferias de emprendedores y una huerta comunitaria. Se toma cualquier clase de baile, piano, acrobacia, pintura por 300 pesos y si alguien no tiene, lo mismo puede quedarse. Del galpón y de su lucha, por cuidado a los Osores, no se darán mayores precisiones.
Es 5 septiembre de 2022, faltan 11 días para que se cumplan 46 años del secuestro de Carlos y Graciela dice que es hora de contar su historia. Abre una caja llena de fotos en blanco y negro y muestra una donde ella y María Eugenia son dos nenas enojadas, en el campo, sentadas en un sulky. Hay recortes de diarios y cartas conmemorativas. Dice que ellos -los hermanos- ya están grandes, que si por ella fuera viviría de nuevo en Tucumán, pero con “Pancho” Orce libre además de tantos otros vecinos cómplices y seguidores de “el Malevo”, sabe que no podrá volver. “No sé si mis hijos, mis sobrinos seguirán buscando toda la verdad de lo que pasó en los setenta con Carlos y los 30.000, quería que se sepa, que no quede en el olvido”.
Eduardo dice que está bien así, en Buenos Aires, que se integra a la vida que le tocó. “Al comienzo el desarraigo es muy fuerte (…) pero después, en el marco de la conciencia de que hay que luchar contra este sistema injusto uno se incorpora en el lugar donde le toca” aunque “si tuviera que volver a Tucumán lo haría contento, sobre todo con lo que me tira en la vida de campo”. Contar lo que pasó tiene que ver, para él, con algo que decía Rodolfo Walsh: “Los dueños del poder quieren hacer desaparecer la historia militante de la generación de los años setenta, que se empiece de nuevo cuando hay compañeros y compañeras que dieron lo mejor de sus vidas por una sociedad justa”.
Atardece y el tren vuelve a pasar por el costado del galpón, detrás de la huerta y el traqueteo de las vías se confunde con la música de la clase de piano que desde hace unas horas acompaña la charla. Detrás de ellos, en la biblioteca, en la parte media de un estante, la foto en blanco y negro de Carlos Osores es el recordatorio gris de todas aquellas ausencias.