Hace algunos años, las reuniones en la revista crisis parecieron adelantarse a la virtualización de los encuentros que provocó la pandemia. Hernán Vanoli, uno de nuestros editores, estaba viviendo transitoriamente en Iowa, región Medio Oeste de Estados Unidos, y solía conectarse a las reuniones del equipo editorial a través de videollamadas. Esas comunicaciones padecían las mismas inclemencias tecnológicas que hoy naturalizamos a fuerza de zoom, meet y otras plataformas de la conversación grupal: desconexiones imprevistas, confusión sobre el turno para hablar, fallas en los micrófonos, sonido e imágenes repentinamente congelados. También nos mandaba fotografías donde aparecía envuelto por una campera rellena de pluma de ganso, sacando con una pala toneladas de nieve en la puerta de su casa. En alguno de esos tantos intercambios a la distancia, nos habló de su nueva pasión: la taxidermia. Varios tuvimos que recurrir a google para saber de qué hablaba. Y temimos por el repudio de nuestra comunidad vegana de lectores, pero él nos aclaró que por una cuestión de principios solo trabajaba con animales muertos en accidentes viales. Durante una de aquellas conversaciones, alguien dijo: “Ya sabemos el tema de la próxima novela de Hernán”. Y acertó, aunque en parte, porque Arte Folk Americano, la nueva novela de Vanoli, trata sobre la taxidermia pero también sobre mucho más. Aquí seleccionamos tres extractos, a modo de adelanto:
Trance
Cada vez que la sueño, mi muerte ocurre a bordo de un automóvil. La mayoría de las veces manejo un sedán, de contramano, en un bucle de autopista. Todo es rápido y plateado; el sueño termina en la transición hacia un mundo saturado por una luz lechosa y al mismo tiempo mineral.
Soñaba mi muerte motorizada incluso desde antes de haber estado a punto de matar a una ex pareja a quién amé con locura, a una amiga suya y al novio de su amiga en un accidente automovilístico. Iba manejando por la ruta nacional número 152 de regreso desde la Patagonia argentina. Era una línea recta sin horizonte, rodeada de desierto y de automóviles oxidados y de calaveras de animales. Volvíamos de unas vacaciones de invierno en una cabaña cercana a Villa La Angostura. Yo había dormido bien, había tomado café, en el estéreo del auto sonaba Michael Jackson. Sin darme cuenta entré en trance. No estaba dormido, pero tampoco despierto. El universo flotaba en un tímido eje de oscilación gaseosa. Hubo un temblor; había mordido la banquina. En un acto reflejo hice lo imperdonable: intenté acomodar el automóvil a la aridez agujereada de la ruta. El auto giró en tres trompos, cruzó por el carril de enfrente y volcó del otro lado, raspando la llanura cenagosa, a unos siete metros del pavimento.
Desde entonces, en todos y cada uno de mis viajes en automóvil ingreso en un trance similar al que precedió a aquel accidente: anticipación y reconstrucción. Volvió a suceder en mi primer regreso desde West Burlington a Iowa City. No había sacado pasaje de vuelta y Jake dijo que podía llevarme. Mis animales iban en el baúl de la camioneta. Me agradaba la idea de que, vista desde afuera, la van de Jake pareciese el vagón de una antigua caravana itinerante perteneciente a un circo de pueblo. Intenté conversar para mantenerme despierto. En algún momento Jake comentó que durante la temporada de ciervos el estado de Wisconsin tenía trescientos mil cazadores activos, lo que, según calculé después, representaba una cantidad de hombres armados que superaba al ejército argentino. Sin embargo, según Jake, la caza furtiva no era un problema demasiado grave. Le confesé que no entendía cómo una persona acostumbrada a cazar podía resistirse si se encontraba con un animal en medio de la naturaleza y nadie la veía. ¿No era su primer impulso disparar? Jake respondió que no. Para darme un ejemplo, dijo, iba a contarme su primera experiencia.
Jake tendría nueve años, su hermano seis, su primo siete. Habían salido de caza junto a su padre y su tío. Antes de la expedición habían tenido que hacer un curso infantil de seguridad para el manejo de armas. Sabían dónde pararse, cómo apuntar y, lo más importante, sabían manejar los seguros y cómo comportarse si se encontraban en el bosque con otros cazadores en actividad. Estaban excitados y expectantes, querían cazar su primer ciervo. Pero habían pasado cuatro días seguidos acampando y si bien habían visto zorrinos, mapaches e incluso un zorro, no habían podido asesinar a ninguno a sangre fría. Jake ya me había dicho varias veces que su padre apestaba como cazador. Su tío, al parecer, no tenía mejor suerte. Tras haber comido salchichas asadas, sopa de cebollas, malvaviscos a la brasas y tras haberse bañado en los lagos, se disponían a regresar a casa. Tenían confianza en que la cacería se daría el próximo año.
