A Juan, un conocido, le pegaron catorce tiros en el pasillo en donde mataron a Elías, ese pibe que habían liquidado y vos andabas investigando cuando nos conocimos [en 2012]. Después está el pibito que apareció en la vía hace poco, que lo mataron los mismos compañeros, los de la Mafia, saben que se están por alejar y por eso lo bajan. Le cortaron la lengua, lo ataron todo, le dieron un tiro en la cabeza y lo dejaron en la vía. Matan a sus mismos soldados cuando se están por abrir. A mí mismo me amenazaron para sacarme el rancho. Yo ya estaba instalado y el año pasado, antes de las fiestas, me llamaron por teléfono que querían mi casa. “Pero por qué justo mi rancho”, les digo. “Bueno, vamos a llegar a un arreglo”. “No, qué arreglo si yo salgo a cirujear, no tengo un peso”. A los dos días me vuelven a llamar. Me dijeron que mi casa tenía la mejor vista para vigilar la calle y que salga. Estaban en un auto. Salí asustado, como cualquiera, si me estaba viniendo a buscar la Mafia. Me dijeron: “Mirá que tenés que dejar la casa porque te reventamos todo”. Le digo: “Con quién tengo que hablar, yo conozco a la gente acá”. Ahí nomás me fui a hablar con un pibe que maneja la zona, el que distribuye a los que venden, y le digo: “Por qué justo mi casa, si ya tenés otros puntos que te cuidan allá, allá y allá, vos sabés lo que me costó armarla”. Me dice que me querían de vigilancia y para guardar las armas, dos metras así de grandes me mostró. “No, yo no puedo marcar, si yo sé que por eso te matan, estoy todos los días escuchando las metras”. “Otra no te queda porque plata no tenés así que vas a tener que trabajar para mí”. Yo lo conozco, si jugamos a la pelota de chicos, nos agarramos a piñas, todo. Me dijo: “Bueno, te damos tiempo para pensar”. Y empecé a ir todos los días y le decía “mirá que no, mirá que no”. Él no picanteaba tanto porque sabía que yo también si había que tirar, iba a tirar; si yo también consigo para tirar, mi hermano está en esa y nos íbamos a dar. Hasta que un día me dijo: “Estuve hablando con la gente de adentro y me avisaron que te deje libre nomás”. Pero estuve como tres meses que ni dormía porque tenía miedo de comerme un rafagazo. Yo andaba con una escopeta y un 38. Mi novia trataba de tranquilizarme porque por momentos quería ir a primerearlo, pero sabía que si le daba se me venía toda la Mafia encima y era peor porque ya iba a ligar mi familia, todos.
Conocí a Sebastián en 2012, cuando trabajaba en un colegio nocturno en Ludueña, un populoso y empobrecido barrio de la zona noroeste. Sebastián tenía 16 años. Relatos como el suyo se acumulan entre los habitantes de las periferias y en menor medida -aunque como principal novedad- en geografías privilegiadas que comenzaron a padecer la ramificación de la violencia extrema como son las balaceras con fines extorsivos.
Rosario pasó en diez años de un silencio indiferente de sus gobernantes y de la mayor parte de la ciudadanía sobre la violencia entre los pobres, a transformarse en una ciudad que ya podemos calificar de sobrenarrada. Todo el mundo habla, se preocupa, sentencia y se escandaliza. Pero allí no está el mayor punto de quiebre. La mutación histórica es otra: el entramado narco que comanda la expansión capilar de las formas violentas no necesita que lo narren. Su capacidad expresiva, performática, logra tal penetración social que se ha autonomizado por completo de los discursos gubernamentales, militantes, académicos y periodísticos. La narrativa transa moldea -como ninguna otra- las conciencias y la mente colectiva.
rosario está marcada (2012-2015)
En 2012 se inició una fase de lucha callejera protagonizada mayormente por jóvenes a raíz de un triple crimen ocurrido en un barrio popular de la zona sur. Una banda de narcomenudeo había matado por error a tres pibes que formaban parte de un movimiento social. Diferentes organizaciones y sus familias asumieron la denuncia y convirtieron a ese caso en el paradigma de procesos realmente violentos que estaban cambiando el curso de la vida popular. Esto hoy parece demasiado evidente, pero en esos años aún se vivía la fiesta del consumo y el crecimiento económico de los primeros gobiernos kirchneristas. Rosario en su zona céntrica, ribereña, estaba espléndida gracias al boom de la construcción y un refinado crecimiento comercial y gastronómico. El municipio, gobernado por el Partido Socialista desde 1989, todavía sacaba a relucir en foros internacionales su más valuada criatura: la marca Rosario, sintetizada en los eslóganes “Rosario, la mejor ciudad para vivir” y “Rosario, la Barcelona argentina”. En 2011 lanzó un spot protagonizado por un joven Lionel Messi en el que aparecían corridas de toros en la avenida de la costanera, los trabajadores de la construcción en vez de asado comían paellas en las obras a medio terminar y se pescaban moluscos en el Paraná. La publicidad cerraba con una imagen de Messi en la cama, recién despierto, y la siguiente frase: “Soñé que no estaba tan lejos”.
Ese sueño europeo se transformaría demasiado pronto en una pesadilla. A finales de 2012 se produjo el asesinato de un integrante de una banda narco y meses más tarde, ya en 2013, mataron como represalia al líder máximo de Los Monos, hasta entonces un nombre lejano, exótico, para la opinión pública.
