Trabajaban de cualquier otra cosa menos de motoqueros. Habían tenido algún puesto en una fábrica pero con el menemismo y el cierre masivo de las empresas no les quedó nada. Los motivos para armar el Sindicato Independiente de Mensajeros y Cadetes (Simeca), a fines de los años noventa, sobraban: no había vacaciones, no había aguinaldos, no había empleo registrado. No había nada.
La mayoría eran varones –no todos– entre sus 20 y 30 años, desocupados o subocupados, del Conurbano y de la Capital. Muchos de ellos habían militado en los centros de estudiantes, otros en organizaciones sociales como el Movimiento Teresa Rodríguez, Hijos, o en cooperativas. Había motoqueros peronistas, anarquistas, comunistas. No querían un sindicato tradicional con dirigentes traidores a la clase trabajadora. Empezaron, entonces, a discutir la posibilidad de un sindicato horizontal, independiente y clasista, enmarcado en la idea de un anarco-sindicalismo.
¿todos para uno?
La prensa no les prestaba atención hasta que se convirtieron en la primera línea de lucha durante la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001. Su territorio natural era (sigue siendo) la city porteña. Reunidos en las esquinas, en las paradas estratégicas donde se pasaban los viajes, presenciaron en vivo los eventos previos que desencadenaron el estallido social. Vieron camiones de caudales en horarios poco habituales salir de la zona bancaria; las primeras cacerolas que sonaron en las puertas de los bancos tras el anuncio del corralito; escucharon cómo crujía el metal de las persianas cuando empezaron a cerrar las casas de cambio. El termómetro social en alza, los rumores de saqueos y ellos que, pudiendo haberse ido, decidieron quedarse.
Hay registros fílmicos, fotografías icónicas y largos testimonios en documentales, que muestran cómo, en medio de las corridas y los gases, fueron los motoqueros quienes hicieron retroceder a la policía. Formaron círculos en las laterales de la Plaza de Mayo, se erigieron como barrera entre los manifestantes y la montada, arremetieron con oleadas de piedras que llevaban en sus cascos, rescataron heridos de golpes y balas, incluso algunos fueron detenidos. Y lloraron la muerte de un compañero –Gastón Riva, de 31 años– a manos de las fuerzas de seguridad.
La experiencia de Simeca tuvo su década de oro. Después del cimbronazo de 2001, vino la reconstrucción lenta del país y el sindicato se hizo fuerte en las calles. Bastaba que uno solo dijera que una agencia se zarpaba con las comisiones que le cobraba para que cientos de motos se reunieran en la puerta y obligaran a los patrones a bajarlas a un precio razonable. Se organizaban en comisiones para cubrir todos los frentes: salud, organización, prensa, entre otros. Era tal la potencia motoquera y la épica de su participación en el Argentinazo que nunca sospecharon que el gobierno de Cristina Fernández le daría la representación gremial a otra organización. Pero eso fue lo que pasó en 2011: Carlos Tomada, entonces ministro de Trabajo, le otorgó a Asimm, Asociación Sindical De Motociclistas Mensajeros y Servicios –un núcleo peronista, de derecha, bancado por Gerónimo “Momo” Venegas, sin presencia territorial verdadera pero prolijo a nivel burocrático– la personería gremial. Fue un quiebre.
Los militantes de Simeca quedaron huérfanos. Se alejaron como quien se aleja para siempre de la casa materna, a la que se vuelve solo en la nostalgia de lo simple: las asambleas multitudinarias, el primer local en la calle Venezuela donde H.I.J.O.S. Capital les cedió espacio, los primeros viajes, la ayuda mutua entre motoqueros anónimos en la pista, la construcción de un sindicato horizontal para un mundo diferente, donde primaba lo colectivo.
