En el invierno de 1977 un ciego cantaba en el refugio de la estación Ramos Mejía: "camino de Pampa Bandera, lo esperan en una emboscada y en una descarga certera ruge en la noche la metrallada”. La letra repiqueteada del chamamé convocaba a los trabajadores que se refugiaban del primer frío matinal, algunos con el diario bajo el brazo, atraídos por el lazo sutil que hermanaba las noticias con el canto del ciego: “la pólvora entre los huesos se hizo ceniza en los pechos bravos. Isidro Velázquez ha muerto, enancado en un sapucay, pidiéndole rescate al viento que lo vino a delatar”.
Era el año de las emboscadas de la guerra sucia, pero el chamamé de Oscar Valles, El último sapucay, hablaba de otra emboscada, diez años atrás, cuando el primero de diciembre de 1967, Velázquez moría alcanzado por las balas policiales en el monte chaqueño y se abrían aún más las puertas de su leyenda.
“Desde hace un año comencé a preocuparme seriamente por el ‘caso de Isidro Velázquez’ -escribía en 1968 el sociólogo Roberto Carri—. Velázquez y Gauna (se refiere Carri a su lugarteniente) eran más populares que nadie en la provincia del Chaco, su fama traspasaba las fronteras provinciales y se hablaba de ellos en todo el monte chaqueño, hasta el Paraguay. Las razones de la supervivencia estaban -ya en ese momento no tenía ninguna duda- en el apoyo general de las masas rurales”.
Isidro Velázquez nació el 15 de mayo de 1928 en Mburucuyá, Corrientes, hijo de Feliciano y Tomasa Ortiz. El año 1961 lo encuentra con su mujer y sus cuatro hijos en Colonia Elisa, Chaco, donde trabajaba como peón rural. Tanto allí como en La Verde, Selvas del Río de Oro, Laguna Blanca y Laguna Limpia, Zapallar, La Escondida, Lapachito y otros parajes del norte se lo tenía como el mejor baqueano, rastreador y cazador de los esteros y los montes.
Ese hombre alto, delgado, de rostro enjuto y mirada penetrante que era aceptado como buen vecino, asistía a las reuniones periódicas de la Cooperadora Escolar de Colonia Elisa hasta que, por alguna razón no muy clara, comenzó a ser hostigado por la policía. En su prontuario figuran tres causas abiertas en 1961 por robos y hurtos, y una cuarta por evasión. El jefe de sus cazadores en persona, capitán Aurelio Acuña, no ocultaría su sorpresa tiempo después, por la forma en que un hombre que durante más de treinta años había sido “humilde pero honrado”, se había convertido en un “peligroso delincuente”.
En el Chaco, las opiniones están furiosamente divididas. Las autoridades aseguran que esos primeros delitos fueron reales, pero la gente dice que no, que Veláquez sufrió un hostigamiento injustificado de la policía que culminó con el encarcelamiento, su fuga y el comienzo de la historia de “El Vengador”. Se dice que la persecución se originó en un problema familiar porque, a contramano de su forma de ser, nunca más tomó contacto con su mujer y sus hijos, ni les hizo llegar ayuda económica.
fuera de la ley
Más allá de cualquier razón, queda claro que cuando Velázquez escapó de la cárcel de Colonia Elisa ya había tomado la decisión que lo empujó hacia el monte, tras las sendas que veinte años antes habían transitado Zamacola, Bairoleto y el famoso Mate Cosido.
Pero no solamente lo protegieron la vegetación y la geografía indómita del Chaco. Miles de peones golondrinas habían emparentado su impotencia con la rebeldía de “El Vengador”. Muchos provenían, como él, de Corrientes, otros de Santiago del Estero y Paraguay y, arrojados a su suerte, ni podían regresar a sus hogares ni encontraban trabajo debido a las secuelas de la crisis del tanino y al comienzo de la crisis algodonera que los condenaba a deambular por la provincia sufriendo las miserias de la desocupación.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el descubrimiento del extracto de mimosa en África Oriental, como sustituto del tanino, coincidió con el progresivo agotamiento de los quebrachales del sur chaqueño. Los obrajes, que trabajaban para la misma compañía inglesa que había descubierto la mimosa africana, comenzaron a cerrar. En 1960 quedaban sólo unos pocos en el norte.
