Se puede recomendar una película, una banda, un libro, un cantante, una ideología, pero nunca a un jugador de fútbol que se retiró. Qué tristeza infinita eso. No poder transferir el pasado, la emoción; todo lo demás -una obra, una historia, una palabra- puede envejecer, puede cambiar, puede resurgir del olvido con una fuerza que originalmente no tenía, puede hechizar como en aquel entonces a una persona que nació medio siglo después, pero el fútbol es, como el teatro, la fiesta de los cuerpos, y es lo único para cuya hipnosis fue necesario haber estado ahí.
Juan Román Riquelme ha pasado a ser algo más que un jugador de fútbol: es, ahora, una contraseña temporal. Un código. Amadeo Carrizo, Bochini, los penales de Goycochea, el Charro Moreno, él. Décadas, una época, concentradas en un apellido. Nombres que nos hacen viajar. Unos días después del homenaje que se le tributó en la Bombonera -al otro día de que cumpliera 45 años-, el mismo Riquelme dijo que había armado toda esa fiesta porque “quería que los nenitos supieran” quién fue él. Saber, lo que se dice saber -qué genera en el pueblo, su lugar en la historia, cuánto lo quieren, qué títulos ganó-, eso puede lograrse, pero una cosa muy distinta es que los nenitos sepan, sientan el asombro de haber estado en ese momento, la tensión. No todo puede legarse. Hay algo, en el fútbol, que YouTube todavía no registra, y es la emoción.
Porque el fútbol… ¿qué es el fútbol? Ante todo, un encuentro. Presente puro. El escritor mexicano Juan Villoro cuenta en su libro Los once de la tribu -una serie de ensayos sobre fútbol que publicó en 1995- que lo más importante del teatro en Atenas no era tanto la obra que se exponía (“si era buena o mala no importaba, o importaba poco”) sino que las personas se reunieran, se congregaran ahí. “Como si el teatro -ensaya el mexicano- fuera un pretexto para juntar al público (...) Se generaba esa sensación de comunidad (…) Y la sensación del público de participar de lo no dicho, de formar parte de la cofradía, era extraordinaria. La gente no solo veía la obra sino que se estaba viendo a sí misma. Un acto de comunión muy cercano al fútbol”.
Por eso el fracaso. Por eso la logia de adultos que sientan a sus nenitos a ver mil veces mil videos de ese wing que tanto amaba, para evangelizarlos, porque no pueden resignarse ante lo evidente: que el fútbol son los nervios que entrega -en ese momento- un centro al segundo palo o una patada del 2. El fútbol no es, como la lluvia, algo que siempre sucede en el pasado. Que lea esta oración, si no, una persona que tenga menos de 25 años: la pisa Riquelme contra el Real Madrid. Y que ahora la lea una persona que bordea los 40: la pisa Riquelme contra el Real Madrid. ¿Vieron que no es lo mismo, que no es igual?
El Riquelme que los nenitos no vieron ha sido el mejor lector que tuvo el fútbol durante los 18 años que él jugó. Fue eso y fue, también, un enganche que hasta pareció desdeñar las luces de la clase alta de Europa. Un tipo que necesitaba que lo quisieran.
Un villero que se peleó con el poder.
Intentaremos un recorrido. Para los que lo vimos, sin embargo, no hay que aclarar demasiado.
Decir Román es viajar.
el juego
“Porque a mí -como contó una vez en el programa Pura Química, de ESPN- me pasaban cosas raras. Capaz vos estabas acá marcándome y yo te decía: ‘Si se la dan a ese y después tira el centro, hacen el gol’. Y se la daban, y pasaba eso: venía el gol. El tipo me miraba. Pero me pasaba eso. Adentro de la cancha me pasaba eso”.