A Simeca no le alcanzó con la participación de los fleteros. Quizás faltó formación sindical, cintura política para encontrar aliados, emprender campañas serias de afiliación o emprolijar los papeles. Lo cierto es que, desde entonces, el sector no volvió a tener una representación fuerte y genuina. Algunos ex Simeca acompañaron la creación de otras agrupaciones de motoqueros que tuvieron una vida corta (Motoqueros Peronistas, Motokeros Trabajadores Argentinos - MTA) y hasta de un nuevo sindicato Sucmra (Sindicato Único de Conductores de Motos de la República Argentina), inspirado en aquellos ideales pero que no logra aún crecer en volumen.
actualización laboral
Han pasado veinte años y el oficio transmutó. Ya no existen las agencias ni las mensajerías, ya no hay telefonistas que organicen el reparto como entonces. La pandemia del Covid-19 aceleró la informatización de las mesas de entradas y profundizó el protagonismo de las aplicaciones de reparto como PedidosYa y Rappi. Los envíos son —en su mayoría— deliveries de casas de comida, supermercados o farmacias y las multinacionales tercerizan el espacio digital y a quienes reparten. No solo eso: también jerarquizan, rankean y priorizan entre sus “emprendedores” (repartidores) para asignar los pedidos según los puntajes obtenidos, acorde a las normas que las mismas empresas establecen.
En otros aspectos, veinte años no es nada: las juventudes rappitenderas o riders, los motoqueros de hoy, enfrentan condiciones laborales paupérrimas, idénticas —desde lo estructural— a las que conoció el piberío fletero de 2001. Según el informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicado en octubre de 2020, en Argentina el 73% de los trabajadores de plataformas digitales de reparto utiliza bici y el 27% motocicleta. La mitad no tiene ART, seguro de accidentes o cualquier tipo de cobertura. Y el 20% del total sufrió accidentes mientras trabajaba. En promedio, le dedican 8,6 horas por día al reparto y más de 6 días a la semana. La ganancia mensual estimada es de 29.800 pesos (102 dólares). Se trata de un grupo joven, con predominio de varones con estudios universitarios o superiores, y fuerte presencia de migrantes —para los que representa la principal fuente de ingresos.
el sistema funciona así
Aunque tenía título de técnico químico, la empresa metalúrgica donde trabajaba lo despidió a fines de los años noventa. Javier Cancinos (46), entonces, usó la indemnización para comprar su primera moto. Trabajó tres meses en una agencia, se llevó algunos clientes y empezó a frecuentar Perón y Pellegrini en el microcentro porteño, una parada de motos que era comunidad y pertenencia. En esos encuentros cotidianos el Simeca empezó a tomar su forma primigenia. Luego, cuando el sindicato se deshizo, Cancinos decidió alejarse de la mensajería hasta que le robaron la camioneta con la que trabajaba, en 2015. Por eso acondicionó la moto y volvió a la esquina de siempre. Fue casi como si nunca se hubiera ido.
“¿Por qué seguimos precarizados? No sé si hay algo que falla, el sistema funciona así. Nos tiene en la primera línea de precarización y eso es funcional a una clase social, es una cuestión histórica, algo cíclico”, dice. Por varios años, Cancinos se apartó del activismo pero encontró un espacio de militancia en 2017, en la Asamblea Barrial por el medio ambiente de Valentín Alsina. Dice que apoya el trabajo que hacen los compañeros de Sucmra, donde hay varios que fueron de Simeca pero que él ya no quiere militar en el sector.
Javier Cancinos está cansado. Si bien tiene sus clientes fijos y no trabaja con las plataformas, cuenta que con los años se hace más difícil sostener el ritmo de vida. “Cobro en negro, nunca me hicieron aportes, nunca tuve vacaciones pagas, nunca cobré un aguinaldo, nunca me enfermé porque iba a trabajar igual. ¿Hasta cuándo voy a seguir? ¿Cómo voy a hacer?”. Sus preguntas quedan suspendidas en el aire.
“Algunos dicen que a través de las aplicaciones el laburo es otro y nosotros pensamos que no, el medio por el que te convocan al trabajo es distinto pero no el oficio”, dice Mariano Robles, 48 años, fundador de Simeca y actual secretario general de Sucmra que cuenta con alrededor de 3.500 afiliados.
