Todo parece indicar que en la Argentina agoniza una etapa histórica. El fin de ciclo se palpa, ante todo, en el sistema político. Las dos grandes maquinarias de representación que reinaron en lo que va del siglo, si bien conservan cierto protagonismo, ya no encarnan un horizonte de futuro que entusiasme. Pero esto es apenas una consecuencia de movimientos tectónicos que tienen lugar en capas más profundas de la cebolla social.
El agotamiento también atañe al esquema de contención conformado en base a subsidios al desempleo y el trabajo precario, que surgió en el momento mismo del crac de la convertibilidad y lleva el sello del duhaldismo. Esa red de protección montada en medio de la crisis para evitar la caída hacia el vacío de millones de personas, y que moldeó las expectativas de los movimientos sociales, nunca llegó a ser un dispositivo integrador. Y ni el recuerdo los puede salvar. Salvo que, en un giro de audacia innovadora, se universalice la asistencia social hoy focalizada.
Como la conversación pública suele detenerse en este nivel del diagnóstico, según el cual las estructuras estatales hacen agua, no es extraño que la novedad en términos discursivos irrumpa con ropaje ultraliberal. El avance libertario resulta según las encuestas tan meteórico, que hasta el mismísimo formato de la polarización puede dar paso en 2023 a un esquema de tres tercios.
El cambio de postura del kirchnerismo es un intento por salir de esta espiral de impotencia. Comenzó el 1 de febrero con la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque en la Cámara de Diputados. Continuó en marzo con el masivo voto contra el acuerdo firmado por el gobierno del Frente de Todos con el Fondo Monetario Internacional. Y en mayo ya estaba en marcha una estrategia para influir desde el Parlamento en el derrotero del Ejecutivo, mientras se dirimen los alineamientos para la pelea presidencial de 2023. Como uno de esos equilibristas suspendidos de la soga en lo alto del circo, la fracción mayoritaria del peronismo contemporáneo debe avanzar con sumo cuidado para evitar que la totalidad de la troupe oficialista se sumerja en el barro de la ingobernabilidad.
En una carta publicada hace pocos días, Juan Grabois habló de “la crisis del compromiso comunitario que lo degrada todo”, en referencia a “ciertos dirigentes y grupos intermedios, dentro y fuera del Estado, que parecen más interesados en sostener espacios o mantener su posición en los sistemas de decisión que en resolver problemas de la gente”. El resultado es “una posición statuquoista y conservadora” que le impide al Estado cumplir con su función de servir al pueblo: “una verdadera estafa contra los pobres”.
Hay quienes describen el mismo fenómeno como un “envilecimiento de las dirigencias populares”. No se trata apenas de un desliz moral, o de algún tipo de cualidad generacional, sino de la ausencia de un desafío popular desde abajo como el que irrumpió a comienzos de siglo, con la exigencia de trastocar estructuras y transformarse a sí mismos. Sin esta fuerza histórica cuestionadora, la única opción termina siendo administrar la decadencia de experiencias políticas que hace pocos años se presentaron (y autopercibieron) como procesos de cambio. Y flotar como un corcho hasta que se desate la tormenta.
La encerrona que pone contra las cuerdas al gobierno de Alberto Fernández es la misma que neutraliza cualquier ímpetu reformador en el seno del peronismo. Lo mencionó Cristina Fernández en su discurso en Resistencia: “la carencia de instrumentos por parte de los Estados nacionales para dar cuenta de las nuevas realidades y de los nuevos actores sociales, económicos, mediáticos, tecnológicos, está poniendo en crisis a la democracia”.
La conclusión de la vicepresidenta nos retrotrae al inicio del ciclo, y pone sobre la mesa algo que sospechamos desde un principio: sin el Estado no se puede, con él solo no alcanza. No hay democracia real si no se trastocan las estructuras del poder, para experimentar una soberanía popular efectiva. Y eso incluye a las propias instituciones estatales, que siguen siendo el coto de caza de partidos expertos en arruinar la esperanza de las mayorías. Pero la transformación involucra sobre todo al modelo de desarrollo, con sus protagonistas empresariales concentrados, nacidos para depredar.
La pandemia en 2020 y la guerra de Ucrania en 2022 no son obstáculos insólitos en un camino pavimentado que nos toca sortear para retornar luego la senda del porvenir. No vale lamentarse por la mala suerte de padecer acontecimientos excepcionales, sin los cuales nuestro destino hubiera estado asegurado. Muy por el contrario, nos adentramos en un nuevo mundo de inestabilidad garantizada, donde la democracia vuelve a ser una moneda de cambio, y para colmo devaluada.
Con ustedes, el capitalismo en serio.