(Este texto forma parte del capítulo 14 de El peronismo de Cristina, publicado este mes por Siglo Veintiuno).
Nacida en vida de Kirchner como la identidad que reunía a los hijos del poder, voraces y consentidos, la derrota de 2015 y la intemperie que sobrevino la obligaron a mutar hacia una política de mayor cautela con el objetivo de no dañar la coalición oficialista ni delatar una ambición desmedida. Todos esos años les habían servido para hacer un aprendizaje propio y para relacionarse de una manera distinta con otros actores, dentro y fuera del peronismo. Incómodos con la palabra “madurar”, decían que la experiencia había sido útil para “evolucionar”. Hacia dónde era materia de interpretación y debate, más afuera que adentro de la organización. Pero había algo que parecía nítido: desde el minuto cero del nuevo gobierno, se buscaba hacer el mayor esfuerzo para evitar que los acusaran de atentar contra el Frente de Todos y favorecer una ruptura prematura. Reverso de un pasado en el que primaba la ansiedad, el criterio para la nueva etapa era ejercitar la paciencia para no tomar decisiones precipitadas ni reaccionar en caliente. Esa también había sido una enseñanza de la derrota: entender lo complejo y lo diverso del espacio en busca de aplicar un antídoto contra el divisionismo y las posiciones, a priori, irreconciliables.
Ese límite autoimpuesto no impidió dos constantes que se repitieron en 2020: que el resto de las organizaciones que integran el arco oficialista la siguieran viendo igual de voraz y que, ante cada funcionario que cae, surja enseguida un nombre de La Cámpora como potencial reemplazante.
Como ejemplo por demás gráfico, sobre el final del año de la pandemia, Máximo Kirchner decidió ir en busca de la conducción del PJ bonaerense, en medio de un escenario social y sanitario que continuaba siendo de lo más sensible. Pese a que en la inmensidad del conurbano estaba la fortaleza inexpugnable de CFK, el desembarco de su hijo no dejaba de ser una curiosidad en un mapa donde los intendentes del PJ todavía miraban con recelo a La Cámpora y aún aludían a sus dirigentes bajo el mote de “los pibitos”. Quince años después de que Néstor Kirchner enfrentara a Eduardo Duhalde en un acto que alteró por completo el mapa de poder del peronismo nacional y casi cuatro años después de que Cristina rompiera con el partido para ir a competir con la camiseta de Unidad Ciudadana, el jefe del bloque oficialista en Diputados se propuso conducir el sello del PJ, cobrar las regalías de la herencia y dejar de ser el líder de La Cámpora para ser algo bastante más grande en el centro neurálgico del país unitario. Puso su jefatura como prioridad en el territorio madre de todas las batallas y se fijó el objetivo de quedar al frente del partido con el impulso de intendentes aliados como Martín Insaurralde –que sobreactúan lealtad para redimirse de sus habituales zigzagueos– y la venia de rivales históricos como Juan Zabaleta y Gabriel Katopodis, dos de los que habían arriesgado sus acciones municipales en la aventura electoral de Florencio Randazzo, guiados por el espanto que les causaba el cristinismo endogámico. Máximo chocó con la débil negativa de un grupo de intendentes que masticaba bronca en privado y que Fernando Gray se proponía liderar, pero avanzó sin mayores dificultades. Si esa jugada podía representar costos para el objetivo de un peronismo unido y debilitaba la fortaleza electoral del Frente de Todos era algo que solo podría saberse a la hora de contar los votos en los siguientes comicios legislativos. A nivel de la dirigencia, Máximo volvía a beneficiarse con su apellido y su título de heredero más que con su capacidad política. Contaba además con el apoyo explícito de Fernández, que hasta condicionó su candidatura a jefe del PJ nacional a la exigencia de que los intendentes apoyaran al hijo de Cristina.
