E n sintonía con un estilo de vida cada vez más hogareño que refracta un retiro de la vida urbana de los espacios públicos, vivimos en el imperio de las series. Las series de televisión, mayormente producidas en los Estados Unidos, fueron colonizando el tiempo libre. Fluctúan de boca en boca, se comentan en las redes sociales, construyen comunidades de fanáticos y se transforman en un cemento de conversación social incluso más efectivo que el fútbol. Nos dotan de repertorios de consumo que van desde la suscripción a canales premium por televisión digital, pasan por el atesoramiento casi fetichista de packagings de DVDs orginales, y pueden conducirnos a la recolección de copias ilegales en mantas callejeras. También, nos fuerzan a una autoilustración rapiñero-tecnológica que va desde la descarga pirata por la web hasta la dependencia del cable Hdmi. Los límites de su penetración en los diversos estratos sociales, como así también la multiplicidad de formas poco ortodoxas de conseguirlas, conviven con un negocio de escala mundial al que los pequeños países, por más a la vanguardia que parezcan en la producción cinematográfica –y no hablamos justamente de Argentina– tienen poco que contribuir.
radioactividad
La serie viene a cambiar el estatuto cultural de la televisión y del cine. Esos consumidores que antes asistían al espectáculo televisivo en pose, haciendo explícita su relación irónica con la caja boba (declarar no tener televisor fue durante mucho tiempo un rasgo de distinción de los hiperescolarizados), diluyen esa distancia afectiva con aquello que se consume con fines de crítica, subestimándolo, en una adhesión tanto intelectual como emotiva a las series. Hemos encontrado la televisión que nos merecemos. La ficción televisiva abandona el suplemento de espectáculos y se traslada al de cultura. Coloniza camas, livings, computadoras, dispositivos móviles, tiempos muertos de oficina, y con ellos avanza sobre una industria del cine que se vuelve, al menos en Hollywood, cada vez más sosa y predecible. Y, muchas veces, tematiza zonas sociales y propone abordajes estéticos que nada tienen que envidiarle al cine indie, y sí mucho por enseñarle. Si la metáfora propia para las grandes apuestas cinematrográficas es la del tanque, las series operan como omnipresentes fugas radioactivas que hacen mutar el estatuto de lo ficcional.
Las series han demostrado ser capaces de capturar la atención en un ambiente sobresaturado de información, deriva y distracción. Esa es probablemente su mayor capacidad. Anclarse en un lugar de la vida cotidiana del consumidor. Y hacerlo desde un dispositivo ficcional, sin necesidad de autorating ni de likes. Ningún consumidor de series las ve adelantando las escenas. Todo seriéfilo escucha diálogos, tiene teorías, debate con guionistas, opina sobre el casting, recomienda series, descalifica otras. Habría que ver qué otros dispositivos de las usinas culturales tiene esa masiva potencia para el reclutamiento de miradas. Habría que ver porqué todavía no hay instrumentos accesibles para leer el arte, la literatura, la política y el conflicto con la complejidad y las categorías que forjan las series. Y, a la vez, porqué las series se muestran impenetrables a la crítica que se establece sobre otros productos culturales, reclamando para su lectura la categoría de fan. El saber, tanto académico como filosófico, queda una vez más a la zaga. Las series se desarrollan dando por realizada la fragmentación de los grandes relatos culturales en microculturas. Y contribuyen a consolidar este proceso.
una nostalgia imposible
Pero sin embargo, en los hogares colonizados por las pantallas, las series acomodan la atención en torno a un gesto moderno que permanece contra todos los pronósticos posmo-vanguardistas: una época se vive en las ficciones que la parafrasean. Esta línea de realismo chic, como la llama un catedrático de por aquí, asume para la ficción la tarea de dar cuenta de los grandes conflictos de este tiempo. La guerra, el crimen, el amor, la amistad y, recursivamente, la relación con los restos de la cultura de masas, se construyen como ficción para elaborarse como experiencia. Hay que ver todas esas series serias en las que los periodistas son éticos, un hacker puede salvar una vida, los policías creen en la justicia, los imperios florecen y mueren o, por el contrario, las embarazadas fuman, el tráfico de drogas determina lo urbano y el alcalde es cómplice del asesinato de una jovencita. El realismo no ha renunciado a su pedagogía. Por el contrario afincó su trono a fuerza de guiones de calidad, escenografías convincentes y foros de internet. Si la serie deviene un espacio-tiempo de culto, valorado por quienes lo habitan, tal vez sea por su capacidad de juntar entretenimiento y pensamiento sobre la época.
Del otro lado, la serie llamémosla no-realista, arma ejércitos de adherentes. El Fantasy, los zombies, el fantástico, retornan como parecen hacerlo cada veinte años, pero siempre con una promesa de evasión y una dimensión utópica determinadas por la historia. Marcadas, a su vez, por una profunda nostalgia, son los géneros más habilitados para pensar lo político. Y a la vez narraciones que desarrollan un enorme negocio paralelo que va desde la retroalimentación con los libros hasta un merchandising casi inagotable. Su relación con el mundo de los negocios es al mismo tiempo anómala y evidente. Lost fue paradigmática. Los seguidores de Jack Shepard sabían que su pastor sólo podía llevarlos a la insatisfacción. Y así, la serie que prometía que toda conexión, todo exceso, todo camino alternativo eran narrables, tuvo que buscar un final que lo explicase todo. Una ficción televisiva desbocada que no podía cerrar, que hacía agua por todas partes, sin moraleja. Pero que al final debió traficar una. Si la serie deviene un consumo identificado como snob o puramente banal, quizás sea por su capacidad de generar cierta pasión infantil desde la mirada de un adulto que siente nostalgia por épocas o por épicas que no le gustaría haber vivido, y que no requieren demasiado compromiso para ser consumidas.
En base a su calidad y a su variedad, las series fueron instalándose como grandes relatos con estrategias folletinescas que producen un nuevo tipo de consumidor. Si la procastinación es una pérdida de tiempo casi indecible que acontece en los intersticios de la vida digital, pero derramándose a la experiencia cotidiana, las series son el ruido de fondo sobre el cual parece desplegarse cualquier narración de lo contemporáneo. Series y aburrimiento con el capitalismo como único horizonte: un ecosistema que, sin subversión posible, restringe y ordena el margen para la perversión. Que, supuestamente y en base a la accesibilidad inmediata, vendría a terminar con el tedio, pero no es más que su síntoma. Un narcótico simbólico y adictivo para digerir el fin de las aventuras sociales.