-¿Tenés a San la Muerte?
Gustavo Suárez es ingeniero en sistemas, pero la crisis de 2001 y un shock de estrés lo llevaron a abandonar la ciudad de Buenos Aires y a cambiar de oficio. Son los primeros meses de su nueva vida en un pueblo marítimo y ofrece miniaturas talladas en tizas y fósforos en una feria de artesanos. Hasta que una señora marplatense le pregunta por el santo y Gustavo responde que no lo tiene, pero que puede hacerlo. Días después, ella le acerca falanges de una mano humana para que las convierta en pequeños esqueletos. “A partir de ahí, me empezaron a pasar un montón de cosas, lindas y de las otras”, recuerda ahora, dos décadas después, de vuelta en la ciudad. Dice que “luego de entregar los talladitos”, otro feriante con el que Gustavo había discutido, que se había convertido en una suerte de contrincante, murió de manera repentina. “Mi primera experiencia con Él fuye esa. Le pedí que no se llevara más a nadie, que me diera trabajo, que no se llevara más a nadie por mi culpa”. Gustavo se hizo devoto de San la Muerte y tallador de figuras y amuletos.
1.
En el origen de San la Muerte hay una geografía, la tierra de los guaraníes, y varios relatos que se trenzan. Entre quienes intentaron reconstruir su origen, algunos concluyen que el culto está relacionado con las misiones jesuitas que funcionaron en Corrientes y Misiones, entre 1630 y 1770. Como todo santo antes de serlo, este también habría tenido una vida humana: podría haber sido un monje sometido a tormentos o bien el mismo Jesús, que fue representado tomando la iconografía medieval, europea, de la Muerte. El esqueleto animado fue protagonista del género artístico danza macabra, una serie de poemas y grabados que proponían alegorías sobre la igualdad humana ante el fin de la vida. Para otros, la devoción emergió de la figura del payé guaranítico, el brujo que puede curar, el hechicero de la comunidad, a quien la violenta influencia de la evangelización le imprimió el San. Sobre lo que no hay dudas es que desde algún momento del siglo XVIII, que no se ha logrado fechar, el culto se expandió hacia norte y sur, mezclado con el catolicismo –y su panteón de santos oficiales y paganos– y con las religiones africanas umbanda y quimbanda –y sus entidades, espíritus y exús. San la Muerte, un hijo del crisol.
San la Muerte –digámoslo ahora: un santo varón con nombre femenino– puede hacer volver a la persona amada, curar enfermedades y atraer el dinero. Si una habla con quienes lo frecuentan le dirán que también atiende pedidos de cosas malas. Aunque no se precisan intermediarios, hay quienes hacen trabajos, es decir reciben un pedido y pueden movilizar la energía del santo para que se cumpla. A San la Muerte se lo homenajea en privado en un altar hogareño. O en público, en alguno de los muchos santuarios que hay en el país y en los altares que van apareciendo en las ciudades, construidos cerca de los del Gauchito Gil, pero con menos estridencia, tal vez con más pudor.
2.
Es noviembre de 1966, los años fundacionales del nuevo periodismo en la Argentina. Rodolfo Walsh aún no ha dejado el oficio, recorre Corrientes, Chaco y Misiones y publica en la revista Panorama una secuencia de crónicas tan marcadas por su intención de que la oralidad plebeya ingresara a los medios burgueses que todavía hoy conservan un aura única. Un carnaval, el leprosario de la isla del Cerrito, San la Muerte. Walsh va tras el rastro de un tallador, capaz de proveer a los devotos de las figuras que necesitan para pedir y prometer. No le resulta fácil pero finalmente encuentra a Cirilo Miranda. El hombre está preso en la cárcel de Corrientes y con “el formón romo, el buril de punta casi invisible, la sierrita minúscula que son sus únicas herramientas permitidas” trabaja la madera de palo santo, “pero también talla en hueso, y si es hueso de cristiano mejor”, aclara. Miranda y Walsh conversan y el periodista concluye: “Puestos sobre el banco los santitos hablan desde el fondo de una mitología inédita, de un pueblo ignorado.”