Es muy divertido que Riquelme subraye dónde estaba cuando ese poder adivinatorio le tomaba el cuerpo. Como si lo natural hubiera sido que “eso” le pasara -obviamente- en otro lugar: desde la distancia y la comodidad que dan una platea, por ejemplo, o atento a un televisor 120 pulgadas en medio del silencio del hogar. No. Riquelme elige resaltar que él lo hace estando allá abajo, en el caos -y en un partido que está jugando, en ese estricto momento, él. Es un pitoniso mezclado entre los bárbaros. Un hombre que tiene el futuro inmediato dentro de él y cuando quiere lo puede desatar.
“De todos los jugadores que he dirigido, niños y adultos, Román ha sido el más dotado para conducir a un equipo -le dice José Pekerman al diario El País de España-. A los 15 años ya manejaba todos los tiempos de un partido. A los laterales les ponía el balón dos metros por delante para que centrasen bien perfilados; con los extremos era hábil para meterles el pase en el momento justo, para que ganaran la espalda a sus oponentes; a los 9 los hacía goleadores, y a los medios los volvía más ordenados. En la cancha es donde concentra sus sentimientos más elevados. Es su hábitat. No le importa nada de lo demás”.
Lo inusual de todo esto es que los jugadores que se suelen subir a los pósters o a las tapas de las ediciones del FIFA están hechos de otras habilidades: son cracks que se bastan a sí mismos, llenos de efectos especiales, como Neymar. Son veloces, inverosímiles: estrellas que no se pueden copiar. Les llaman Pantera, Pulga, CR7. Cyborgs invencibles. Criaturas imposibles de atrapar.
“Pero eso es porque su batería de recursos está puesta en primer plano. Está todo a la vista, está todo ahí. Son puro entretenimiento, pura energía. Todo en ellos sucede a toda velocidad. Pero Riquelme… de Riquelme uno podría decir que se parece más al teatro -piensa, intercede, el escritor Mariano Tenconi Blanco, autor y director de las obras de teatro La vida extraordinaria y Las cautivas, entre otras-. ¿Qué pasa en el teatro? En el teatro siempre hay algo que está exhibido. Uno sabe que el actor que acaba de salir de la escena en realidad se escondió allá atrás. O de repente hay uno que se murió ahí acostado pero igual lo ves respirar. En el teatro, una actriz dice que está lloviendo y nunca cayó agua. Y, en algún punto, con Riquelme pasa eso. Todo el tiempo se ve lo que está haciendo. Todos vemos que para la pelota, le hace señas al lateral para que pase, le da la pelota, se la devuelven, él la aguanta, ve libre al lateral del otro lado, da la vuelta, hace que todos se muevan para allá. Riquelme piensa. Y nosotros lo vemos mientras piensa. A Riquelme se lo ve pensar”.
Así que su lentitud, que a tantos ha irritado, no era otra cosa que su generosidad. Un maestro lento y, por eso, generoso. Como si jugara con la repetición incluida, así entendíamos todo de una y mejor.
“Yo no le puedo decir ‘hacé esto, esto y esto’ -se enojó una vez Carlos Bianchi-. No. Yo le tengo que dar libertad. A Cruyff no se lo encasillaba. Bueno: tampoco a Román”.
¿Por qué? Porque la llave de los partidos no está siempre en el mismo lado. Entonces, como hace Messi -y a tantos, también, ha irritado-, hay que caminar, peregrinar, mirar, sentir el juego: pensar. “El fútbol -enseña el comentarista Fabián Godoy, analista de los canales TNT Sports y DirecTV Sports- es una conquista de espacios”. El tema, entonces, es cómo fabricarlos: cuándo, dónde, con qué jugadores, qué duelos conviene generar. El mismo Riquelme lo explicó, perfecto, en 2017. Fue en Fox Sports, y lo hizo con aquel movimiento doble tan gracioso: le preguntaron por Andrés Iniesta, entonces en el Barcelona, y mientras lo describía -obviamente, en tercera persona-, en realidad estaba hablando de sí mismo. De él.
