Pequeños telegramas del horror | Revista Crisis
aguafuertes
Pequeños telegramas del horror
Ilustraciones: Panchopepe
07 de Abril de 2020
crisis #41

 

Sandra terminó la secundaria y se anotó en la Prilidiano Pueyrredón. Sandra siempre fue muy buena con las manos, en especial pintando. Representaba muy bien la realidad: copiaba fotos, las cambiaba de escala, las pintaba con óleo, y lo retratado le quedaba igual, en otro lenguaje. En uno de los cuartos de huéspedes de la casa de mi mamá aún cuelga un cuadro que me regaló para mi cumpleaños número veinte en el que copió una foto de una parte de las ruinas de Machu Picchu que sacamos al amanecer en la ciudad incaica, después de cuatro días de caminata por las montañas. Cuando volvemos de ese viaje iniciático que fue al mismo tiempo una suerte de viaje de despedida de nuestra amistad como la conocíamos hasta ese momento, Sandra ingresa a la Pueyrredón y empieza a tener nuevos amigos, distintos. Sandra se pone de novia con un chico que vivía en Fuerte Apache y cuyo apodo era Poxi. Sandra se hace muy amiga de Camila, una chica oriunda de Merlo, San Luis, Sandra pasa entonces varios veranos en Merlo. En Merlo conoce al Chango, un cordobés que es músico pero trabaja en lo que sea para ganarse el pan. El Chango es vivo y seductor. Sandra se enamora del Chango y él de ella también. Pero ninguno de los dos quiere vivir en Buenos Aires y Sandra, con su pasaporte alemán, heredado de su familia, propone ir a buscar suerte allá. Es 2001 en la Argentina y en el asado de despedida en el fondo de la casa del padre de Sandra en San Isidro, los despiden más o menos como a unos héroes que se van a un exilio forzado. El primer trabajo que hace Sandra en Munich es acomodar ropa de Zara. Dice que es un trabajo feo, que la tratan mal, y que la angustia mucho.

Esos primeros meses hasta que puede alquilar algo ella sola vive en lo de su hermana, que también vive allá. Recién entonces se le suma el Chango. El Chango hasta ese momento no habla una palabra de alemán ni había estado nunca en ese país. El primer trabajo que consigue es de peón en una empresa de mudanzas, trabajo para el cual no es imprescindible hablar el alemán. Sandra, por su parte, deja Zara, comienza a trabajar en un jardín de infantes, y se casa con el Chango allá mismo, para que él se pueda quedar a vivir, y trabajar. En los casi quince años que vivieron en Alemania el Chango fue cambiando de ocupaciones, trabajó en un vivero, dando clases particulares de música, haciendo algún trabajo como músico también, ocasionalmente, y en el mantenimiento de veleros, trabajo que lo iría a matar. Sandra hace una formación pedagógica y empieza a trabajar como terapeuta artística en distintas instituciones, y nunca deja de pintar. Son años buenos para ellos, esos, los primeros. En algún momento ella queda embarazada de Joaquín y dos años más tarde, de Román. Dice que para cuando queda embarazada de Román, el Chango y ella ya están mal. Que tal vez por eso el Chango nunca le presta demasiada atención a su segundo hijo, y se dedica solo al primogénito. Y ni siquiera tanto. A partir de entonces ya todo es guerra.

Sandra y el Chango van a seguir viviendo juntos un par de años más, en parte por cuestiones económicas pero sobre todo porque el Chango no se quiere dar por despedido e insiste en seguir viviendo en la misma casa, aún cuando Sandra ya tenga nuevo novio y él esté al tanto. En ese período Sandra le hace tres denuncias en la policía, la última ya con orden de restricción, cuando, habiéndole conseguido ella un departamento nuevo donde vivir, lo encuentra en el patio trasero de su casa, supuestamente para usar el wifi . Así que a ella no le resulta nada difícil ganarle la tenencia de los niños para llevárselos de nuevo a la Argentina. Cuando los abogados les pregunten por los planes inmediatos para sus hijos, Sandra hasta tiene las vacantes para los niños en la escuela argentina como documentación. A la pregunta por las expectativas inmediatas para sus hijos el Chango solo responde que “creer que la madre, Sandra, debería quedarse en Alemania”, último gesto con el que le regala los hijos a su expareja.

Pero Sandra no vuelve a Buenos Aires cuando vuelve, Sandra vuelve con los niños a Merlo, San Luis. Sandra se pone de novia con otro muchacho de Merlo, conocido del Chango, otro músico del mismo entorno, casado hasta ese momento y con dos hijos él también. Un verano en el que, ya estando separada del Chango, Sandra había ido de vacaciones a Merlo con sus hijos a lo de su amiga Camila, se había reencontrado con Darío y se enamoraron. El Chango vive esto como una traición de alto rango y está convencido de que es una relación previa a su separación. Sandra, ya con la tenencia y la correspondencia de Darío, que también se separa de su mujer, carga todas sus cosas en un container, incluyendo un auto, mete a la gata en una cajita, se sube con los hijos a un avión y vuelve a vivir a la Argentina con los niños de entonces seis y cuatro años, a Merlo, la tierra donde ha conocido a su padre, pero sin él. El padre, por su parte, se queda solo en Munich, de donde nunca se irá.