La población, que había aumentado vertiginosamente entre 1920 y 1947, de 46 mil habitantes a 431 mil, se estabilizó llegando a 530 mil en 1960. Grandes contingentes de paisanos emigraron en ese período hacia las villas miserias de las capitales y otros fueron reabsorbidos por el desarrollo de cultivos industriales como el del algodón. Pero así como el hachero es esclavizado en los obrajes, en los algodonales el trabajo es temporario, con un régimen agotador y en condiciones de vida miserables. La situación empeoró aún más cuando en 1964 la crisis del algodón se descargó sobre el Chaco y de las 400 mil hectáreas sembradas ese año, sólo llegaron a 278 mil en 1967.
Es entre los hacheros desocupados, los golondrinas y los indígenas, donde Isidro Velázquez encontró refugio cuando se alzó contra la ley junto con Claudio, su hermano menor.
La revista Así tabulaba por esa época: “Famosos por su puntería, los dos hermanos usaban para hacer fuego indistintamente ambas manos. Sus revólveres, calibre 38 largo, que llevaban bajos, al estilo de los pistoleros del cine americano, disparaban plomos certeros. En su prontuario iban anotándose nuevos pedidos de captura por robos, homicidios y atentados a la autoridad”, y agregaba: “Ambos se desplazaban cómodamente por todo el territorio chaqueño, protegidos por el monte, amparados en los rancheríos humildes donde entregaban a los necesitados parte de lo que obtenían en sus atracos espectaculares”.
El 25 de junio de 1962, los hermanos fueron sorprendidos en una picada en las afueras de Colonia Elisa por una patrulla policial armada con carabinas, metralletas y pistolas. Los Velázquez respondieron el fuego con un Winchester y revólveres, eludiendo el cerco a pesar de la superioridad numérica de sus perseguidores.
Tres días después aparecieron en Colonia Popular y protagonizaron un tiroteo a caballo frente al destacamento policial. Un mes más tarde, el 23 de junio, irrumpieron en el bar del chino Chou-Pin, de Colonia Elisa, y se llevaron ocho mil pesos, “una radio a transistores, linternas, bebidas, alimentos envasados y también fiambres”.
El 25 de ese mes atracaron al estanciero José Vicente Barrios y el 12 de agosto irrumpieron en el almacén de ramos generales que regenteaba Antonio Marcelino Camps en Lapachito, a dos cuadras de la comisaría. Desmontaron frente al almacén y se dirigieron a paso seguro hasta la caja que atendía Teresa Octaviana, la hija del dueño.
“¿Vos, Isidro? -dijo la muchacha- no es posible que nos hagas esto”. Mientras hablaba intentó sacar un revólver pero Claudio la derribó de un culatazo. Se produjo luego un tiroteo donde murió un vecino y, cuando ya se retiraban, desde la trastienda salió Jorge Anastasio Camps, el otro hijo del dueño, disparando su pistola. Isidro no quiso usar su arma. Habían sido compañeros de la escuela primaria y juntos habían salido a cazar más de una vez. Pero Claudio respondió el fuego y el hombre se desplomó con un balazo en la cabeza.
La infatigable persecución de la policía ya estaba en marcha pero los hermanos no se escondían, “visitaban los boliches, a sus amigos y se exhibían por las calles de Colonia Elisa, La Verde, Zapallar, Colonias Unidas, La pachito, Plaza y La Escondida sin que nadie se atreviera a denunciarles”, aseguraba la revista Así.
El sociólogo Roberto Carri, en su libro Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia, publicado en 1968, decía que “la comunidad rural indígena y criolla se expresa colectivamente en la identificación con Velázquez. Debido a su situación de despojo y su ‘retraso’ cultural, se identifica con el hombre que expresa un poder antagónico al régimen”. Pero más adelante advierte que “hay que distinguir entre el papel que juega realmente el rebelde para el pueblo que lo protege, y su anecdotario particular (el de Velázquez) que puede o no coincidir con la imagen que de él se tiene y que provoca la identificación con el proscripto”. Carri reniega de la “sociología desarrollista" y de los “marxistas Victorianos” que califican las acciones de los hermanos como propias de bandoleros. Define a Velázquez como “rebelde” y a esos sociólogos como “bandoleros sociológicos”.
el poncho rojo
Dos semanas después del asalto al almacén de Camps, los Velázquez atravesaron un tronco sobre la ruta 16 que une Resistencia con Sáenz Peña y asaltaron a un distribuidor de cigarrillos y a un viajante de comercio.
Claudio Velázquez tenía un año menos que Isidro, usaba sombrero paisano con ala ancha y ladeado sobre la derecha; solía entrar a los pueblos con su inseparable poncho colorado. “Me da suerte, si lo pierdo seguro que me atravesarán de un balazo”, bromeaba con sus amigos.