“Iniesta -dijo- es el único jugador que nos enseña a jugar a la pelota. Si nosotros estamos sentados en la tribuna y decimos ‘el 4 va solo, el 4 va solo’, él da la vuelta para dársela al 4. Una cosa que a mí me pasaba… -se le escapa-. A ver: jugar a la pelota es como manejar por la autopista. Si hay un choque, ¿vos seguís por ahí o das la vuelta por el otro lado? Vamos y damos la vuelta por el otro lado. Doblamos, ¿o no? No vamos por donde está el choque. Nadie va por donde está el choque. Bueno: Iniesta hace lo mismo. Si hay mucha gente acá, él va para allá, y el 4 está solo. El único que va y se mete en el choque es Messi. Messi se mete ahí porque no sabe cómo carajo hace para salir. Él se mete, sale, hace el gol y no se da cuenta, después va a la casa y lo mira por la tele”.
Aunque el fútbol suele contarse como un cuentito para adultos -hay débiles y villanos, están los equipos poderosos, el heroísmo, la resistencia, las visitas a un territorio hostil-, en el juego, que es lo que importa, hay una lógica colectiva, numérica, que tranquilamente se puede predecir. Bueno, es lo que hacen los entrenadores: intentan fabricar ese pequeño futuro. Lo que tiene Riquelme -a diferencia del universo- es que él desarrolla en vivo las teorías de los demás. Mientras todo sucede, allá abajo, en medio del fuego, un tipo empieza a unir a sus compañeros como en el juego de los puntitos, va trazando las líneas para que aparezca el dibujo monumental. Riquelme inventa la acción y, mientras tanto, nos muestra de qué está hecho el juguete. Una maravilla. Un flaquito de Don Torcuato que mientras juega nos enseña a jugar.
el barrio
—¿Jugaste ayer? -le preguntó Carlos Bianchi.
—Sí -contestó Riquelme, suavecito.
—¿Y cómo te fue?
—Bien.
—Te doblaste un pie, me dijo el doctor.
—Sí.
—Bueno -concluyó el entrenador-, si el miércoles no jugás, la culpa es tuya.
Lunes en Casa Amarilla. Primer semestre de 2000. Mientras en la Argentina se jugaba el torneo Clausura -20 equipos, todos contra todos: una rueda, un campeón-, en La Boca nacía la obsesión: el club había vuelto a disputar una Libertadores seis años después. Asterisco, nota para centennials: a diferencia de ahora, los dos torneos, copa y campeonato, avanzaban a la par; de febrero a junio se jugaba la Libertadores y de febrero a julio el torneo local. “Así que, como Carlos había elegido que los fines de semana no siempre jugaran los titulares -le cuenta Riquelme al programa Doble 5, en TyC Sports-, me dejaba eso”.
Eso: que cada domingo su enganche de 21 años se mandara a jugar los torneos por plata que se armaban en su barrio, su mundo, su patria, la villa de Don Torcuato en la que nació. El tobillo se lo había doblado ahí. De hecho, solo seis partidos jugó Riquelme, ese semestre, en el torneo local -mientras, en la semana, hacía cosas como estas: meterle un golazo de tiro libre a River en el Monumental, tirarle el caño a Yepes, comandar a un Boca que en la Bombonera le metió seis goles al Blooming de Bolivia, cinco a El Nacional ecuatoriano, tres a River y Peñarol, dos al Palmeiras de Brasil.
“Bueno, muchas de mis mañas eran por haber jugado ahí, en el barrio, por plata”.
Incluso, otra vuelta, Bianchi lo vio medio abatido, quizá triste. Le preguntó qué le pasaba.
—El sábado -le contestó Román- tenemos la final.
La final era, obviamente, la final en la villa. Boca jugaba como siempre por el torneo local ese domingo, pero ahora Bianchi lo quería poner. Pensó. Le respondió: “¿A qué hora podrías llegar a la concentración?”.