En Merlo Sandra y Darío se mudan juntos, con los hijos de ella y los dos de él, con régimen de visitas. Sandra por fin respira, todos sus esfuerzos valieron la pena: vive en las Sierras con un hombre bueno, que la ama y la protege, sus hijos viven descalzos junto al arroyo y se integran a la vida puntana como si hubieran nacido ahí. El más chico pierde el acento bávaro rapidísimo y ahora afirma haber olvidado por completo el alemán.

Unos meses después viene el padre de visita. Viene con una nueva novia, una alemana. La relación con Sandra y Darío es tirante, el Chango está muy lejos de haberlos perdonado. Por el contrario, convence a sus hijos, sobre todo al mayor, de haber sufrido abusos de parte del nuevo novio de la madre y hasta los lleva a la policía de Merlo a declarar. En Merlo todos conocen a Darío desde siempre y no le dan mayor entidad a la denuncia. La visita resulta un verdadero desastre, el Chango vuelve a Alemania y deja atrás a unos niños aturdidos que tardan en reponerse de él.

A principios del año pasado llega un mensaje de Sandra a un whatsapp grupal que tenemos con unas amigas del colegio. Somos cinco y todas muy íntimas. Sandra nos cuenta por escrito que el Chango se accidentó en su trabajo en Alemania y que está muy mal, en terapia intensiva y con la cabeza destrozada. A los días nos escribe que murió, a ese mismo chat de whatsapp. La de noticias terribles que se reciben hoy por escrito, pequeños telegramas del horror. Uno se pregunta, ¿cómo puedo dar tal noticia, cómo se da una noticia así? Y la respuesta en la mayoría de los casos estos días es: un par de caracteres en la pantallita. El año pasado murió un familiar en un accidente trágico. ¿Cómo se comunica una noticia así? Por ejemplo, así: “Falleció Pedro en la ruta. Se accidentó con la moto. Hablá con Pamela.” Y uno frente a la pantalla, azorado: ¿es esto real? ¿Tiene, contienen estas letras, toda su gravedad? ¿Saben lo que está diciendo, portan ese valor? ¿Se puede comunicar, transmitir algo de este tenor, así? No lo sé.

Sandra, en ese momento, nos cuenta que el Chango trabajaba estacionando veleros y que aparentemente otro barco habría chocado aquel en el que él estaba trabajando y se le había caído un mástil en la cabeza. Es la versión con la que me quedo en ese momento, qué terrible, qué desgracia, y qué muerte trágica y de algún modo anunciada. Sandra decide no viajar, ni ella ni sus hijos. En su lugar viajan los hermanos del Chango. Con ellos acuerdan que harán una ceremonia con las cenizas en el pueblo cordobés en el que él nació, aunque nunca haya querido volver, para mezclar sus cenizas con las de sus padres, fallecidos prematuramente.

Fotos que tienen entidad de prueba, fotos casi policiales, de la intimidad de alguien, que acaba de morir sin esperárselo, sin que nadie lo esperara, y ahora es una escena, un instante capturado que pasa a integrar una galería de fotos en uno o más teléfonos, al lado de la foto de los niños en alguna roca del arroyo o de una selfie de Sandra tostada por el sol.

 