Volvían en la camioneta hacia la ciudad de Green Bay, Wisconsin, de donde eran originarios los Packers, el equipo de fútbol americano favorito de la familia. La primavera comenzaba a esconderse para dar lugar a las brisas más cálidas del verano, que llegaban junto a la creciente desfachatez de las ardillas y el inaudible tintineo de las mariposas que en esporádicas bandadas se refugiaban en lo alto de los pinos. En el asiento trasero, los tres niños jugaban a las adivinanzas. Apenas habían terminado de superar una curva algo sinuosa cuando aquel ciervo se cruzó en el camino. La colisión fue inevitable, y el temple experimentado del padre de Jake logró que la camioneta no se orientara hacia el precipicio sino hacia la zona más plana que se extendía en el bosque, casi media milla antes de una profunda quebrada. Tanto Jake como su hermano y su primo tardaron en darse cuenta de lo que había sucedido. Creyeron que, en el peor de los escenarios, se trataría de una cubierta pinchada.
El ciervo yacía malherido a pocos metros del capot abollado de la camioneta. Lo primero que hizo el tío de Jake fue revisar que el radiador no se hubiera averiado. Mientras tanto el padre de Jake se acercó a comprobar qué había sucedido con el animal. Era un hermoso especímen, con nueve picos en su cornamenta y una cola tan blanca que daban ganas de quedarse dormido sobre ella. No hacía falta ser médico ni veterinario para darse cuenta de que las heridas eran mortales. El padre de Jake acarició esa cabeza de grueso pelaje beige surcado por esporádicas hileras de pelos grises, con motas que parecían salpicaduras de lavandina en el lomo. Los niños bajaron del auto. Querían verlo todo, y a medida que avanzaban pudieron sentir el olor de la sangre. Los mayores les ordenaron que se detuviesen pero los niños no obedecieron. La pose en que había quedado el ciervo les produjo ganas de llorar. Acaso por ser el mayor, Jake comprendió que no quedaba otra opción que la piedad. Su hermano volvió a la camioneta, se subió en la parte delantera y espió el desarrollo de la situación desde ahí. Su primo fue a abrazarse a las piernas del padre.
Hubo un instante de silencio, de empatía sagrada, una comunión en la cual todos los pensamientos se interrumpieron no por la presencia de la muerte, que lo impregnaba todo, sino por una plegaria compartida y silenciosa. Luego el padre de Jake tomó las riendas de la situación. Se acercó a su hermano y conversaron en voz baja. No podían dispararle, porque hacer eso significaría que en cierta forma lo habían cazado y contravendría a las leyes del estado de Wisconsin. Cualquier patrulla podía cruzar por aquella ruta o podrían encontrar luego el cuerpo del ciervo, y era posible que suspendiesen sus licencias de caza de por vida.
El tío de Jake sacó uno de los cigarrillos Pall Mall que guardaba en su cartuchera de cuero, lo encendió. Pidieron a Jake y a su primo que regresaran a la camioneta. Ambos obedecieron. Una vez adentro, Jake intentó consolar a su primo y también a su hermano que, a volumen muy bajo, había vuelto a encender la radio. Desde la cabina vieron como los adultos iban hacia la parte posterior del vehículo. Allí estaba la caja de herramientas. El tío y el padre de Jake hicieron un estruendoso ruido al cerrar aquella caja de chapa y avanzaron hacia el ciervo. Uno de ellos llevaba una frazada vieja; el otro un gran martillo.
Esa mujer
Mientras me formaba como taxidermista solía buscar en internet la obra de diferentes artistas argentinos. En aquella época llegué a una nueva lectura sobre los trabajos de Daniel Santoro, a quién con anterioridad, y equivocadamente, había catalogado como un pintor complaciente con el poder. Al volver a revisar su obra y a la luz de mis experiencias con los animales muertos comencé a sentir una profunda y tierna admiración. Entendí que Santoro no era un pintor de la corte sino un investigador sobre la propaganda política y sus fronteras con lo sagrado. Deseaba inspirarme en sus pinturas para algunos de mis futuros monumentos a los animales de compañía. En mi libreta encontré algunas notas sobre el cuadro titulado Eva Perón concibe a la República de los Niños que condensan sensaciones que tengo sobre su obra.
