Noche de lunes y en Adrogué, en el centro de la opulenta localidad cabecera del partido de Almirante Brown, hay un reclamo ruidoso que no deja de sumar gente desde hace varias horas. Esta vez no se trata de un cacerolazo albino: hay patrulleros que cortan la calle, montoncitos de vecinos y vecinas que hacen de periferia y, sobre todo, una numerosa familia policial que proviene de Calzada, Claypole, Burzaco y que parece en estado de asamblea. Escenas similares se replican y extienden durante los dos días posteriores en Lomas de Zamora, el Cruce Varela y La Matanza –luego epicentro del reclamo–, entre otras localidades.
En las protestas hay mucha presencia de la oficialidad joven, algunos todavía pertenecen a la policía local y otros fueron absorbidos por la bonaerense –en los últimos años solo de la policía local egresaron casi 23 mil agentes. Parece que se amplían en las pantallas y resuenan en los móviles de televisión las quejas que varias veces, en los últimos años, leímos en los posteos de Facebook que hacían pibes con los que habíamos compartido espacios barriales diversos: por el sueldo bajo, por el cansancio extremo de la jornada laboral, “porque no se nos respeta”. Reclamos escritos con mayúscula y con sangre caliente, mitad laburante enfurecido, mitad hincha de tribuna impaciente.
Seba es uno de los que tira esos estados y posteos, habla como un líder, baja línea y mete mucho eslogan motivacional y agonista. Cuando hacíamos los talleres con jóvenes en Don Orione (Partido de Almirante Brown), hace más de una década, era un agitador y un animador nato. Esas cualidades no las perdió. Tampoco la pillez. Olfatea a dónde van a ir a parar las preguntas que le mandamos y nos clava el visto. Fernando dice que a él nunca se lo morfó el uniforme, por eso habla desde el Cruce Varela en donde se sumó a las protestas, primero estando de franco y luego estando de servicio, pero habilitado desde arriba con una luz verde de omisión para abandonar la zona de trabajo y plegarse: “El reclamo no es solo contra la gente que está en el ministerio, los que entran más por la política; es sobre todo contra los jefes que son unas ratas. Te doy un ejemplo: a veces, en una jornada laboral, te mandan a un chino, a un supermercado, una distribuidora, cualquier cosa. Y cuando estás en servicio ordinario vos no tenés que estar en esos lugares, pero ellos te congelan ahí. Con las adicionales, ponele, hay comisarías que se quedan el 30%”.
En varias declaraciones de jefes y distintos funcionarios de áreas de seguridad se escuchó la queja por “la ruptura de la cadena de mando” y cierta crisis de autoridad en la policía. Incluso en algunos puntos del reclamo se hablaba de golpizas y prepoteadas de los más pibes a sus superiores. “La oficialidad joven es la que se está quedando en la protesta, la que está en los móviles, la que hace relevos. Los jefes están ahí, pero solo miran y no dicen nada. Los que toman la palabra son suboficiales más antiguos que se quedaron en la fuerza. A ellos se los re escucha. Ese es el manejo en todos los puntos de reclamo”, tira Fernando entusiasmado.
momentos de una vida
En el año 2017, a mitad de mandato de Cambiemos, mientras María Eugenia Vidal era gobernadora de la Provincia de Buenos Aires y derramaba simpatías a diestra y un poco a siniestra del arco político, escribimos un artículo sobre la policía local. En ese entonces la pensábamos como un engendro: dosis de salida laboral juvenil con la posibilidad de alejarse un tiempo de la enloquecedora calesita del mercado laboral precarizado; dosis de empleo en blanco en el que te pueden forrear menos que en el delivery, en el local de ropa o en el que te deslomás menos que en la obra.
Pero los jóvenes enlistados más como empleados municipales que como fuerza del orden, luego alteraron su composición: pasaron a ser más polis que pibes (claro, también los años pasan y la adultez y la estructura vital es una necesidad) y más gruñones que pitufos tontos, a quienes les zarpaban las armas y los descansaban en sus merodeos barriales, a quienes los vecinos más reaccionarios impugnaban por estar boludeando con la pantallita del teléfono en vez de perseguir el delito. Esa mutación subjetiva, ese oscurecimiento del uniforme, estuvo acompañada de un refuerzo de las jerarquías y de un microdespliegue de verdugueos. Si la policía local había nacido sin un corazón gorrudo, de a poco la sociedad la fue ayudando donándole el suyo. Y cuando concluyó ese transplante, los “locales” estuvieron listos para ser morfados por la Bonaerense.