Casi diez años después, en 1975, Mauricio Kartun, emprende su propia búsqueda del santo con el fin de escribir una nota para la revista crisis y documenta la llegada del culto a las tierras bonaerenses en un texto muchísimas veces citado como fuente de las investigaciones sobre esa expansión. Ahora es otoño de 2021, y buscamos a Kartun –entonces un joven estudiante, actualmente uno de los principales dramaturgos del país– para nuestra sección Rescate emotivo. Recuerda haber hablado, con un vendedor de estampitas y velas en la vereda de la iglesia Nuestra Señora de Nueva Pompeya: “Algunas de las cosas que me contó están en la nota, otras directamente no las puse porque me parecía que era comprometedor para él. El tipo vivía de eso. Imaginate lo que podía ser para la iglesia que el vendedor de estampitas me develase los secretos de San la Muerte”. El vendedor había hablado de cómo la materia puede ser convertida en un talismán.
3.
Aunque toda devoción a un santo –canonizado o popular– acarrea un vínculo con el más allá, algo en esta parece no ser tan aceptable y la mantiene todavía hoy en la zona de los susurros. María José Carozzy y Daniel Míguez, en el artículo “Múltiples versiones del más justo de los santos”, remontan el río de ese secretismo hasta una de sus características distintivas. “El culto de los huesos, tanto de los grandes shamanes guaraníes como de los niños muertos –que servían a los payés vivos para comunicarse con el mundo de los espíritus– era perseguido por los jesuitas, que no dudaban en encontrar actos de inspiración diabólica en esas amenazas de reinstauración de una tradición que amenazaba su autoridad”, dicen.
Las figuras más poderosas de San la Muerte son las que se tallan en materia humana. Es el artesano quien convierte un hueso en un esqueleto y desencadena una metonimia apabullante que entrelaza la parte, el todo, la naturaleza, la forma, lo vivo, lo muerto, lo sagrado. En las ciudades, los huesos provienen de los osarios de los cementerios, los depósitos donde son desperdigados los esqueletos de aquellos cuyas familias ya no se ocupan de sus tumbas o de quienes fueron enterrados sin ser identificados y descuidados por la cruel burocracia que gestiona la muerte en la Argentina. Una cadena de favores provee a los talladores; el azar decide quién entre los muertos abandonados se convertirá en un amuleto para conectar al mundo de los vivos con el otro.
Como Humberto le había contado a Kartun, Gustavo me cuenta que la figura de San la Muerte debe ser consagrada y que la tarea de transmutar los materiales debe hacerse con cuidado: “Cuando uno talla, me lo enseñó un santero, consagra la figura al devoto mediante oraciones. A la figura no la tiene que ver otra persona. Me canso de decirles a los que suben fotos a las redes… porque hay gente que las usa para otros trabajos y se crean energías terribles. Una vez, yo vivía en Quilmes, y uno me dijo ‘te traigo el hueso de mi hermana’. Era hermana de umbanda. Me tuve que mudar, se me murió la perra, me robaron la casa”. Las entidades, dice, “se pegan en los ritos. No son demonios, ni mucho menos. Son personas fallecidas que no encuentran el camino, y se quedan dando vueltas”.
Algunos devotos dan un paso más: incrustan en su cuerpo una figura de San la Muerte que fue tallada en el hueso de otrx. Se hacen un tajo en la piel, con frecuencia en el pecho, e introducen una miniatura –plana y de más o menos un centímetro de largo– que cuando la piel cicatrice protegerá a quien lo porta de una manera especial: ahuyentará a la muerte. Algunos se lo hacen a sí mismos, otros recurren a talladores que realizan la intervención con o sin anestesia. Esta práctica es tan actual como legendaria. Cuentan las leyendas que, allá por 1870, Antonio Mamerto Gil Nuñez (el Gauchito) era devoto de San la Muerte y lo llevaba colgado o incrustado; por eso, matarlo fue tan complicado. La misma historia se relata sobre otros bandoleros rebeldes del noreste argentino.
En los primeros años del siglo XX, tanto el chaqueño Pato Piola como el correntino Aparicio Altamirano fueron difíciles de vencer, porque llevaban encarnado el kurundú, el amuleto. José Miranda Borelli, uno de los primeros investigadores sobre el culto a San la Muerte, escribió en 1963: “En cuanto al hueso humano, creo que tiene encerrada en sí la idea de la eternidad”.
Antes de la pandemia, Gustavo Suárez tenía un puesto en la feria de artesanos de San Telmo, porque volvió a la ciudad pero no a la ingeniería. Me cuenta que muchos devotos sienten a San la Muerte, lo ven, lo perciben. Tal vez, él sienta ahora mi incredulidad. Dice: “El santo está dentro de todos. Seas creyente o no seas creyente tu osamenta está. No adorás algo que está fuera de vos, sino algo que te acompaña toda la vida”.
