L a lógica, a veces, es rigurosa: se acercan las elecciones, el debate colectivo se empobrece. 2013 empezó hace rato, pero lo que vendrá sigue siendo una nebulosa. Estamos ante los comicios que menos pasión han despertado en los últimos diez años. Reaparece la sensación que cuando los políticos copan la escena, la sociedad se despolitiza. En un escenario bipolar, el campo de posibilidades se contrae y la palabra nace encapsulada. Un chirrido de opiniones urbanas, demasiado humano, monótono, previsible.
El descontento volvió a ganar la calle. Los medios antikirchneristas asumen decididamente su papel de vanguardia, suman rating, construyen una agenda propia de intervenciones políticas, definen las consignas de las movilizaciones, recauchutan referentes éticos ya ajados y digitan los reagrupamientos antioficialistas. Pero la oposición es un archipiélago de aspiraciones sin inventiva ni novedades.
Visto desde acá, asombra el modo en el que distintos espacios que cuestionan al gobierno y exigen cambios estructurales, se han lanzado a ensayar alquimias con referentes y estructuras de la derecha y el republicanismo elitista. No nos interesa ejercer la denuncia ideológica ni reclamar coherencia, sino más bien hacernos una pregunta: ¿por qué? El kirchnerismo responde: “por mérito nuestro, no hay nada que pueda hacerse a la izquierda del proyecto de poder actual”. Quizás tengan razón, y eso es una mala noticia.
por una lluvia que realmente moje
Sumido en la auto-celebración permanente, el oficialismo detenta la centralidad como árbitro de todos los movimientos, ya sean de rechazo o adhesión. Sin embargo, su iniciativa languidece. El calendario se cubre de fechas para el festejo que remiten al pasado. Les cuesta hilvanar nuevos motivos para salir a disputar la calle. La apelación a los recursos simbólicos descansa en lo hecho como plataforma, y omite lo que el presente tiene de lacerante. Enfoca mal: busca mirar hacia adelante pero sigue con la vista fija en los círculos de fidelidad probada. La escuálida y estado-céntrica reforma de la Justicia contribuye al enclaustramiento de la discusión, en tanto reduce la cuestión del poder a una riña entre corporaciones. Y pone en tela de juicio la recurrente capacidad del gobierno para correr los límites de lo posible.
Sin planes a la vista de una mayor democratización de la riqueza, ni hipótesis de cambio en el modelo de negocios vigente, los vaivenes de la economía repercuten de modo directo en el consumo popular. Así las cosas, la épica derramada deviene melancolía. Y ratifica su estrabismo: ojo en camino que tropieza, y ojo en lo porvenir abrumado por el agotamiento. La epopeya de “la vuelta de la política” se rinde ante el realismo de la gobernabilidad y la administración de lo dado. Huérfanos de iniciativas que logren conmover el amperímetro de la movilización emocional de las grandes audiencias, la coyuntura se retuerce en torno a la escalada del dólar blue, nuevo indicador fiel de las angustias que corroen el retiro masivo de la sociedad hacia la esfera privada.
El antikircherismo de manual, por su parte, no está en condiciones de ofrecer una épica alternativa. Apenas propone la “vuelta de la moral”, un revival republicano, fiscalizador e indignado, con ciertos ribetes de cinismo. Pero entre la humarada de fragores retóricos, comienzan a perfilarse enunciados que anticipan el tenor de lo que se cocina. Solo un ejemplo: la multiplicación de los cuestionamientos a los subsidios que otorga el Estado para los más desfavorecidos, en nombre de la recuperación del trabajo formal y del fin del clientelismo, confirma que, de no mediar la emergencia de nuevos sujetos populares críticos y combativos, el futuro comenzará a parecerse cada vez más al pasado. En estas condiciones, como advierte Martín Rodríguez, se va perfilando un grito de consenso en el mismo centro del sistema político: ¡sciolismo o barbarie!
la varita profana
2013 es también el año de la fascinación nacional por ciertas formas de la soberanía, tanto más trascendentes y reaccionarias. Poderes lejanos quizás, que sin embargo repercuten simbólica y materialmente en una trama social afiebrada por el consumo de imágenes. El festejo casi unánime por la entronización del Papa, que se propone reparar una estructura de poder conservadora por naturaleza. El éxtasis general por la coronación como reina europea de una integrante de la oligarquía vernácula. Apenas un puñado de críticas se oyeron, marginalizadas, en una Nación progre y tercermundista pero capaz de digerir sapos que transforman cualquier cuerpo. En el medio, las catástrofes evitables que dejan muertos de a cincuenta, se procesan en un duelo mediático durante días, y solo vuelven en forma de efemérides crueles que refutan la simbología oficial.
Varios decibeles por debajo de la estridencia cinematográfica y pugilística, los problemas corrientes y comunes siguen definiendo lo importante (y tal vez también las elecciones). Esas cuestiones que la épica oficialista prefiere silenciar o maquillar, para no asumirse balbuceante. Tópicos que la moral protestona de la oposición solo atina a exponer con la gastada jerga del liberalismo. El interrogante central que hoy arroja la economía remite a la situación de los diez millones de trabajadores en blanco –quienes experimentaron una movilidad social en vías de entumecerse–, los más de cinco millones de trabajadores en negro que siguen viviendo en la década del noventa, y el millón y medio de cuentapropistas que hacen malabares para subsistir. Es ahí donde se concentra gran parte del voto constante del kirchnerismo. En su día a día, en sus identificaciones y malestares, se libran las contradicciones de un modelo que quizás haya entrado en etapa de desfallecimiento.
Aún así, el núcleo de coincidencias básicas de casi todos los programas económicos sigue siendo el insaciable consenso de los commodities. Un muro de obviedades que nos tapa el futuro. Sin la tensión del 2009 ni la algarabía del consumo a tasas chinas del 2011, el escenario se aplana, entre somnífero y resignado. Si tuviéramos que plegarnos al ecosistema consignista de la hora diríamos que lo nuevo nace desde abajo, siguiendo las inéditas coordenadas de la actual conflictividad social. Pero más vale la sobriedad que mil eslóganes. Por eso apenas nos animamos a señalar la necesidad de ir en busca de otra cosa.