Entre marzo y abril asaltaron a un acopiador de granos y a un agricultor. Una comisión policial encontró sus huellas cerca de Colonia Elisa y salió tras ellos, los Velázquez los aguardaron en Legua 54. Los policías Juan Cerlinguer y Salvador Cabrera resultaron heridos. Al abandonar el lugar a caballo, Claudio perdió su poncho e Isidro se llevó un balazo en la pierna.
Desde la capital chaqueña y localidades cercanas llegaron policías de refuerzo, pero las patrullas se empantanaron en los grandes esteros de la zona. El 22 de abril de 1963, La Razón titulaba: “Están cercados en un islote del Chaco dos hermanos bandoleros”. Isidro y Claudio huían en un solo caballo entre pantanos y pajonales y en un sendero del monte se cruzaron con un anciano y su nieto. Isidro les dio diez mil pesos por el caballo y el anciano les indicó dónde estaban apostadas las patrullas. Así pudieron burlar a sus perseguidores.
El 21 de mayo Claudio decidió festejar el cumpleaños de Isidro y tomó por asalto el paraje de Costa Guaycurú. Ocupó la carnicería y el almacén y convocó a los vecinos: “Tomen lo que quieran -les dijo- los hermanos Velázquez invitan y pagan. Quiero saber si la policía se anima a venir a buscarme”. La bravata saldría cara: Wenceslao Ceníquel, comisario, de Zapallar, reunió a sus hombres y marchó a Costa Guaycurú. Dos policías fueron heridos en el tiroteo pero allí murió Claudio atravesado de un balazo. Hubo otra víctima que en un primer momento se identificó con Isidro, aunque dos días después las autoridades debieron informar: “El Vengador” se había escapado otra vez, el otro caído se llamaba José Tolentino Vega.
Durante un año Isidro permanecería inactivo. Por razones opuestas, la policía y los paisanos esperaban su reaparición. Aunque algunos comentarios lo ubicaban en Formosa su paradero fue una incógnita.
la vuelta de isidro
Lo que nadie esperaba era que Isidro Velázquez apareciera justo allí, donde habían matado a su hermano. En 1964 se asomó en Zapallar, más descarnado, dispuesto a todo y con la compañía de Vicente Gauna. Dio un golpe certero y ambicioso y se ganó el mote de “El Vengador”: secuestró a los hacendados Carlos y Gabino Zimmerman, cobró un jugoso rescate y regresó a la espesura.
Los paisanos y los indígenas preferían separar la imagen de Isidro de los hechos de violencia más brutales y gratuitos. La leyenda discrimina rigurosamente la actitud de Isidro cuando asaltó el almacén de Camps y prefirió arriesgar la vida antes de responder el ataque del que fuera su amigo. Existía un punto en el que la violencia perdía legitimidad ante los ojos del pueblo, algo que quizá no pudieron discernir con claridad quienes más tarde reconstruyeron esa historia. Los que sí cargaban las tintas eran sus perseguidores que le achacaban la mayoría de los crímenes y violaciones que se cometieron en la zona durante esa época.
La diferenciación entre Isidro y sus lugartenientes es más marcada desde que aparece Vicente Gauna. Isidro había sido un hombre honesto hasta después de los treinta años y fue empujado por la injusticia fuera de la ley. Gauna cargaba con una carrera delictiva iniciada en la adolescencia y poseía un carácter violento e irracional. En sus relatos los pobladores ponían especial énfasis en destacar que la intervención de Isidro ante su hermano Claudio o ante Vicente Gauna había evitado violencias innecesarias y salvado vidas.
La presencia de bandidos alzados contra la ley, como Zamacola, Bairoleto y Mate Cosido fue común y popular en los ’30 y ’40 en el Chaco. Velázquez le daba continuidad a estas figuras míticas en un país distinto que creía imaginar haber encontrado el regazo protector de la tecnología y el modernismo. Sus aventuras, contadas en Buenos Aires por La Razón, Crónica, Así o Gente, colisionaban con una sociedad que se deslumbraba con los happenings del Instituto Di Tella. Dos países paralelos en vísperas del golpe de Estado de Juan Carlos Onganía y el Cordobazo.
el payé de los esteros
En 1965, la fama de Velázquez y Gauna se extendía por todo el Litoral. El “payé”, la magia de los dioses ancestrales de la selva y los esteros, protegía a Isidro y las puntas de su pañuelo lo orientaban entre los montes y los pantanos y señalaban el lugar donde se ocultaban sus enemigos.