Riquelme nació y se crió en una villa de Don Torcuato. A cincuenta metros de la casa familiar estaba -todavía está- el potrero, su canchita: ahí le sacaron aquella foto en la que tiene puesta la camiseta de Boca con la publicidad de Fiat -la de la conquista de la Supercopa 1989 con un Navarro Montoya superstar. Entre diez y once años tenía entonces Román. Hay algo divertido, visto desde el presente, en esa foto. El empresario Franco Macri había fundado Sevel en 1980. Sevel fabricaba los Fiat 125 y 128 en el país. Que esa marca reluciera entonces en el pecho de la camiseta de Boca había sido por una idea -una de las primeras intervenciones- de su hijo Mauricio en la institución. Desde el futuro le sonreía con ella un nenito llamado Román.
Mientras tanto, cuando tuvo que elegir dónde comprarse una casa para vivir, un Riquelme ya ídolo, ya millonario, ya campeón, eligió que debía ser ahí, cerquita del baldío de la foto, en el corazón de su niñez. Escenas de la vida de Román: ir a entrenarse a Boca, volver, almorzar, subir a su habitación, tirarse a dormir la siesta. Y, tras la siesta, esta foto: el ídolo baja ojeroso y ahí en su casa están sus amigos del barrio charlando, tomando mate, sin él.
“Era así -contó él mismo, a un año de haberse retirado, en ESPN-. Algunos tenían llave, se mandaban. La cosa era que allá, en el entrenamiento, yo era jugador de Boca, pero después cuando me subía a la Panamericana pasaba a ser un tipo normal. Ya en la Panamericana volvía a ser un tipo normal. Y llegaba acá y era Román de vuelta. Acá siempre fui Román”.
el poder
Algunos dirigentes de Boca lo apodaban “El Negro”. Se enojaban, no podían creer, cuando el enganche aparecía en sus oficinas con el recibo de sueldo y les decía que no era el real. Rencores y cruces que inspiraron el Topo Gigio. Comienzo de una ruptura indeclinable: la del macrismo y él.
“Estoy orgulloso de ser un villero, de ser un negro en el buen sentido. Estoy orgulloso de ser reconocido sin, pido perdón, chuparle el culo a nadie”.
Riquelme dijo eso en 2010. Se subraya el año porque fue cuando Daniel Angelici era tesorero de Boca y anunciaba en todos los medios que el contrato que cobraba el ídolo ponía en riesgo la salud del club. El macrismo ya no soportaba que el orgulloso negro, el villero, los enfrentara todo el tiempo: alguien lo tenía que limpiar. En 2011, el encargado de eso asumió la presidencia. En 2012, mientras tanto, Riquelme lo hacía otra vez: metía a Boca en la final de la Copa Libertadores de América. La salud del club, misteriosamente, no había recaído. Al revés.
“Boca, Riquelme, Riquelme, Boca, ya se transformó en algo muy fuerte -ordenó el enganche en 2014-. Y eso no se va a romper jamás”.
Román forma parte de la última generación de futbolistas argentinos que ya eran grossos campeones al momento de irse a Europa: el Burrito Ortega, Crespo, Aimar, Saviola, Palermo, Verón. Jóvenes que debutaron a mediados de los 90 y antes tuvieron una vida de cinco o seis temporadas en el fútbol local. Todos, por otro lado, ya jugaban o habían jugado en la Selección. Pero había una diferencia, vital para su historia, entre Riquelme y los demás: nunca pareció que le interesara la clase alta del fútbol. El Burrito Ortega, lo mismo. Iban, jugaban, se llenaban de plata -bien obedientes, todo perfecto-, pero a los 29 años ya estaban otra vez acá. Cuando Aimar volvió a River le quedaba medio tobillo. Palermo regresó a Boca porque no le metía un gol ni al Eibar. Di María tiene ahora 35 y prefiere de nuevo la liga portuguesa. Riquelme -parece una moraleja mala, un cuento de Sacheri- un día la rompió en el último partido de Zidane en el Real Madrid y al otro, medio aburrido, se volvió.
