En un galpón en Villa Crespo, hay decenas de pibes y pibas con camisas a cuadros abrochadas hasta el último botón. Saltan para arriba, para los costados, por momentos el mosh parece una danza descendiente de algún tipo de capoeira, por las piñas y las patadas. ¿Se pegan? Hay chicas, hay un código, se levantan entre sí cuando alguien se cae, se cuidan pero a la vez es violento. Aunque hay escenario, la banda está al ras del piso. La cantante de Distante —de indiscutible falda tableada a cuadros— tiene la cara roja de gritar. Con el cable del micrófono enrollado como una serpiente en su brazo, tiene todo el cuerpo inclinado hacia adelante en extrema tensión. Los músculos están enfocados en sacar la voz. A su alrededor hay pogo y juventud. Es la foto de una escena que se repite en distintas salas de concierto, centros culturales, antros de la Ciudad de Buenos Aires: pibes menores de 25 años empuñando la púa y levantando la distorsión. Sacando afuera la mierda que juntaron los últimos años.
El pogo empezó como estrategia de los de atrás para ir moviéndose hacia adelante y poder ver a aquellas primeras bandas de punk a fines de los años 70 en la Inglaterra postrevolución (y depresión) industrial, y terminó siendo un ritual de liberación 40 años después en una escena de rock alternativo, urgente y vital, con epicentro en la Ciudad de Buenos Aires. Parecía perdido en acción, disuelto de su gen original: la guitarra eléctrica, pero hay una luz creciendo cada vez con más fuerza. En el medio pasó de todo, el trap se había quedado con el monopolio del pogo, como se ve en los shows de Duki, YSY A o Dillom, mientras
el rock lo dejó ir en los años prepandemia cuando se acercó a sonidos más pop, más bailables, llenos de teclados y melodías alegres. Desde 2022, la unión de esos dos factores parece indisoluble: las nuevas bandas de jóvenes que conforman una escena vigorosa y los cuerpos de su público expresando la rabia bajo el escenario.
“Quizás ya cansa hablar un poco de la pandemia, pero creo que es imposible no nombrarla”, dice Juana Gallardo, bajista de Dum Chica, la banda del momento que acaba de publicar su segundo disco Super Premium Ultra. De enorme carisma y performance hiperrockera, Dumchi empezó como un dúo con Lucila Storino, y ahora es trío con un baterista. Se juntaron a tocar en esa época de apertura postcuarentena y salieron en 2023 con su primer disco DUM. “Yo creo que fue la energía después de estar un año y pico encerrados en nuestras casas”.
Así, una alternativa sonora al discurso dominante en la música apareció como germen desde las habitaciones adolescentes durante el encierro: subieron las ventas de instrumentos, había mucho tiempo para practicar, hubo un boom de tutoriales y contenidos en YouTube, los pibes empezaron a escuchar rock —según Spotify, el 60% de la GenZ impulsa el alza en los números de streams del género en los últimos 5 años—, se armaron bandas como Winona Riders, Ryan, Clamor, Kill Flora, No Me Toques, Revistas, Lagrimitas o Sakatumba. Se fortalecieron redes en clubes de barrio y la urgencia desesperada de esa generación de estar haciendo ruido, empujándose, exorcizando. La necesidad del contacto físico, de una expresión corporal liberada y el ritual del recital volvieron en forma de esperanza y promesa para el rock. “Siempre hay algo que sacarse de encima —sigue Juana de Dum Chica—. En su momento fue la pandemia y ahora es la bronca y la angustia de tener un gobierno de ultraderecha que vino a destruir muchas cosas”.
Hoy, bandas como Dum Chica, Las Tussi, Kill Flora, Mujer Cebra, Wrrn, Nenagenix, Buenos Vampiros, Cursi No Muere son la punta de lanza de esta movida, se suben a escenarios clásicos del rock, protagonizan una escena prometedora y llenan los line-ups de festivales como el Mutante o el Nuevo Día en Niceto Club, Ciudad Cultural Konex o Complejo C Art Media, pero también tocan en lugares antros como las salas Moscú, Strummer o la Cultura del Barrio. Lxs pibes llevan sus nombres en sus remeras, se visten como ellxs, hacen fila de madrugada para entrar a sus shows. Encarnan una nueva escena que rememora la efervescencia y el entusiasmo del más lindo rock, punk, post-punk y todos los cruces de géneros posibles. Toman el sonido de los años 90, el resabio de los 80, apenas un puñado de elementos de los 2000, y hacen de su sonido rabioso la nueva sensación porteña. ¿Hace cuántas décadas que Buenos Aires no era el epicentro de algo nuevo en el rock?