Por entonces la población los cree invencibles; el sapucay de Isidro Velázquez detiene a quien lo enfrenta, su mirada paraliza. Cierta vez Isidro venía huyendo por el monte y sus perseguidores, guiados por un baqueano conocedor, organizaron la emboscada donde suponían que abandonaría la espesura. El destino quiso que el proscripto se encontrara frente a frente con el baqueano a quien se le trabó el arma o no atinó a disparar. Recriminado por sus superiores, el hombre balbuceó atragantado que Isidro le había hecho mal de ojo y que se había quedado duro cómo una estaca.
El 7 de septiembre de 1967, la revista Gente entrevistaba a uno de los policías que se aprestaba a salir tras Velázquez.
“¿Ustedes creen que lo van a apresar?” pregunta el periodista.
“No, es imposible -contesta el agente— Estoy seguro de que por más que le tiremos, las balas no van a entrar. Ustedes saben que el agente Mieres vació su pistola y no hubo caso. Después, Velázquez, con un solo tiro, le atravesó el corazón”.
“Entonces ¿está convencido que, si se topa con ellos, usted es hombre muerto?”.
“No sé si me va a liquidar. Él le saca dinero a los ricos para repartirlo con un pobre. Y yo gano catorce mil pesos por mes... Si llego a toparme con ellos en el monte, creo que les diríaque maten a un hacendado, no a mí, justamente”.
la "operación fracaso"
A mediados de 1966 los fugitivos merodeaban en la zona de Selvas del Río de Oro. Asaltaron el pueblo de Laguna Limpia y Gauna mató al alcalde Antonio Ponzardi después de robarle. A principios de 1967 secuestraron a los estancieros Agustín Guissano primero y a Antonio Persogüa después. Cobraron tres millones de pesos por el rescate de cada uno.
Persoglia, de ochenta años, permaneció un día y medio en poder de los proscriptos. Una vez libre declaró que había hablado largamente con Isidro Velázquez y que tenía de él “muy buena impresión”. El anciano preguntó a su secuestrador por qué no abandonaba esa “azarosa vida”, Velázquez respondió que “no le gustaba matar” pero que “ya era tarde”, estaba “jugado” y contaba con “el poderoso aliado de los montes para sobrevivir”.
Los miembros de la Sociedad Rural chaqueña se impacientaban; las andanzas de Velázquez y Gauna y la popularidad que tenían entre los paisanos ponían en peligro sus vidas y la paz social. Los estancieros ofrecieron entonces una recompensa de dos millones de pesos “a toda persona que entregue a estos delincuentes de cualquier forma o suministre información concreta que permita su detención”. Pegaron carteles con esa leyenda y con sus fotos que aparecían en las paredes de los poblados, en los troncos de los árboles, en pulperías, almacenes y prostíbulos. Para ser más convincentes se pregonaba que Velázquez y Gauna habían violado “a las hijas menores de Villordo de Tacuruzal; Genes en Selvas del Río de Oro; Maciel en Laguna Blanca; Aguirre en Laguna Limpia”. Aunque en él prontuario policial no figuraba ninguna de las acusaciones que denunciaba el cartel.
El flamante jefe de la policía provincial, capitán (RE) Aurelio Acuña, se puso a la cabeza de una movilización sin antecedentes: ochocientos policías bien armados y con perros salieron en persecución de los fugitivos; cortaron caminos, tomaron poblados, rastrillaron picadas y pajonales. Luego de cobrar el rescate de Persoglia, fueron localizados en General Obligado. El pequeño ejército se dirigió prontamente hacia ese lugar. Velázquez y Gauna emboscaron a una de las patrullas y dieron muerte al agente Juan Ramón Mieres, pero quedaron rodeados durante quince días por el cerco policial. Sin embargo, el terreno cubierto era demasiado amplio y desconocido para las patrullas; otra vez el “payé” de los esteros metió la cola y Velázquez y Gauna consiguieron infiltrarse entre las líneas de sus perseguidores, dirigiéndose hacia el norte, el terreno que mejor conocían, hacia Makallé, La Verde, La Escondida y Lapachito donde sostuvieron un nuevo tiroteo.