Algo de esa mezcla de base igual permanece. En las imágenes de estos días esas místicas mezcladas estaban a la vista. Bombas de estruendo, agites tribuneros, ranchar toda la noche, se entremezclaban con retóricas propias de los reclamos –y aprietes– policiales. Si ese pasaje tenía algo de formalización, de que las rutinas y el cotidiano de los polipibes se vuelvan más “policial” y menos pibe y piba, con cada vez menos grises y zonas subjetivas liberadas (porque esas zonas subjetivas liberadas eran rellenadas con sensibilidades extrapoliciales, con la estofa de la propia biografía barrial o institucional de cada quién), también hay que decir que esta semana mostró que algo de ese pasaje quedó trunco. El ingreso masivo de jóvenes a la Bonaerense, quizás terminó siendo meter dentro de esa fuerza energías difíciles de amoldar.
Forzando un poco el guión se podría narrar en la misma biopic a un pibe que recibió el bautismo del verdugueo gendarme siendo un sub-15, se sumó años después a la poli Local por un sueldo y un uniforme. Se volvió gruñón con el empoderamiento estatal al gorrudismo que impulsó el macrismo; esa palmadita en la espalda, ese susurro sentido al corazón gorrudo, aunque los bolsillos estén vacíos. En esos años, y mientras los barrios se ponían cada vez más picantes, pasó relegado a la policía bonaerense y hoy termina sumándose a una protesta salarial en medio de la pandemia. Más allá de la cobertura nacional, la película entra dentro del género drama bonaerense y de tercera sección.
Pero no tiene mucho sentido demorarse solo en la resolución palaciega y rosquera del conflicto. Esas gestiones y cálculos gubernamentales (a niveles municipales, provinciales y nacionales) se hacen en y sobre terrenos brumosos, caóticos, anímica y afectivamente poco gobernables; en nuevos barrios ajustados, apestados e implosionados en donde muchas vidas populares están casi quemadas del cansancio y el estrés extremo de la sociedad embichada. Se mezclan ahí, en esos márgenes poco visitados, la familia policial, el realismo vecinal gorrudo, violencias en ocasión de robo o de puro verdugueo, falta de guita y de caricias significativas para los y las laburantes.
Ahí aprendió hace varios años a jugar la máquina de gorra, que sabe moverse en terrenos pantanosos y espesos, que sabe morder todos los hilos sueltos de la precariedad y sus desbordes y los organiza espontáneamente. Una máquina que toma las cosas que quedan dispersas y sin lengua política; broncas y conflictos vecinales, crisis económicas que implosionan un barrio, colapso a nivel de servicios públicos, enfrentamientos por los recursos, ni hablar de los casos de inseguridad, violencias difusas sueltas y brutales (de sacaditos, de envidiosos, de ansiosos por no poder morder flujos de guita negra).
una hinchada vigilante
En las asambleas se ven lógicas de tribuna, de previa de recital, de agite popular: hay bombos, bengalas de humo, bombas de estruendo, pibes pogueando y cagándose de risa; hay mucha presencia de poli-pibas que mueven las caderas y bailan como si tuvieran un parlantón atrás. Los superiores no soportan que muchos y muchas tengan las marcas de la indocilidad y los devenires cachivaches, no se bancan que no tengan disciplina policial, que no tengan cultura de la docilidad y la verticalidad, quizá recuerdos de verdugueos vividos. Es el mismo reclamo que muchos de esos cuerpos ya escucharon: el del patrón diciéndoles que no tienen cultura del trabajo cuando se la pasan faltando y fantasmeando, el de padres y madres diciéndoles que son irresponsables. Pero más o menos torcidos y torcidas están adentro de la institución y ahí tienen la posibilidad de enderezarlos y extirparles cada vez más las moléculas pibes y vagas. O de dejarles las justas y necesarias para que no se cansen del todo y larguen el uniforme.
Noelia tiene 26 años y es madre soltera. Habla en el Puente 12 de Ciudad Evita, partido de La Matanza, y se maneja ante los periodistas con mucha destreza. Seguro que está entrenada en las selfis y las historias de Instagram. El uniforme policial que la envuelve por momentos transmuta a vecina o a mamá luchona o a simple mina de cualquier barrio del conurbano. Si no se le presta atención al montaje podría ser un reclamo salarial de una laburante suelta y sin posibilidades de sindicalización, podría ser una víctima de una secuencia jevi de inseguridad, podría ser un vecino que putea contra los que toman tierras, podría ser una vecina que reclama por la emergencia sanitaria en plena pandemia, o podría ser todo junto y mezclado. Se queja por “el patrullero sin frenos, que pagamos nosotros, el alcohol en gel y los barbijos, que las horas extras, que no somos planeros ni tomamos tierras, que el trabajo es desgastante”. Y así continúa con todas las broncas sueltas y listas para encadenar.