mixtape rabioso
Con una remera de Bikini Kill, Ana Kauffman prende la cámara en su casa de Mar del Plata —ciudad que se intenta instalar como segundo epicentro de la escena— y dice que su objetivo principal es divertirse. Sus canciones son rápidas, excitantes. Un punk desordenado y urgente. “Hay una ansiedad generalizada que se comparte entre todos, los que no toman ansiolíticos toman antidepresivos”, dice la bajista. Mientras habla intenta entender de dónde viene esa bronca que transmite su música, surgida antes de la pandemia, cuestión de meses —indicio de que no se la puede culpar de todo—. Ana trae a la conversación lo que le pasó a Mujer Cebra, el trío de varones con sonido más grunge, que parece un espejo del trío punk de Las Tussi: “El disco de ellos salió justo antes del encierro también, y es oscurísimo”. No indaga mucho tiempo hasta encontrar una respuesta que la satisfaga: Argentina, esa es la causa. “Algo común que tiene este país es que en verdad la tensión nunca baja, solamente cambia el foco. Pasó del feminismo a la pandemia, ahora a (Javier) Milei. Siempre hay algo que te genera estrés, ansiedad, no sé, ganas de romper todo, y cada uno lo va enfocando como puede”.
La remera de Las Tussi que se vende en el puesto de merch en el Festival Mutante en el Complejo C Art Media (a pocas cuadras de La Cultura del Barrio, donde sonaba Distante) es una guitarra eléctrica siendo tocada por una chica, pero no con una púa de plástico sino con un cuchillo filoso. Peligroso, lleno de odio, humor y violencia, como sus canciones: “Nosotras te damos amor / Tenés que aceptar este amor/ Si no respetás este amor/ La que sale es cuchillito, cuchillito, cuchillito”.
La música es una respuesta a la hegemonía de géneros como el trap o el reguetón, una especie de reacción que no solo es sonora, también recupera de los años 90 la autogestión: los fanzines, la vuelta de los casetes, los sellos autoorganizados, las fechas de producción propia. Así lo definen desde el club social y deportivo identificado con la cultura sharp antifascista, sobre la calle Murillo, semillero
under de estas bandas. “En La Cultura del Barrio este recambio se dio después de la pandemia, y pasó que tal banda tocó y, después, gente que vino a esa fecha organizó otro evento, y así. Este año no hay fin de semana que no tengamos bandas de pibxs de 15 a 25 años. Para el club es un orgullo en estos tiempos donde tratan de hacernos creer que el individualismo es la lógica que impera”, dicen.
“Se acumularon una cantidad de sentimientos, de emociones y de sensaciones que nunca nadie había sentido, y de alguna manera estas bandas le pusieron música y palabras”. El que habla es Estanislao López, el productor musical de gran parte de la escena, responsable de grabar a Las Tussi, Mujer Cebra, Buenos Vampiros, Revistas, El Club Audiovisual, entre otras, y también de generar las fechas para que toquen, un puente para hacerlas trabajar sobre una red de contención. “No importa que una sea más punk, la otra más post-punk gótico, más hardcore, más rock. Al haber salido todas juntas, compartiendo fechas, creciendo a la par, se fueron uniendo en una escena. Y fue como contraposición perfecta a todo el estallido del urbano y del trap, como la otra cara de esa moneda”.
En eso de la mezcla de géneros en un mismo ecosistema coincide Leo De Cecco. El baterista de Attaque 77 es uno de los socios de Strummer Bar y promotor de esta escena incipiente: “Todas estas bandas tomaron la libertad de mezclar todas esas cosas que nosotros en los 90 veíamos como cada cual en su tribu”. Se refiere a que los punks solo tocaban con bandas del palo, estaba mal visto cruzarse en el escenario o en la vida con gente de otra movida, sea heavy, rollinga, dark o sónica. Ahora eso ya no pasa, bandas que tocan todos estos géneros son parte de una misma escena, comparten escenario y se mezclan. Todo es parte de un mismo pasado que los influencia y de ahí eligen los ingredientes para su sonido, sin tanto prejuicio. “Están abiertos y está buenísimo que suceda. Se está dando de manera natural esa unión de las tribus y sin miramientos. Yo soy más grande, cuando nosotros tocábamos no estaba bueno, no daba”.
me cago en Milei
Julieta tiene el pelo carré con dos hebillas que lo agarran justo al límite de su flequillo recto, impoluto. Todo el pelo es color naranja resaltador. Tiene 22 años, estamos en septiembre de 2024 pero está vestida con la misma onda que cualquier chica tenía en el año en que ella nació —cualquiera que iba a bailar a Alternativa, el boliche mítico para lxs alternxs, sobre avenida Rivadavia—. “Sí, escucho El Otro Yo”, dice con total seriedad, con una remera de Sumo. Está bien cerca de su amiga Lucía, apenas más chica, con una onda más gótica por la ropa y los ojos pintados de negro. Las dos dicen que están buscando una sensibilidad en la música distinta a la que escuchan los pibes de su edad, y que por eso van a ver bandas con sonido de los 90. Son las raras entre sus amigxs. Se conocieron en recitales, vinieron a ver a Las Tussi, la banda de punk de las tres marplatenses, y se quedan a ver todo el Festival Mutante. “Es adrenalina”, eso buscan en la música y quieren sentir, eso encuentran.