El 8 de julio el Poder Ejecutivo destinó 99 millones de pesos a la provincia para equipar a la policía. Era tarde: Velázquez y Gauna habían ganado el monte y se movían entre los suyos. El 16 de julio, La Razón titulaba: “Mediante ayuda, los delincuentes Velázquez y Gauna habrían eludido el cerco policial”. La operación más grande de la policía del Chaco había fracasado y se disolvió vergonzosamente en la espesura de los esteros. Pero la historia de los fugitivos se aproximaba a su fin.
el puente de la traición
Tras la “Operación Fracaso”, como la bautizaron los paisanos, Velázquez y Gauna se instalaron en Quitilipi, cerca de una reserva toba cuya población los alimentaba y protegía. Desde allí comenzaron a preparar el asalto a la sucursal del Banco de la Nación en la localidad de Machagai. Esta vez la policía se les adelantó; detectaron posibles contactos y convencieron a dos de ellos, una maestra y el cartero, para que entregasen a los fugitivos. Como explicaría pomposamente el capitán Acuña “el procedimiento final con los resultados ya conocidos no fue, en absoluto, producto de improvisaciones o de la casualidad, sino la consecuencia lógica de un plan elaborado con inteligencia”.
La maestra, Leonor Marinovich de Cejas, de 40 años, dijo que había decidido capturar a Velázquez para cobrar la recompensa junto con el cartero Ruperto Aguilar. Los pobladores de Machagai aseguraban que no había sido así, que la maestra era amiga de Velázquez desde mucho tiempo atrás y había colaborado con él en otras ocasiones. “Isidro nunca hubiera confiado en una desconocida” decían y aseguraban que su traición obedeció a la presión policial.
Al anochecer del primero de diciembre de 1967, la señora de Cejas y Ruperto Aguilar debían trasladar en el Fiat 1500 de la maestra a Velázquez y Gauna desde Quitilipi hasta Machagai. Velázquez se ató un pañuelo a cuadros en el cuello, se calzó un cinturón con balas y salió en paz con su Winchester y una 38. Al llegar al puente de Pampa Bandera la maestra simuló un desperfecto y detuvo el auto. Así lo había convenido con la policía. Treinta hombres, entre los que también había civiles armados hasta los dientes, aguardaban emboscados junto al camino.
El cartero y la maestra bajaron del auto y se desató un tiroteo infernal, más de quinientos balazos cruzaron el aire en pocos minutos. Gauna alcanzó a herir a Aguilar en una pierna y cayó fulminado. Pero Isidro ofreció resistencia con su Winchester. Hirió al cabo Santos Medina, se tiró del auto y se abrió camino a tiros casi trescientos metros en dirección al monte. La oscuridad cubrió al fugitivo, sus cazadores, desesperados, iluminaron el lugar con los faros de sus autos y vieron a Isidro empuñando su carabina, herido en una pierna y en un hombro y a punto de alcanzar la arboleda. Isidro dio vuelta la cara, deslumbrado, y cayó atravesado por la descarga cerrada de sus perseguidores.
El capitán Acuña proclamó su victoria; el primero de diciembre fue declarado día de la policía del Chaco y el automóvil fue acondicionado como monumento provincial. Pero la población humilde lloró la muerte de Velázquez. Hombres y mujeres peregrinaron hasta el árbol junto al cual había caído y también marcharon hasta su tumba en Machagai donde depositaron ofrendas.
Las autoridades decidieron entonces quemar el árbol y borrar las señas de la tumba. El chamamé lo registra: “sin una vela encendida, sin una flor a su lado, sin una cruz en la tierra, hay dos sueños sepultados”; aún así son muchos los paisanos que todavía hoy conservan como reliquias astillas del árbol de Pampa Bandera y las tumbas NN de Machagai son hasta hoy objeto del culto popular. El chamamé de Oscar Valles recorrió todo el país: “La muerte apagó la risa del sol que ardiente duerme en el Chaco, porque Machagai se ha vuelto un llanto triste de sangre y barro”.
El gobierno de Onganía prohibió el chamamé. En ese momento el sociólogo Roberto Carri se sentaba a escribir su libro, sin pensar que diez años más tarde, en 1977, mientras un ciego volvía a cantar “El último sapucay”, sería secuestrado convirtiéndose en un desaparecido más de la dictadura.
Otros diez años después, en 1987, el ciego sigue cantando en Ramos Mejía mientras Los Ivoty, el conjunto chamamecero más popular, difunde otra canción dedicada a Isidro Velázquez, “El puente de la traición”. La maestra perdió su automóvil y jamás pudo cobrar la recompensa, el cartero fue detenido en 1982 por comandar una banda que robaba ruedas de auxilio a los camioneros. Hoy, en las bailantas del Litoral y de Buenos Aires, cuando se canta “Vibra la selva chaqueña bajo el clamor de un valiente, que va cayendo doliente gritando su rebelión” brota el sapucay de los bailarines. Un grito que puede ser de guerra, de vida o muerte, de tristeza o alegría, o de todo eso al mismo tiempo.