Desde La Cámpora, se sostenía que el objetivo de Kirchner era parte de una estrategia general que apuntaba a promover dirigentes del sector en las provincias: un movimiento que, según la voz oficial, pretendía diluir a la agrupación en el espacio más amplio del peronismo. Según sus rivales internos, en cambio, la movida iba dirigida a conducir el PJ en todo el país –meta ambiciosa a más no poder– a partir de un propósito de corto plazo, el armado de listas para el año legislativo. En una nota de análisis para elDiarioAR, el periodista Pablo Ibañez inscribió la estrategia de Máximo en la historia del kirchnerismo y marcó que la mudanza definitiva de Santa Cruz a Buenos Aires replicaba el movimiento de su padre, para quien no había proyecto nacional posible sin el control del Gran Buenos Aires y sin dominio del PJ. Pero, según Ibañez, Máximo lo hacía de un modo distinto, más propio de los inicios del camporismo que de la versión madura del Frente de Todos:
Kirchner, en 2008, luego de cinco años de intervención judicial normalizó el partido pero antes hizo una costura que ensanchó al peronismo: arropó a Roberto Lavagna, que en 2007 había enfrentado a Cristina en la presidencial, se reconcilió con protoduhaldistas y jefes territoriales de pasado silvestre o menemista como José Manuel de la Sota, Rubén Marín y Juan Carlos Romero y trabajó con Juan Carlos “Chueco” Mazzón como operador multitasking, para ser el jefe de un peronismo ampliado que luego se rompió con la 125. Pero trató de ser el jefe de todo el peronismo. Máximo avanzó con menos cintura: su ingreso arrebatado, que puede requerir la renuncia masiva de autoridades y una elección prematura, generó heridas y malestares y podría tener derivaciones judiciales. Busca ser Néstor pero usa los modos de Cristina.
Así, la pelea por el PJ bonaerense parece ser, hasta ahora, el movimiento más cuestionado de Máximo.
Jefe indiscutido de la criatura que parieron los Kirchner, Máximo consolidó una cúpula en la que se destacan, además de Larroque, Eduardo “Wado” de Pedro, Facundo Tignanelli, Mayra Mendoza, Mariano Recalde, Luana Volnovich y Rodrigo “Rodra” Rodríguez. Muchos son padres fundadores y encarnan la primera línea de una organización que no reconoce fronteras y amenaza con incorporar o deglutir a los que adoptan una actitud pasiva.
En ese esquema de fricción inevitable, hay algo que le reconocen a la dirigencia camporista tanto en el Frente de Todos como en la oposición: plantea sus posturas con claridad y sostiene su palabra, algo que no todos suelen hacer. Es un diferencial que la distingue de jefes comunales considerados “menemistas” en sus formas, que oscilan según su conveniencia y acostumbran tener un discurso público y otro privado. Históricos competidores que exhiben desde siempre discrepancias con La Cámpora, los jefes del Movimiento Evita valoran de Máximo y de su entorno esa virtud. La organización social que dirigen Emilio Pérsico y Fernando “Chino” Navarro es la única que cuenta con un desarrollo comparable al del camporismo, con un poder territorial más extendido pero sin la preeminencia de La Cámpora en los casilleros estratégicos del Estado.
El equilibrio es delicado porque ese crecimiento no puede conspirar contra la meta de unidad que se considera prioritaria puertas adentro. En eso coinciden con el resto de las corrientes internas que integran la alianza pancristinista: saben que a nadie, salvo a la oposición, le conviene una ruptura.
Pese a lo poco que se conoce fuera de las paredes de la membrecía y la militancia, por más de una razón, el camporismo es una rara avis en el contexto de las identidades líquidas y las redes sociales. Reúne lo que pocos: militancia, conducción vertical, organización, disciplina, presencia territorial, mística, diálogo creciente con el poder real y, lo que consideran un activo fundamental, conocimiento del Estado.