El oficio mutó hacia otras actividades junto con el arribo, hace una década, de las aplicaciones de reparto cuyo boom tuvo lugar hace cinco años y su pico máximo durante la pandemia del Covid-19. Las aplicaciones incorporaron al mercado laboral a quienes reparten tanto en moto como en bicicleta. En un contexto de crisis socioeconómica mundial y con 2.1 millones de personas desempleadas en Argentina a septiembre de 2021 (según el Instituto Nacional de Estadística y Censos), se estima que en la actualidad 50.000 personas se han volcado a la mensajería en Argentina (el doble que en 2001), con una edad promedio de entre 25 a 30 años. Este dato lo aporta Robles, según un relevamiento realizado por Sucmra durante este año, que incluyó no solo a repartidores de aplicaciones, sino también a comisionistas y mensajeros autónomos. “Cuando nosotros empezamos en 2001 también creíamos que era un trabajo temporario y terminó siendo nuestro oficio. A los chicos les está pasando lo mismo”, dice Robles.
ahora ni eso
Es motoquero y también es poeta. Aunque hace dos años que “se bajó de la moto” y solo la usa por el placer de viajar. Sebastián Gianetti (49) estuvo ahí. En la fundación de Simeca, en la resistencia motoquera de diciembre de 2001, en la primera marcha que se hizo por los peajes altísimos que se le cobraba a las motos, en las acciones políticas contra las agencias, en las discusiones horizontales —aunque ya no cree en esa horizontalidad—, y así hasta que en 2011 perdieron la personería gremial.
“Hace 18 años trabajo en una productora (en relación de dependencia) y hace 15 soy delegado del Sindicato Argentino de TV, coordino el área logística, pero hasta 2019 hacía tareas de motoquero”, cuenta. Cuando se desarmó Simeca, Gianetti fundó junto a Maximiliano Arranz Madorrán, Motoqueros Peronistas, una agrupación alineada con el Movimiento Evita. La experiencia no duró, Arranz Madorrán dejó el espacio y se alió con Asimm para convertirse en el secretario adjunto. Él también había sido parte de Simeca. “Nos traicionó”, dice Gianetti.
En la actualidad, cuenta, hay muchos motoqueros independientes con 2 o 3 clientes grandes. Han empezado a surgir, también, algunos que trabajan para Mercado Libre. “Le están sacando laburo a los utilitarios, hay motoqueros ahora que cargan cajas, es peligroso para ellos. Se sumaron también muchas mujeres”, comenta. Es que antes, un motoquero cobraba un diferencial si transportaba un bulto, una caja o trabajaba en condiciones climáticas adversas. Ahora las apps monetizan a su conveniencia estas diferencias y se quedan con una gran parte.
Si bien nunca hizo delivery, Gianetti recuerda que antes la modalidad era diferente. “Te contrataba una pizzería, se laburaba con la cajita blanca en la moto. Hoy trabajás para las apps, les pagás la ropa y la mochila, te hacen figurar como independiente y nadie se hace responsable de vos. Antes las agencias te ponían en negro pero se tenían que hacer responsables si algo te pasaba”. Ahora, ni eso.
“Tengo 49 años y sigo fleteando como cuando tenía 20. No hice cuarentena, laburé para empresas de alimentos, laboratorios y otros clientes”, cuenta Silvia Cabrera. En 1995 tenía tres hijos y ningún trabajo, cuando agarró la moto no sabía siquiera dónde quedaba Avenida Corrientes. Su primer viaje debía durar 15 o 20 minutos pero lo hizo en 4 horas. Después, aprendió.
Dice que no eran muchas, pero que había mujeres motoqueras aquel diciembre de 2001 resistiendo la represión policial. De ese lote casi todas, al día de hoy, “ya se bajaron de la moto”. Participó de la fundación de Simeca, MTA y Sucmra pero después esos proyectos naufragaron, al menos en la zona de CABA y Conurbano. Desde entonces es mensajera autónoma y se define como militante de las calles, codo a codo en las pistas con sus pares que la respetan porque saben que hace más de 25 años que es fletera.