4.
Tatuarse es otra forma de hacer del cuerpo un altar: pequeña y escondida o grande como para abarcar toda la espalda, la figura de un esqueleto, cada vez más desprendida de sus rasgos medievales se multiplica sobre la piel de los devotos, y de otros que tal vez no practican el culto pero eligen al personaje. Imágenes del santo cada vez más parecido a un humano vivo, algunas futuristas, otras influidas por la estética metalera. En algunas parece que los huesos hubieran recuperado la capacidad de gestualizar, de ser plásticos como la piel, de guiñar un ojo, sonreír, o amedrentar. En algunas de estas imaginerías la muerte es, finalmente, una mujer; son las que vienen desde México, del culto a la Santa Muerte.
Como en las tallas, hay un origen tumbero de los tatuajes; en las celdas no puede haber altares. A comienzos de este siglo, el fotógrafo Iván Almirón registró los dibujos de San la Muerte que se habían estampado los presos en las prisiones de Corrientes, aquellas en donde también se forjó el oficio de tallarlo. Con las imágenes editó el libro San la Muerte. Una voz extraña. Allí encuentro ahora un texto de Horacio González sobre esos cuerpos tatuados: “Las fotos remarcan una lejana y suave procacidad, contenida entre las efigies desafiantes del inmemorial Señor de la Guadaña. Su imagen responde a la representación heredada de la osamenta que aún carga su forma humana, la proverbial alusión animista a la muerte. Su santificación espontánea responde sin duda a un acto de inversión carnavalesca de la divinidad, lo que permite aventurar que ha surgido de cárceles, guerras y carencias”.
5.
Hoy, la relación entre el santo y quienes cometieron delitos contribuye al estigma del culto tanto o más que su relación explícita con los asuntos del morir. El poder de San la Muerte para proteger, su potencia para ser un escudo, le ha merecido adeptos entre quienes están expuestos a la violencia, o la practican. El santo de los bandidos rurales es ahora considerado el de los delincuentes. Y en la última década, una nueva narrativa amenaza con imponerse a través de las crónicas policiales: son delincuentes porque son devotos de San la Muerte. Así, a partir de dos o tres casos, investigados con distintos grados de rigurosidad y, sobre todo, de un puñado de imágenes atemorizantes apareció en escena la teoría del “crimen ritual”.
En 2006, en Corrientes, el niño Ramón González fue víctima de una crueldad atroz, asesinado y también maltratado una vez muerto. El juicio a los acusados dio por probado que el crimen integró un ritual que buscaba obtener un poder sobrenatural. Un par de años después, en 2010, en la ciudad de Buenos Aires, Marcelo Antelo fue detenido, acusado por cuatro homicidios. Por las declaraciones de testigos filtradas a los medios de comunicación se le atribuyó la devoción al santo; cuando fue enjuiciado, las noticias anunciaron: “Crímenes de San la Muerte: pidieron perpetua”.
Marito Salto tenía 11 años y vivía en Quimilí, Santiago del Estero. El 30 de mayo de 2016 desapareció. Dos días después fue encontrado, asesinado, en un basural, a dos kilómetros de la represa donde solía ir a pescar. Había sido violado y mutilado. Sobre el crimen las crónicas periodísticas dicen que fue un ritual dedicado a San La Muerte. Lo repiten una y otra vez, debido a unos papeles manuscritos encontrados, un año y medio después de los hechos, por unos perros rastreadores llevados desde la Patagonia. T. atiende el teléfono en su casa de Quimilí. Le digo que me dijeron que puede contarme qué se comenta en esa ciudad de quince mil habitantes sobre el asesinato del niño. Me dice que sí, pero que no la nombre. “Aquí hay mucha gente que cree en San la Muerte, que tienen sus altarcitos en los fondos de las casas. Se le rinde culto como a cualquier santo que se le piden cosas. No es extraño”, dice para empezar. Y sigue: “Lo quieren hacer pasar por un rito satánico porque ha sido descuartizado y porque el que está preso es devoto de San la Muerte; cuando lo sacaron de la casa, porque dicen que es el autor intelectual, vieron que tenía un San la Muerte grande en el fondo. Pero es porque hay muchas cosas oscuras que no quieren que se sepan”. T. relata los delitos más comunes del mundo en el que vivimos: tráfico de drogas, corrupción policial, complicidad judicial, venganzas. La investigación no logró encontrar a los asesinos de Marito Salto, a pesar de que 3400 varones de Quimilí fueron sometidos a exámenes de ADN para buscar al dueño de los rastros que se encontraron en el niño. Ninguno coincidió.
