El amor por la literatura en tiempos de algoritmos. 11 hipótesis para discutir con escritores, editores, lectores, gestores y demás militantes | Revista Crisis
El amor por la literatura en tiempos de algoritmos. 11 hipótesis para discutir con escritores, editores, lectores, gestores y demás militantes
Autor: Hernán Vanoli
Editorial: Siglo XXI

hipótesis 1:

Las plataformas de extracción de datos privatizaron la internet en un sentido conservador, dado que los textos empiezan a funcionar como entidades carismáticas y monetizables.

En varios de sus libros Boris Groys señala que, bien mirada, la internet es un hardware capitalista –toda su infraestructura está en manos privadas, que pueden desconectarla a su antojo– con software comunista –sus interfaces son alimentadas por la producción colectiva de datos y contenidos provistos por la humanidad. Cabría agregar que, como señalaría algún académico lector de Walter Benjamin, la internet es la condición de lectura de lo contemporáneo. Por eso las prácticas de la cultura literaria hoy existen en tensión con los regímenes de producción, circulación y consumo que ella impone. Hasta que comprendí mi compleja relación con los libros en tanto objetos bellos y decorativos fui un descargador compulsivo de libros piratas. Tengo dos dispositivos de lectura electrónica repletos de material. Leo con asiduidad cuatro o cinco revistas literarias online de diferentes países. Cuando me interesa un escritor, rastreo sus entrevistas en la web. Opino sobre literatura en mis redes sociales, que están entrenadas para mostrarme materiales vinculados con la literatura.

Al hacer estas cosas advierto que buena parte de las propuestas teóricas para aproximarnos a la literatura fueron formuladas en una época en que la internet no existía. Desde el formalismo ruso o el estructuralismo, que reconocían en los textos un uso específicamente literario del lenguaje (diferente del uso cotidiano e instrumental), hasta críticos o grandes lectores como George Steiner, Roland Barthes, Maurice Blanchot o Harold Bloom, quienes leyeron textos y autores que son “monumentos” de la modernidad occidental (Kafka, Joyce, Proust), la tradición que intenta pensar lo específico de la lectura literaria jamás consideró la posibilidad de que los textos pudieran convertirse en imágenes digitales, de que cada lector pudiera publicar sus opiniones sobre un texto y calificar a cada libro en vivo y en directo, o de que las casas editoriales o los viejos publishers se convirtieran en anexos de inmensas corporaciones de extracción de datos que mantienen una guerra soterrada por definir las características de “lo humano”. ¿Cuánto falta para que Google o alguna otra empresa de tecnología nos proponga introducir un nanoorganismo en nuestro cuerpo y lo vincule a una inteligencia artificial capaz de “leerlo”? ¿Podría ese nanoorganismo detectar y codificar las sustancias que producimos al leer un libro de “buena literatura”?

Después de una etapa de zozobra, y pese a sus posibilidades utópicas, la internet cambió nuestra forma de percibir el mundo de un modo que ni siquiera las vanguardias se habrían atrevido a soñar. También, y sin dejar de ser seductora y entretenida, lo hizo de una forma que corona las desigualdades e inhabilita el cambio social. Y las consecuencias de esta lenta mutación todavía en curso son enormes.

Después de una etapa de zozobra, y pese a sus posibilidades utópicas, la internet cambió nuestra forma de percibir el mundo de un modo que ni siquiera las vanguardias se habrían atrevido a soñar.

Este shock en la proliferación de escrituras tuvo, gracias a la masificación de las redes sociales, otro efecto inesperado. Todos los que en algún momento de nuestras vidas pasamos por instituciones consagradas a impartir una educación humanística escuchamos hablar de ellos: los textos – esas entidades un poco fantasmáticas que veíamos desplegadas en el papel grisáceo de fotocopias titubeantes pero que existían más allá de las superficies donde elegíamos depositarlos, más allá de sus autores y de sus contextos de producción e incluso más allá del bien y del mal– empezaron a cobrar vida. Como si de repente los textos, esas entelequias que la modernidad había pensado como sistemas abiertos y la posmodernidad pensó como sistemas estallados, estuvieran poseídos por el carisma y los afectos. Esto significa que, en lugar de corroer los fundamentos de la identidad, los textos la consolidan en beneficio de las corporaciones extractivas de datos. La internet es la nueva propietaria de los textos, y los autores, entendidos como obras de arte, son su combustible. Más allá de la valoración que podamos establecer, estas mutaciones se vieron favorecidas cuando la internet decidió dar un salto privatizador centrado en la identidad como principio organizador de los intercambios tolerados. Viví una época en la cual publicar en internet era fácil, “compartir” y obtener “aplausos digitales” no era esencial, y era posible vincularse con textos, estéticas, sensaciones y vivencias antes que con personas de carne y hueso. No fue hace tanto tiempo. Por el contrario, hoy es casi imposible sostener una identidad anónima en la internet y comunicarse a través de ella, y quienes lo hacen cargan la sombra de lo delictivo. Para navegar en la web es cada vez más necesario que nuestra alma esté conectada a una tarjeta de crédito. Por supuesto que no siempre fue así, y que las enormes cantidades de dinero invertidas en la internet desde principios de la década del noventa, y más aún luego del estallido de la burbuja de las punto com, forzaron esta modalidad, a su vez requerida por las necesidades del sistema financiero.

El carisma, negado a ultranza por la cultura literaria en su religioso viaje hacia la fetichización del texto –el texto entendido como una suerte de Espíritu Santo que existe más allá de sus determinaciones–, retornó al centro de las experiencias literarias fortalecido por la apuesta a la vigilancia y al comercio electrónico de las corporaciones extractivas de datos.

Bajo el mandato expresivo de las redes sociales aumenta la cantidad de escritores, las instancias de legitimación se diseminan y las autoridades que antes administraban la gracia literaria se debilitan. Por supuesto que aún existen best-sellers literarios publicados por la industria editorial, y nadie dice que vayan a desaparecer. Pero también es innegable que, cada vez más, esos best-sellers se producirán de acuerdo con el procesamiento algorítmico de los gustos y preferencias de los consumidores. Es el modelo de Netflix, que encarga series según la parametrización de los datos surgidos de la navegación y el consumo de sus usuarios. Esto elimina la mediación editorial en el plano estratégico. Y no olvidemos que el corazón del negocio de la industria editorial es justamente esa mediación. La industria editorial se dividía entre la exégesis del gusto del público y su construcción mediante apuestas de riesgo. Ambos movimientos tienden a quedar en manos de las máquinas.

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