Máximo no solo ordena a su propia fuerza sino que además es capaz de llamar a dirigentes de otras agrupaciones para que disciplinen a los suyos ante algún cruce de segundas líneas. “Esos son tuyos, fijate”, es uno de los mensajes que se le adjudican en la alianza de gobierno.
La agrupación trabaja por un horizonte a diez años, pero construye poder minuto a minuto. Cuenta con el ministro del Interior como lazo con los gobernadores y las provincias, conduce el PAMI a través de Volnovich y la Anses con Fernanda Raverta, tiene presencia en Desarrollo Social con la secretaria de Inclusión Social Laura Alonso y pesa en YPF por medio de Santiago “Patucho” Álvarez, Desiré Cano y Santiago Carreras. Ahí asoma otra diferencia importante: la organización que se potenció a partir de 2010 se preocupa de manera especial por formar funcionarios para ocupar lugares en la gestión y les pide que se especialicen en temas estratégicos, incluso bastante antes de que sean designados en puestos de visibilidad. Se busca, según repiten, formar políticos profesionales.
Sin embargo, el Ejecutivo no es el único ámbito donde se advierte la presencia de la agrupación. Su peso se percibe con claridad en Diputados y viene aumentando en el Senado, como lo muestra el rol de Recalde, Anabel Fernández Sagasti, Matías Rodríguez y Martín Doñate. Pero, además, se replica en las legislaturas provinciales y se extiende en las universidades, los colegios secundarios y los barrios populares. El mundo del trabajo, donde pesa el sindicalismo peronista, es la zona donde más le cuesta hacer pie: o la organización de los asalariados no figura entre sus propósitos o se trata de un déficit sintomático. Tan cierto como que el peso de la actividad industrial y la clase obrera aparece en retroceso desde hace décadas es que el primer kirchnerismo parió generaciones enteras de nuevos trabajadores que vivieron el auge del consumo, se sindicalizaron y se incorporaron a la política gremial en gran medida bajo la conducción de la ortodoxia cegetista. De ese universo, que en algún momento pretendió liderar Facundo Moyano con la creación de la Juventud Sindical, también se sabe poco, pero algo parece fuera de duda: no es ahí donde crece La Cámpora.
Las generaciones
Junto con la actuación pública de una generación que se formó por impulso de Néstor Kirchner y se crio bajo la protección de Cristina, hay una mutación interna de la que también se conoce poco. 2015 fue el año bisagra que marcó, para muchos, un antes y un después. La derrota, el llano, las diferencias y la ofensiva del macrismo para reducir al kirchnerismo a una experiencia delictiva llevaron a un proceso de decantación. “Se fueron los que no estaban convencidos”, me dijo un funcionario que se sumó a la organización en sus inicios y valora ese período como parte de un aprendizaje forzoso y necesario. Algunos que tenían chofer a disposición regresaron a sus puestos de empleados en el Estado y volvieron a tomarse dos colectivos. Al retornar a sus antiguos lugares, otros advirtieron la mala imagen –por usar un eufemismo generoso– que habían dejado en los trabajadores unos cuantos camporistas que, de la noche a la mañana, aparecieron en posiciones de mando que no supieron ejercer con criterio político. Sobran anécdotas para ilustrar la soberbia de recién llegados al mundo de la política que maltrataban a empleados rasos amparados en su condición de delegados de la jefa del movimiento popular. En ese tipo de rasgos encarnaron el rencor de sectores de la clase media y la caricatura que difundieron las empresas de comunicación que apostaron todas sus fichas a que un espécimen como Macri podía sacar a la Argentina del estancamiento. “Teníamos mucho poder, no estábamos preparados y muchos laburantes quedaron resentidos. No sabíamos cómo conducir”, se sinceró un veterano con el que hablé con el cuidado que exigen la política, en general, y La Cámpora, en particular.