Voy a pasar fin de año a lo de Sandra y su nueva familia ensamblada en Merlo. No le doy mis condolencias a los niños cuando los veo, ellos tampoco parecen particularmente afectados. Alguna tarde en el jardín trasero, colgando o descolgando ropa le pregunto a Sandra otra vez, cómo fue todo en realidad, que necesito saber, y Sandra me cuenta. Dice que ella todo lo que sabe lo sabe a distancia y por lo que le fueron contando, versiones en las que a ella no le queda más opción que creer, por más sospechosas que le resulten algunas cosas. Aparentemente lo del choque de veleros fue la primera versión que circuló. El Chango no estaba solo en el momento del accidente, si no que estaba con toda la familia de sus empleadores, con los que aparentemente tenía muy buena relación. Y no estaban sobre el agua sino en un hangar, haciendo el mantenimiento de alguna embarcación. Él estaba sobre el barco intentando acomodar un mástil que estaba en posición horizontal, alguien accionaba la grúa que debía levantar el mástil. Según la empleadora el Chango soltó un seguro antes de que la grúa sostuviera el mástil; Sandra me comenta entre dientes que es probable que la grúa la estuviera operando uno de los hijos adolescentes de la empleadora que trabajaban con ellos también y que en ese caso haya sido un accidente de trabajo pero con un responsable. Y que por eso circuló la otra versión primero, que no puede haber sido otro que ellos mismos que la hicieron circular, y le sorprende mucho el cambio de locación. Dice que la empleadora se mostró diligentísima con todo, que fue quien estuvo en la internación y organizó el velorio. Dice, también, que ellos, la familia y ella, tardaron alrededor de una semana en enterarse de que estaba internado y en coma farmacológico; los alemanes alegaron que no tenían cómo desbloquear el teléfono del Chango. Sandra dice que es probable que una vez que vieron que era tan grave e irreversible y que había muerte cerebral, hicieron un pacto de silencio para no involucrar a ninguno de ellos y dice que en algún punto lo puede entender, que lo habrán hecho para proteger a sus hijos, no los suyos, sino los de alguien más. Y después todavía hay todo un episodio de enemistad entre Sandra y los hermanos del Chango para quienes, claro, ella es la traidora que le sacó a los hijos. Sandra intenta controlar todo a la distancia con amigas que la ayudan desde allá. Le mandan fotos de la ceremonia de despedida, del funeral, para poder mostrárselas a sus hijos cuando crezcan, si las quisieran ver. Manda a una amiga a fotografiar la casa del Chango cuando entran todos juntos, dice que todo lo que hay ahí les corresponde a Joaquín y Román. Como en un macabro juego de busque las diferencias, con los días hay cosas que desaparecen y que nadie admite tener, sobre todo elementos de equipos de sonido e instrumentos y cosas de ese estilo. En cuanto a las computadoras, la hermana se compromete a hacer un saneo para preservar la integridad moral del fallecido y darle los discos rígidos a Sandra después, por canciones o archivos o fotos que también puedan ser de interés de los huérfanos.

Mientras Sandra me reconstruye todos estos episodios finales, póstumos, no puedo dejar de imaginar todas esas fotos de las que me habla y que no le voy a pedir ver. Fotos del funeral, ¿fotos del cajón? Dice que era linda la ceremonia y que había fotos de los chicos con su padre sobre el cajón. ¿Fotos de la gente que fue también? ¿Son fotos casuales o posadas? ¿Se posa en un velorio, se registra un velorio? Después, las fotos de la casa, del interior de la casa del Chango que él dejó alguna mañana, alguna tarde, para ir a trabajar, con todo así revuelto, pensando que volvería un rato después, fotos de la casa así, que Sandra seguramente y sin duda recibió a su teléfono por ¿whatsApp? Fotos que tienen entidad de prueba, fotos casi policiales, de la intimidad de alguien, que acaba de morir sin esperárselo, sin que nadie lo esperara, y ahora es una escena, un instante capturado que pasa a integrar una galería de fotos en uno o más teléfonos, al lado de la foto de los niños en alguna roca del arroyo o de una selfie de Sandra tostada por el sol.

La enemistad de Sandra con la familia del Chango se agudiza con todo este desenlace, el de la muerte sorpresiva y violenta, recubierta de misterio por esos primeros días de silencio y por el desenlace después. Sandra repite varias veces, enfática, que todo lo que había en esa casa les corresponde a sus hijos, a Joaquín y Román. Yo desde algún lado más frío puedo también entender que los hermanos del Chango se sientan con cierto derecho sobre las cosas, como familia inicial, y por la mala relación de Sandra con él. Así y todo Sandra dice que logra acordar con ellos que traerán las cenizas al pueblo cordobés, cerca de donde viven ellos ahora. Pero todo demora más de lo pensado y los hermanos vuelven sin las cenizas y tienen que esperar a que se las envíen y esas cenizas quedan varadas por un tiempo en algún lugar, ¡cenizas de algo varadas dentro de una caja en alguna oficina de algún lugar! Si esa no es la abstracción absoluta, lo simbólico en su máxima expresión, qué será.

Finalmente esa caja de cenizas llega y se organiza la ceremonia en el pueblo cordobés. Y sin embargo, ni Sandra ni sus hijos asisten. Me sorprende este desenlace por cómo iba llevando la historia ella. ¿Cómo que no fueron? No fueron, no. Porque Joaquín dijo que no les gustaban esas cosas, que no quería ir. El niño de diez años dice que no quiere ir a despedir las cenizas de su padre a un par de kilómetros, y claro que no, ¿cómo le iba a gustar? ¿En qué universo iba a parecerle un buen plan? Y la madre le da entidad. Y no van. Y la otra hermana del Chango que ahora vive en Mendoza, tampoco va. ¿Que no fue? No, tampoco fue. Y para quién hicieron la ceremonia entonces, quiero saber yo. No sé, para el hermano que vive ahí y alguna prima tía, algún familiar. Y así termina esta historia por ahora, aunque quizás pueda agregársele que el mayor pregunta por la posibilidad de cambiar su apellido por el de la madre, sacarse por completo el del padre, y que el más chico anda de acá para allá jugando jueguitos en un teléfono de modelo desmedido para su edad, y es, por ahora, todo lo que le ha quedado de su papá.

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