En el libro La pelota no entra por azar, el vicepresidente del Barcelona que lo contrató en 2002, Ferran Soriano, contó que él y su equipo de trabajo no habían estudiado bien “la adaptación” de aquel flaquito de Don Torcuato al mundo catalán. Soriano es ahora el director ejecutivo del Manchester City. E hizo una buenísima en el libro: comenzó la explicación simplemente describiendo la casa de Román. Adonde volvía después de que lo carajeara Van Gaal.
“Tiene un piso prácticamente vacío. En la sala de estar, solo hay una mesa cubierta con un mantel a cuadros y rodeada de pocas sillas. Tiene un recipiente para las infusiones de mate y nada más. Ni un cuadro, ni una foto”.
Como tantos, Riquelme ha necesitado que lo quieran. Bianchi, Basile, Russo, Pekerman: entrenadores que están más cerca de los jugadores que de la pizarra, tíos buenos que nos hubiera gustado tener. Eso primero: confianza, cariño, libertad. Ya luego, con la experiencia que dan las patadas y el tiempo, Román se agigantó: de un atrevido pisador que jugaba de tres cuartos en adelante -su primer Boca, hasta 2002- pasó a ser el sol de todos los equipos, un sabio que lograba que cada uno de sus compañeros orbitara cerquita de él.
“Todo y todos alrededor de Riquelme -escribió Pep Guardiola en el diario El País de España, a propósito de la Selección argentina de Pekerman, durante el Mundial 2006-. Le dieron su Boca Juniors, le dan el Villarreal y le están dando su selección. Por cómo siente el Barcelona su juego, no quisieron dárselo. Pero ahora es distinto. Todos le buscan y, al hacerlo, parecen aliviados (...) Y Riquelme siente que le necesitan. Y yo siento que le gusta. La puesta en escena es toda para él”.
Y así fue desde chiquito, desde que tenía ocho, nueve años y jugaba en un club de baby que se llama Bella Vista, y después en otro que se llama La Carpita, y su papá, Ernesto, no dejaba de mirarlo, más que mirarlo de vigilarlo, mientras lo retaba, le gritaba feo, cada vez que decidía mal.
“Me re cagaba a pedos. Yo iba corriendo y lloraba. Veinte y veinte cada tiempo son en baby, ¿no? Sí. Veinte y veinte. Los cuarenta minutos llorando. Jugaba el partido llorando yo -recordó Román en el programa Hablemos de fútbol, en ESPN-. Los papás de mis compañeros le decían: ‘¡Pero vos estás loco, cómo lo vas a tratar así!’. Y él les decía: ‘No, es la única manera de que mejore. Si no, se va a creer que es muy bueno y no va a querer correr más’. Así que, bueno… si yo soy jugador de fútbol… fue gracias a mi papá, ¿no?”.
Algunos años después, el nene que jugaba llorando quizá ya sabía, y tal vez se creía, lo bueno que era. Los escenarios, por supuesto, se habían alterado un poquito. Ahora está en Brasil, es el año 2000, es la final de la Copa Libertadores de América y enfrente, para colmo, está el campeón. Boca había empatado 2-2 contra el Palmeiras en la Bombonera. La última vez que el club había ganado la copa había sido en 1978, cuando él nació. Entonces, mientras el partido está 0-0 y el Palmeiras se les viene, hace esto: un compañero, José Horacio Basualdo, recupera la pelota. Se la da. Riquelme se la devuelve. Basualdo se la pasa otra vez: intuye ahora que el pibe ese flaquito que los conduce se dará vuelta, irá hacia el arco rival. “Pero no, me la devolvió -se acuerda el Pepe charlando con crisis-. ‘Este está de joda’, pensé. Así que se la di rápido, ¿y qué hice? Me le di vuelta, me le corrí; nah, ya está. Que se fuera. Que no me la diera más”. Pero Román se la tocó de nuevo y, mientras dos brasileños se le acercaban respirando como búfalos, empezó a sonreír.