“Con las nuevas tecnologías me fui acomodando, mis hijos me ayudaron. Extraño el handy aunque el WhatsApp abre puertas”, cuenta. Cabrera aprendió a manejar el TAD (trámites a distancia del Gobierno de la Ciudad) y algunas páginas como la del Colegio de Escribanos para ofrecer el servicio de tramitación electrónica a la par de la mensajería tradicional. Dice que le gusta ser fletera. “Vas a otra velocidad, a otro tiempo y pasás muchos momentos de soledad. Estamos solos manejando adentro nuestro 8 o 9 horas al día. Y manejando así somos libres”.
pulsión cooperativa
Ariel “Rulo” Vainberg (46) no tenía moto cuando participó de las jornadas de lucha de 2001. Era piquetero del Movimiento Teresa Rodríguez. En 2003 consiguió una, se acercó a Simeca por invitación de unos amigos y se quedó hasta que bajaron las persianas en 2011. “En ese momento éramos todos muy anarquistas, me pregunto qué hubiera pasado si nos peronizábamos antes, hoy la mayoría son peronistas aunque no es mi caso. Hablo de peronizarnos sin reivindicar a María Estela Martínez de Perón. Tal vez el sistema hubiera confiado más en nosotros, no nos hubieran cerrado las puertas”, reflexiona.
Sin embargo, nunca dejó el oficio. “Trabajo como motoquero en la Cooperativa Enlace desde hace veinte años. Fue la forma que encontramos de eludir a las agencias que se quedaban con el 50% o 60% de nuestro trabajo”, le dice a crisis. La experiencia de Simeca le dejó un sabor amargo, por eso —cuenta— puso toda su pulsión militante en el movimiento cooperativo.
“El avance de la tecnología nos pegó como lo hizo al peón rural a mediados del siglo veinte. La mensajería tradicional ya se ha reemplazado por un celular cualquiera”, dice Vainberg. Antes de la pandemia, en 2019, los socios estaban preocupados por el impacto de las plataformas de reparto sumado a las TICs y varios pensaban dejar el rubro. La cuarentena les dio un giro rotundo: trabajaron como hacía tiempo que no lo hacían y se posicionaron como proveedores.
Vainberg dice que ser motoquero en una cooperativa es tener compromiso, estudiar la geografía del conurbano y realizar tareas que beneficien al colectivo por sobre el interés individual. “Si eso no te interesa andá a Rappi nomás”.
del otro lado de la pantalla
La multinacional uruguaya PedidosYa absorbió en 2020 las operaciones de Glovo en Argentina. En mayo de 2021 difundió que tiene 35.000 repartidores activos en su plataforma en América Latina. Es parte del grupo alemán Delivery Hero, cuya valuación asciende a los 2500 millones de dólares. Pero en AFIP aparece como “Servicios de Informática n.c.p.”, para amarrocar impuestos. Lo mismo ocurre con Rappi Argentina, empresa valuada por arriba de los 1000 millones de dólares en agosto de 2020.
En junio de este año el Ministerio de Trabajo bonaerense anunció la imposición de multas a Glovo, Pedidos Ya y Rappi Argentina por casi cuarenta millones de pesos. Las irregularidades fueron relevadas en 172 inspecciones de oficio. Las empresas no han dado, aún, respuesta a los reclamos laborales y acudieron a la Justicia, que a fines de noviembre ratificó la sanción contra Pedidos Ya. Resta aún que se resuelvan las apelaciones.
Las plataformas digitales de reparto son como fantasmas para los trabajadores. No hay oficinas donde ir, no hay materialidad que apretar cuando pasa lo que no debería. Y sin embargo, entrar en este mundo laboral es muy fácil. Basta buscar la app de preferencia y en menos de veinte segundos llenar los datos personales, un email de confirmación y escanear documentos. Ser monotributista y nacional es una ventaja. Después te “alquilan” la indumentaria, la caja y das vueltas por la ciudad publicitando la empresa. Te asignan los pedidos según su ranking y recibís alguna charla motivacional. Te dicen que no dependés de esas empresas sino que entrás en una nueva categoría de emprendedurismo. Es la nueva forma de nombrar a la precarización que acompaña al sector desde hace más de veinte años.