“Eva reposa acostada en una suerte de mausoleo. Su vientre embarazado contiene una serie de castillos que representan a la República de los Niños . Como en varios tramos de la obra de Santoro, el momento del ocaso está habitado por una futura redención; el conflicto pervive como el eco de un paraíso perdido y no como un horizonte a conquistar. El mausoleo del cuadro, a primera vista, es similar al de Lenin en la Plaza Roja, pero en forma principal abreva elementos del de Ho Chi Minh, ubicado en Hanoi. Recostada en su féretro Eva parece muerta, pero al mismo tiempo conserva una inocultable panza de embarazada. Las paredes del mausoleo están rayadas, como si una bestia hubiera permanecido enjaulada allí durante un tiempo, hubiera fecundado a Eva y después se hubiese evaporado. O quizás, pensándolo de otro modo, Eva se la había comido. Por su parte, su rostro es bello y enigmático. Al mirarla uno tiene la impresión de que se hace la dormida. Eva había sido embalsamada, y luego su cuerpo había sido robado y vejado por la dictadura militar. De fondo, en la pintura, puede verse el espacio infinito. Eva Perón concebía a la República de los Niños en medio de la más profunda noche.”
De regreso me enteré de que Amalia y Juan, mis dos abuelos paternos, habían muerto con cinco días de diferencia mientras yo estaba en Japón. Mi abuelo no había podido soportar la pérdida de su compañera de vida. Habían estado casados por más de medio siglo. Unos meses después, cuando junto a mi ex mujer y a Juana nos mudamos al departamento donde mis abuelos habían pasado sus últimos años, encontré una caja, atada por cintas rojas, verdes y amarillas, que contenía parte de la correspondencia que ellos se habían enviado durante un lapso en que mi abuelo había tenido que quedarse trabajando en Coronel Pringles mientras mi abuela permanecía en la capital.
Me había despedido de mi abuela desde el aeropuerto de Ezeiza con una breve conversación telefónica donde le había prometido traerle una espada samurai. Yo sabía que vendían unos paraguas con mango de espada, y le compré uno que nunca pude darle. No había sido posible hablar con mi abuelo porque usaba un audífono que interfería cualquier llamada de sonidos de acople.
En el entierro de mi abuelo se me hizo palpable que había llegado tarde a la muerte de ambos. Era un día de sol. Yo usaba pantalones y un sweater de hilo negros y anteojos también negros. Estaba bastante mareado y no había querido que mi ex mujer me acompañara. Recuerdo las facciones hinchadas, descompuestas y más parecidas entre sí que nunca de mi tía y de mi padre, como si el dolor hubiera logrado reducirlos a sus formas básicas. Desde que tengo memoria mi padre usa unos bigotes de un castaño un poco más claro que su cabello, y siempre es perturbador ver llorar a un hombre de bigotes. Por mi parte, contuve el llanto hasta que mi tía se arrojó sobre el ataúd. Había algo tan genuino en aquel gesto que todo aquello que de alguna manera yo había sido capaz de conservar en un relativo estado de solidez de pronto se hizo líquido.
Atelier
Llevé mis herramientas de vuelta conmigo cuando terminé mi educación en West Burlington, Iowa. Supe usarlas en mi vida cotidiana para cortar papeles, plásticos o goma. Mi favorito es el bisturí Victorinox de punta recambiable número 21; y también e el lazo medidor que, en una exquisita denegación del sistema métrico decimal, está segmentado en pulgadas a ambos lados.
Después de haber embalsamado varios animales y sabiendo todo lo que me falta para llegar a ser un taxidermista digno, considero que las más bellas son las herramientas que aún conservan un cierto misterio, cuya función jamás me fue enseñada. Uuna pinza gruesa que termina en lo que parecen dos agujas y puede trabarse en diversos ángulos de separación entre sus extremos, como si hubiera sido fabricada para extraer perdigones de los cuerpos de las aves asesinadas en pleno vuelo o para arreglar aparatos con circuitos diminutos; dos pinceles que, en la punta, poseen un paralelepípedo de gomaespuma grisácea; una ancha manija de plástico cuyo grosor ocupa la palma de una mano grande como la mía, con puntas de metal a ambos lados, de uno finas y cónicas como si fuera una peineta de masajes capilares, del otro gruesas, de base rectangular y terminación romboidal, como si se tratara de un instrumento de tortura.