Yamila labura en Avellaneda y tiene casi treinta años. “Hay muchas mujeres policías y de presencia muy fuerte, manejan patrulleros, son jefas, cumplen varios roles importantes”, dice con orgullo de género y no comprendiendo por qué nos llama la atención esa presencia tan marcada de mujeres policías. Estuvo también en los reclamos y sostiene que fueron para que escuchen los jefes y las autoridades políticas; se queja por el cansancio que arrastra desde el domingo cuando laburó una eternidad y se calienta cuando se le habla de la “indocilidad de la oficialidad joven” y de la imagen de polis-cachivaches: “Los policías de antes ni secundario tenían; hoy en día los policías tienen nivel terciario. Hay muchos abogados, bomberos, profesores. Hoy en día no van a conformar a la policía con tan poco, ya hay muchos cráneos; esa policía joven que vos viste en la tele”.
salario anímico complementario
Seba nos sigue clavando el visto, pero está re activo en las redes. Uno de los posteos es una foto con Chocobar, el policía local de Avellaneda que Mauricio Macri y la fan de Bolsonaro convirtieron en ejemplo y doctrina, y que goza de amplio apoyo entre los policías más jóvenes. “Acá con el compañero Chocobar. Tenés todo nuestro apoyo”, postea en relación al juicio por el asesinato por la espalda de Juan Pablo Kukoc que comenzará en octubre.
Un poco por reflejo militante y mucho por efecto del régimen de obviedad que funciona absorbiendo todo, el enunciado que apareció para leer la protesta fue: no al golpe. Pero aunque se hayan montado intentos y flujos desestabilizadores tan argentos como las canciones de cancha, pareciera que hasta esos manijeos por derecha bajaron un cambio y entraron en cierta prudencia al saber que manipulaban elementos cuyos átomos y combinaciones no conocían del todo. Después ganó el “fue un reclamo salarial”. Sin embargo, a pesar de que el malestar laboral y el reclamo de tipo gremial tuvieron mucha presencia, pareciera que tampoco se trata de una simple demanda de laburantes más o menos precarizados.
“¿Por qué no le reclamaron a Vidal?”, es otra pregunta del repertorio de obviedades. Ir por ahí pareciera un doble pifie político y perceptivo. Político porque un gobierno “peronista” tiene que bancarse reclamos y quejas de vidas laburantes: tiene que escuchar siempre y gobernar los pataleos de vidas hechas mierda por la inflación, el endeudamiento, la precariedad en todas sus capas. Los componentes gremiales, laborales, de derechos, se agarran sin catar y sin chistar. Pero el error es más profundo y perceptivo si nos percatamos que en estos días aparecieron fuerzas, afectos, ánimos, formas de vida, deseos que están mucho más acá de lo salarial y lo laboral, aunque lo complementen. Muchos reclamos no se hicieron en el macrismo porque la gorra (coronada) que ocupó el Palacio supo gobernar también, y al menos en una franja importante de las vidas populares, el salario anímico. Sacando plata del bolsillo, deteriorando el poder de consumo, pero empoderando el devenir verdugo y el poder de ejercer un mando y una jerarquía con el que se pueda; estar peor en términos de economía ordinaria, estar mejor en tu economía afectiva personal. Se paró el consumo y se habilitó un revanchismo muy intenso: “prefiero laburar el doble y ganar la mitad antes de que vuelva la yegua”; “sí, yo tengo menos laburo, pero esos planeros de mierda no se la pasan todo el día de joda”.
Lidiar con esa pesada herencia a nivel subjetivo es también un desafío político a todo nivel –logístico, discursivo, simbólico. Se trata de evitar que cuando sucedan los próximos eventos más o menos imprevistos, pero siempre demasiado reales –más allá del fogoneo mediático- no encuentren tan a mano la disponibilidad de vidas populares –pibes y laburantes (pibes-laburantes, cualquier vida popular intranquila, precarizada, desorientada) cada vez más huérfanas de un lenguaje político con incidencia pública. En otras palabras, hay que disputar cuerpos y afectos populares a la máquina de gorra y atraer para un acá abierto, poroso y difuso a vidas que, de lo contrario, se deslizan veloces al buche de una derecha robustecida por sus años de entrenamiento estatal.