En una entrevista que le hice para elDiarioAR a fines de enero de 2021, Larroque explicó a su manera parte de esa transformación vertiginosa y obligada:
Con Néstor en vida, había una idea de preparar un esquema de cuadros a diez años y la muerte de Néstor precipitó todo. Cristina decidió rodearse de personas de confianza y entendió que nosotros cumplíamos esos requisitos. Fue un proceso de trasvasamiento que se dio de manera más acelerada de lo previsto. Teníamos diez años menos que ahora y eso puede jugar, pero pienso que el saldo fue positivo.
Las dificultades, las contradicciones y la crisis económica no impidieron que, a diez años de su nacimiento, la agrupación haya experimentado un desarrollo notable. Los que se incorporaron a la función pública con 30 años hoy tienen 40, y la distancia generacional con los más jóvenes que se siguen sumando es inevitable. Aunque de manera oficial se prefiera hablar de una armonía y negar ese desfase, el propio Larroque lo reconoce en parte, y entre la militancia están quienes advierten ese choque entre la responsabilidad de gestión y la mística juvenil que envolvía a la organización en su origen y sigue impregnando al piberío.
Con un lenguaje inclusivo que también es parte de la transformación de los últimos años y se advierte incluso en los discursos de Máximo, Larroque identifica cuatro generaciones: la de los fundadores que hoy están arriba de los 40 años, una segunda que tiene lugares de responsabilidad muy importantes y oscila en los 35 años, una tercera formada por los pibes y las pibas que andan por los 25 años y una cuarta integrada por los compañeros y compañeras que están en el secundario. El intercambio entre las distintas camadas, cada una con su rol y su especificidad, se tornó más complicado que de costumbre durante el año de la pandemia para una organización que sigue apostando a la “construcción militante, territorial y colectiva”. Solo en algunos momentos se pudo advertir con nitidez la línea que une de punta a punta a la agrupación, como en los procesos que terminaron con la aprobación del aborto legal, el impuesto a la riqueza o la ley sobre manejo del fuego. En el día a día, sin embargo, el Estado suele absorber casi por completo a muchos funcionarios y no les deja tiempo para conducir con claridad a una base que se expande a lo largo de todo el país. Para algunos se trata de una dificultad notable, un desafío político propio del crecimiento al que hay que prestarle especial atención. Para otros, en cambio, el tema es casi inexistente y ese principio de divorcio en realidad se reduce a los días de cuarentena. Finalmente, están los que piensan que La Cámpora es una agrupación en constante construcción, moldeada no solo por sus líderes sino también por las circunstancias.
El distanciamiento social impidió los plenarios, las reuniones, los viajes y las visitas que los líderes de la agrupación hacían en forma permanente a las unidades básicas. “El brazo militante del Estado” tuvo que llegar por lo general a través de las redes sociales, vía Zoom, Instagram o WhatsApp, aunque también se organizaron ollas populares en el peor momento de la pandemia y hubo presencia en los comedores barriales. Volcados como nadie a la tarea de gobierno, cerca de Kirchner y De Pedro sostienen de todas maneras que se ocuparon del vínculo con la juventud y participaron de encuentros físicos y virtuales en los meses del encierro. En palabras de Larroque,
tener un vínculo permanente o de interacción con los compañeros y compañeras es algo que necesitamos casi en términos psicofísicos: nos oxigena, nos da fuerza y nos permite observar si estamos cometiendo algún error. Muchas veces en una reunión, mirando los gestos de los compañeros y las compañeras, uno va advirtiendo qué va bien y qué va mal, más allá de lo que se pueda argumentar.
Algo parece claro: lo que en los comienzos era una agrupación de iniciación hoy es una plataforma de gobierno, y no es fácil atender la demanda desde abajo para los viejos dirigentes que hoy se ven consumidos por la gestión cotidiana en un contexto inesperado.