A partir de estos casos, aunque se haya tratado de hechos excepcionales e independientemente de cuán probada esté la relación entre la fe y el crimen, si una persona es investigada por un asesinato, por un robo o por vender cocaína y al mismo tiempo es devota de San la Muerte, la construcción de la causalidad parece ser irresistible. Como una mota de esoterismo dota a las crónicas policiales de un atractivo particular, el detalle trepará hasta el título, sin importar cuán relevante sea realmente. “La presencia de esta devoción se va configurando en la presentación mediática como un fenómeno cuyo marco habitual es el delito”, concluyó el sociólogo Juan López Fidanza en un artículo en el que analiza 14 años de apariciones mediáticas de San la Muerte. Quienes practican la religión umbanda conviven con un estigma similar: a fuerza de repetición sus creencias son presentadas con una pátina de truculencia y peligrosidad.
6.
El santuario de San Vicente es uno de los más grandes de la provincia de Buenos Aires. Ahora, es un miércoles de junio y no hay nadie, ni en el predio que ocupa toda una manzana, ni en los alrededores, salvo unas gallinas que picotean la calle de tierra. En la entrada, alguien dejó un tetra de vino tinto cerrado, una ofrenda. Para llegar a la ermita en la que tras el vidrio una figura pequeña de San la Muerte recibe a los promeseros, hay que subir diez escalones. En otra época, ya hubieran estado en curso los preparativos para la fiesta que se realiza allí cada 20 de agosto: la organización de un asado para cientos, los escenarios, los equipos de sonido, las ropas rojas y negras, los sombreros, el abastecimiento de figuras, estampas y velas. Los músicos también estarían por aprestarse, sobre todo los chamameceros, entre ellos Los Chaque-ché, padrinos de este santuario: “Veneramos al señor San la Muerte, en la provincia de Buenos Aires, localidad de San Vicente” arranca la canción oficial que, después de los rezos, hubiera iniciado la danza.
Pero fiesta no habrá, ahora que hablamos todo el tiempo de la muerte. En las ciudades y luego de mucho tiempo, el final de la vida volvió a ser algo que no se esconde, no habría alfombra de tamaño suficiente como para barrer debajo. En el año y medio transcurrido desde marzo de 2020, los rituales funerarios y los oficios que los organizan, las prácticas hospitalarias, los geriátricos asomaron y son parte de los temas de los que se habla. En el último número de la revista El sueño de la razón, Cora Gamarnik escribe en un artículo sobre fotografía y pandemia: “El virus nos obligó a mirar de frente a la muerte y a inventar formas para visibilizarla”.
Hay semanas en las que las redes sociales se volvieron un obituario permanente, como si los antiguos avisos fúnebres de los diarios impresos hubieran invadido todo lo que leemos. Eso expresa que en esa superficie digital estamos siendo parte de una transformación del régimen de visibilidad de la muerte. Pero es poco posible que esto sea así en todos los lugares de la Argentina, dadas las diferencias, labradas a lo largo de siglos, que existen en el tipo de relaciones que tenemos con los muertos, tanto con el cuerpo sin vida del otrx como con la memoria de quien ha muerto, con su espíritu o su fantasma. De la misma historia nacional de nuestro vínculo con la muerte son parte aquel culto por los huesos que los guaraníes debían esconder y la creciente predilección de lxs habitantes de las ciudades por cremar a sus familiares fallecidos.
Es principios de julio y el Ministerio de Salud difunde un informe sobre el “exceso de mortalidad” provocado por la pandemia. Según los datos, en 2020 hubo 36.306 muertxs más de los que hubiera habido sin el virus. ¿Viene de ese exceso nuestra nueva percepción de la muerte? En el mismo texto, Cora Gamarnik recupera una conocida frase del filósofo Tzvetan Todorov: “Un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información”. ¿Esto será así o quienes sobrevivan a la pandemia estarán cargadxs de una tristeza que perdurará por mucho tiempo? No habrá fiesta para San la Muerte este año, aunque los vivos a quienes protege la necesiten más que nunca.