Cuando el rock prepandemia se volcaba más al disco-pop, esta escena propone algo más ruidoso. “Tiene energía de furia, van más al frente”, dice Estanislao. La pregunta es, citando a Babasónicos, si lo que une a toda esta escena es algo estético o hay algo más, un gesto político. “Creo que, si yo tuve pocas opciones en la vida, tuve pocas posibilidades, la generación de estxs chicxs tiene aún menos. Y eso genera esta furia o cansancio”. Leo De Cecco hace un paralelismo con una sensación similar a la que se sentía en los años 90, con el menemismo. Para él, lxs pibxs están cansados de la corrupción, y del sistema. El encierro de la pandemia produjo mucho enojo, y ahora Milei: “Están canalizando todo eso a través de la música, toda esa rebeldía la están viviendo con estas bandas”. Lo que él ve es que muchos de los adolescentes que escuchaban trap a los 15 años ahora tienen 18 y se están volcando al rock. “Estoy entusiasmado, se tiene que dar un recambio en el rock. Creo que son ellos, o la generación que viene, pero va a pasar”, dice De Cecco.
Eve Vega, programadora de Ciudad Cultural Konex y productora general del Mutante, resalta que no es casualidad, no es azaroso que estas bandas estén manifestando su disconformidad. “Ese sonido de bronca, de tirar todo, de la gente haciendo pogo puteando a Milei, no es porque sí, es un reflejo de lo que les está pasando a lxs pibxs como generación, tiene que ver con el contexto social y político y también con los recortes en la cultura. Cada vez hay menos lugar donde tocar, expresarse, ¡nos están censurando y ellxs lo saben!”.
En el escenario del Konex un par de meses atrás, Buenos Vampiros llamó a saltar a quienes no habían votado por el presidente libertario. En el Complejo C Art Media —que casualmente fue el búnker de Unión por la Patria y del Frente de Todxs en las últimas dos elecciones nacionales— es el público el que empieza solo el cántico que incita al pogo antimileísta. Cuando Broke Carrey, hasta ahora un artista más cercano al trap-reguetón, subió al escenario a hacer su show en el Mutante, el pogo cambió de forma, se puso más hardcore —o, como se dice en inglés, mosh pit—. Los pibes hacen un círculo grande, corren bordeándolo, dejan el agujero vacío, hasta que cuando la canción explota se acercan y pegan, alguien es alzado por allá, por acá se ven unas piernas hacia el cielo que hacen el recorrido del sol del este al oeste, y suena: “Con perdón de las damas / Me cago en Milei y su hermana / Me cago en su escritorio y su oficina / En nombre de mi vieja y la bandera argentina”. El público estalla con el tema “Montonero”. Su compañero Dillom, también de la RIPGANG, protagonizó pogos inmensos en sus dos Movistar Arena de agosto, y meses antes en el Cosquín Rock hizo una reversión de “Sr. Cobranza”, la canción que popularizó Bersuit Vergarabat y es original de Las Manos de Filippi, con un pequeño cambio de letra: “A Caputo en la plaza lo tienen que matar”.
En un Obras de la RIPGANG, Eve vio pibes con la remera de estas otras bandas: Dum Chica, Buenos Vampiros y Mujer Cebra. “Me di cuenta de que ese público se había cruzado, aunque no habían compartido escenario”, cuenta. El hilo que une a estos postraperos del grupo de Dillom con las bandas de punk-hardcore-post punk parece ser la frustración por un momento histórico y la canalización a través del cuerpo. El baile —aunque sea en formato más violento de pogo— reaparece como expresión rockera (en su acepción más elástica, porque ninguna de las bandas es, en definitiva, rock clásico). Se ve en los recitales megapopulares de Dillom, pero también en el fervoroso under.