La defensa del sistema
En el primer año del Frente de Todos, ese cambio de escenario forzado por la pandemia convivió con criterios que se mantuvieron inalterables. La Cámpora se nutrió desde su origen de militantes que, como parte del activismo antimenemista, fueron protagonistas del ciclo que terminó en el estallido de 2001; crecieron con la crisis de representatividad y el “que se vayan todos”, pero encontraron rápido un cauce en el proceso que lideró Kirchner padre y se sumaron a la política institucional con la consigna de no reeditar aquel abismo al que la Argentina no podía regresar. Sesgados por la defensa irrestricta de sus propios intereses, la oposición más dura y una parte del establishment se cansaron de presentarlos como una desviación hacia los extremos sin advertir que la nueva generación kirchnerista continuaba la tarea que había iniciado Néstor sobre los escombros del sistema de partidos, cuando le inyectó a la política que agonizaba una dosis altísima de legitimidad y en tiempo récord. Guiados por ese mismo criterio, los jefes de La Cámpora trabajan contra “el peligro de la antipolítica” y se proponen la defensa y el fortalecimiento del sistema político. Son más un dique de contención que una amenaza. Elocuente, el desplazamiento hacia el centro de la agrupación de Máximo incluye una apuesta de mediano plazo y se advierte con notable claridad en la alianza con Massa, aquel rival encarnizado que tuvieron a partir de 2013. El hijo de la vicepresidenta y el fundador del Frente Renovador sostienen un acuerdo que trasciende las paredes del Congreso y le permite a Kirchner abrir un canal de negociación con el poder económico que juega asociado a Massa desde hace por lo menos una década. Se trata de un bloque empresario con intereses permanentes: dueños de medios; pulpos del sector energético como Marcelo Mindlin, la familia Bulgheroni y Manzano; actores del sistema financiero como el fallecido Jorge Brito y hasta fondos de inversión extranjeros como el que lidera el doble agente mexicano David Martínez, socio de los Brito en la generadora eólica Genneia y de Magnetto en la gran Telecom.
La Cámpora se para como punto intermedio entre las máximas que marcaron el período de CFK como presidenta y los axiomas del emprendimiento independiente que llevó adelante Massa cuando se propuso insinuar su propia alianza de clases, entre la aristocracia obrera –unos tres millones de personas, en 2013– que maldecía al Frente para la Victoria por el pago de Ganancias, los sectores afectados por la violencia urbana y una facción del Círculo Rojo que aparecía en disponibilidad. Así, la comandancia camporista parece haber trascendido su propaganda inicial: ya no se aferra a las consignas de “los pibes para la liberación” y “los soldados de Cristina”, sino que aparece como su continuadora, la pretendida síntesis histórica de todos los kirchnerismos. De fondo, algunos camporistas imaginan una alternancia posible a mediano plazo entre lo que Máximo y Massa expresan dentro del subsistema de partidos que es el peronismo. En este punto, adaptan la tesis de Néstor que sugería una centroizquierda y una centroderecha para una especie de pacto interior que le permitiría al panperonismo presentar distintas ofertas, sin el costo de la jibarización entre facciones. En esa maqueta de futuro, Máximo es el candidato natural que, según todos suponen, buscará en algún momento su propia oportunidad.
De todos modos, reparar solo en el trabajo de adaptación en relación al establishment que hace la organización puede llevar a subestimar su construcción política y minimizar sus fortalezas. En paralelo con ese corrimiento que le permite desde hace un tiempo sentarse en la mesa del poder real, La Cámpora también ejercita su músculo para seguir sumando sectores que construyen en otra dirección. Eso explica que se haya consolidado como el único actor que se mantiene en pie de todo el mosaico de organizaciones que llenaba hace unos años el álbum de sellos del kirchnerismo. Unidos y Organizados, Kolina, Nuevo Encuentro y tantos otros agrupamientos pasaron a la historia, se diluyeron o sufrieron escisiones que se sumaron al camporismo. Kirchner hijo edificó en los últimos tiempos un vínculo con parte del feminismo, con los movimientos ambientalistas y con dirigentes de agrupaciones sociales como Juan Grabois de la CTEP o Federico Fagioli de La Dignidad. Además, mantuvo bajo su órbita al transversal Itai Hagman y se esfuerza por sostener una relación con la legisladora porteña Ofelia Fernández. Ese trabajo de contención no está exento de contradicciones y dificultades; al contrario, se basa en la incomodidad que generan las posiciones de los que se mueven en la frontera de lo permitido por La Cámpora. Es el intento, dicen, de nutrirse de otras fuerzas para evitar que la política se convierta en una profesión endogámica que replique los modos de una casta. Dentro de los grupos que forman parte del gobierno, solo Barrios de Pie se mantiene por fuera de la égida de La Cámpora, aunque conserva con su dirigencia un diálogo constante.
El esfuerzo por tender un lazo con las organizaciones sociales tampoco impide que la agrupación quede enfrentada a los sectores más perjudicados por la ola de marginalidad que se viene propagando en los últimos años. Después de un largo período de negociaciones que no resolvieron el problema, el desalojo con represión a las familias que ocupaban un predio de 100 hectáreas en Guernica encontró a Kicillof, Larroque y Sergio Berni unidos detrás de un criterio que, de haber estado en la oposición, habrían denunciado sin dudas, sobre todo los dos primeros. Fue en octubre de 2020, cuando el secretario general de La Cámpora eligió ponerse en la vereda de enfrente de un ejército de necesitados que acumulaba dos meses de supervivencia a la intemperie, y eligió denunciar a los sectores de izquierda que eran parte de la toma pero de ninguna manera representaban a la mayor parte de los desesperados. En esa población abundaban, por el contrario, votantes históricos y naturales del peronismo kirchnerista.
Kicillof y Larroque actuaron forzados por la justicia, los intendentes del Frente de Todos y la presión de los medios que nacionalizaron el conflicto con lógica policial. El Estado municipal y el provincial no habían previsto la ocupación, habían llegado tarde para impedirla y querían actuar de manera ejemplificadora para que no se propagaran las tomas. Guernica mostraba tanto la escasez de reflejos del gobierno como la profundidad de una crisis que expulsaba hacia los márgenes a una porción creciente de las mujeres, hombres y niños que habitaban el Gran Buenos Aires. Las cifras de desocupación, pobreza y desigualdad en ascenso no podían desligarse del cuadro que proyectaba ese gran descampado a cielo abierto, pero el cristinismo decidió adoptar una costumbre que no figuraba en su manual de campaña: ubicar a los desesperados en la esfera del delito. Como líder y fundador de La Cámpora, Larroque quedó entrampado en ese callejón sin salida y resolvió, finalmente, de una forma que solo delataba la impotencia de la política para regular el desarrollo inmobiliario guiado por la lógica del mercado.
Otra vez, nada es lineal. Esa amplitud a nivel de la superestructura no impide que el camporismo tenga dificultades para crecer en el ámbito territorial pese a su poder político y su potestad para construir desde la estructura del Estado. La excepción de Mayra Mendoza, única intendenta que logró imponerse en el conurbano con la camiseta de La Cámpora, muestra un déficit que la militancia atribuye a una serie de características. Demonizada por los medios, víctima de su falta de humildad o “mal vendida”, como sostienen algunos cuadros intermedios, la organización apuesta muchas veces a armar un espacio más amplio para licuar el peso negativo que tiene su nombre entre la clase media del interior y los grandes conglomerados urbanos.
Hasta hoy al menos, le cuesta imponerse entre los no convencidos que la siguen viendo, en el mejor de los casos, como parte de una estructura cerrada y lejana. Junto con lo territorial, está pendiente la relación con el electorado que queda más allá del alto piso de adhesiones que conserva el cristinismo, una base envidiable que, sin embargo, no alcanza para ganar elecciones. Ese es uno de los principales desafíos para el proyecto mayor que amasan sus dirigentes todos los días: ser ellos, alguna vez, la conducción del panperonismo y la cara principal del gobierno.