“Que ahora haya tomado tanto protagonismo en los shows tiene que ver con un cúmulo de energía que necesita ser descargada, ahí es cuando nuestra música hace de banda sonora para esa descarga. Las juventudes se apropiaron de los espacios que transitamos y nos han hecho parte de su cotidianidad, nuestra escena venía esperando hace años ese recambio necesario”. Gonzalo Morales es el cantante y compositor de Wrrn, que es, tal vez, la banda más vieja (tocan desde 2017), de los más grandes porque rondan los 30 y una de las pocas compuestas únicamente por varones. De tocar en espacios pequeños como La Cultura del Barrio pasaron a telonear en abril a una de las bandas estadounidenses de posthardcore más populares del mundo, Turnstile, en Vorterix junto a Mujer Cebra. “Por un momento pensamos que nuestra camada iba a ser la última de la escena emo que intentábamos armar”, pero se equivocó.
nietas de roque enroll
Hay algo que subyace en todo el texto a toda la escena: las músicas. Sobran dedos de una mano para contar los grupos que no sean mixtos, incluso hay varios que son totalmente de mujeres. Nunca, en la historia de la música argentina, ocurrió un fenómeno de esta naturaleza; los casos siempre fueron aislados: Viuda e Hijas de Roque Enroll o Las Brujas en los 80, She Devils en los 90, Las Kellies, Sugar Tampaxxx, No Lo Soporto en los 2000, Las Taradas o Las Ligas Menores en la década pasada. Esta es una escena que ya nació con el cupo femenino, la Ley 27.539 sancionada en 2019, que regula el acceso de artistas mujeres y no binaries a eventos musicales.
Que estén con un instrumento, gritando sus verdades, haciendo música con sus amigas, parece ya algo dado, un espacio que se ganaron para siempre, pero las músicas tienen claro que no es así. “Se viven muchas situaciones de machismo y ninguneo por ser mina —dice Juana de Dum Chica—. Las bandas de chabones siempre tienden a empujar un poco más fuerte y es difícil a veces abrirse espacio. Creo que todavía estamos un poco lejos de considerar esta escena feminista. Sí la consideramos de mucha resistencia, de muchas voces de mujeres muy grosas con un discurso firme y mucho para decir”.
Para Barbi Recanati, música de larga trayectoria primero con Utopians y después como solista, directora de Goza Records y autora del libro Mostras del rock, las cosas cambiaron para bien. “Me pongo a llorar de la emoción de pensar cómo un día las cosas cambiaron y para un montón de pibas se les volvió una opción lógica comprarse un instrumento, y cómo a un grupo de pibes les pareció aburrido no tener pibas en su banda”.
Pero no es solo eso, también es el tipo de música que se está haciendo, por fuera de lo establecido para que haga una chica, por fuera de lo freak. Barbi siempre se sintió rara, sin encajar en ninguna escena, y la música que siempre le gustó estaba compuesta por bandas de chicas o mixtas como Siouxsie and The Banshees, Patti Smith, X-Ray Spex o las Slits. “Eran todas a su manera distintas, y rotas con el sistema, no les importaba nada, y eran mucho más sensibles y oscuras que los Sex Pistols. Y eso para mí es como el gen de esta escena, esa angustia, esa oscuridad, pero también esa diversión, y el ruido. Esas pequeñas decisiones artísticas que son como un fuck you al algoritmo. Eso es político y estético”. A su heroína musical, Pat Pietrafesa, bajista y cantante de She Devils y de las Kumbia Queers, fanzinera, documentalista y editora del antifascista Alcohol & Fotocopias, le pasa lo mismo: “La emoción que me causó ver a Buenos Vampiros, a Las Tussi y a Ryan. ¡Adoro que existan porque es la música que me gusta!”.
Lo que ellas dicen es que hubo derrame. Todas estas bandas meten la mano en la caramelera que es la historia del rock y eligen sin prejuicios los sabores que van a mezclar: un poco de punk de los 70, otro de post-punk de los 80, elementos del news wave, garage o grunge de los 90, algo de emo de los 2000. Lo que sea. Lo que hicieron Luca Prodan o Skay Beilinson con todos los discos que se trajeron de Europa antes de que sonaran acá, y eso influyó en un sonido nuevo como fue el de Sumo y Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. “Una escena musical que surge, cuando el tiempo pasa, modifica el ADN del rock nacional, como un monstruo que va mutando. Me entusiasma ver esta mutación que ocurrirá”, dice Barbi.
Nadie había pensado antes de la pandemia que era posible el surgimiento de una escena donde la guitarra eléctrica punzante, la batería aceleradísima, el bajo bien grueso y veloz, mezclado con el desparpajo rebelde de una generación que cree estar inventando algo fuera a pasar. Pero pasó. Cada fin de semana en la Ciudad de Buenos Aires hay fechas y fechas de bandas que crecen, que llegan a mejores escenarios, que agotan tickets, mientras en lugares más chicos aparecen nuevos proyectos con músicxs más jóvenes. El público está haciendo su historia mientras poguea. Todavía hay algo que sacarse de encima.