Aquel 2012, cuando matan a los tres jóvenes por error, cerró con 164 homicidios. Al año siguiente, cuando liquidan a Claudio “el Pájaro” Cantero, capo de Los Monos, se registró la mayor cantidad de asesinatos de la historia local con 273 casos, lo que representó una tasa de 22 homicidios cada 100.000 habitantes, cuando una década antes (2003) había sido de 11.
El otro índice que encendió las alarmas fue el crecimiento de los heridos con armas de fuego (HAF), un dato clave que, combinado con los asesinatos, determina la predisposición a matar de una sociedad. En 2011 hubo 553 heridos pero ya en 2013 habían ascendido a 783 y en 2014 a 1034.
Los movimientos populares se vieron en medio de una paradoja: si por un lado protagonizaban las movilizaciones callejeras y las narrativas más innovadoras sobre el avance de la violencia en el contexto de un modelo de ciudad excluyente, por el otro ya sentían en carne propia el final del ciclo abierto a mitad de los noventa, con epicentro en las revueltas de diciembre de 2001, cuando se habían convertido en referencias principales de los barrios. Ahora emergían nuevas autoridades. Familiares propios, vecinos, familias enteras se incluían, en mayor o menor medida, en bandas de narcomenudeo. Pero la perplejidad militante, que fue el gran índice de la época, obedecía a una ruptura todavía más grande. Presenciaban una concatenación acelerada, confusa, algo caótica, de síntomas visibles (otros eran todavía indescifrables), como el avance de la crueldad para resolver disputas, la desconexión con las nuevas generaciones de pibes o la pérdida de ascendencia sobre los vecinos. Aquellos mismos territorios, que conocían como nadie, empezaban a volverse hostiles y, fundamentalmente, enigmáticos.
Por entonces, con un colectivo de investigación afirmamos que lo que se estaba expandiendo era una vida narco. Esa vida narco no se limitaba a las acciones de las bandas sino a un funcionamiento más general que asumía la vida popular, con códigos sociales específicos, formas de resolución de conflictos, aspiraciones individuales, imágenes de la felicidad, nuevas cartografías que se desplegaban y plegaban al calor de las reyertas poniéndoles un punto final a la noción histórica de barrio y a la figura del vecino, a la vez que se expandía una laberíntica economía popular.
Funcionarios y académicos insistían, por el contrario, en que se estaba sobreestimando el avance del narco y vinculaban los homicidios con una vaga idea de multicausalidad. Y tenían razón. Las estadísticas oficiales en 2013, por ejemplo, ponían en primer plano dos categorías: “Ajustes de cuentas y venganzas” y “Discusiones y Riñas”. Pero había una trampa cortoplacista. Se estaba leyendo una foto demasiado estática que obviaba estos epifenómenos más cualitativos, a ras del suelo, que estaban sacando a luz ya no solo el aumento brutal de los homicidios y los HAF sino una mutación que hoy podemos calificar de civilizatoria.
las aguas bajan turbias (2016-2019)
En diciembre de 2015 ganó la gobernación Miguel Lifschitz, ex intendente de la ciudad (2003-2007; 2007-2011) y representante del ala más conservadora del Partido Socialista, impulsor de las transformaciones neoliberales, con la especulación inmobiliaria como punta de lanza de la modernización rosarina. En la Nación triunfó Mauricio Macri, quien designó a la sheriff Patricia Bullrich como su ministra de Seguridad.
Allí surgió un breve espejismo. Los índices de asesinatos, que ya habían disminuido en 2014 y 2015, tuvieron una baja realmente pronunciada. Recapitulemos: 182 casos en 2012, 271 en 2013 (marca histórica), 255 en 2014, 234 en 2015, 179 en 2016 y 162 en 2017. La caída del 40% de ese último año tuvo su correlato en los HAF. En 2012 hubo 716 heridos, en 2013 se elevó a 1033, en 2014 a 1034, en 2016 cayó a 854, y en 2017 a 680.
Funcionarios provinciales y municipales y buena parte de una sociedad que había recibido con beneplácito el arribo de Cambiemos al poder se ilusionaron con que el aluvión de 2013 había sido solo una pesadilla que estaba quedando atrás. Se asociaba la baja a la implementación de planes sociales destinados a jóvenes, como el valeroso Nueva Oportunidad, y a obras de infraestructura en las periferias, como el Plan Abre. El entonces secretario general de la Municipalidad, el radical Pablo Javkin, actual intendente, destacaba los resultados positivos del trabajo conjunto entre la ciudad, la provincia y el Ministerio Público Fiscal. A nivel nacional, Patricia Bullrich publicitaba los éxitos de la lucha contra el narcotráfico en la región.
Los movimientos sociales mostramos un primer retroceso cuando no investigamos a fondo las razones de esa baja. En 2017 iniciamos una fallida consulta con funcionarios, militantes y académicos. Nadie respondía o directamente admitían que no tenían mayores explicaciones. Carlos Del Frade, diputado provincial y periodista, fue una de las pocas voces que ensayó una respuesta: “La baja se debe a una nueva negociación del poder político con la policía y de esta institución con los nuevos gerentes de los negocios ilegales en los barrios como son el narcotráfico, la trata y el contrabando de armas. Porque no hay una reducción de hechos violentos ni tampoco hay desarticulaciones de nidos de armas de fuego. Pareciera formar parte de un nuevo pacto político de doble comando que se alterará apenas se produzca el asesinato de uno de los jefes de los nichos de las economías delictivas. En ese sentido, entre las causas de la reducción están esas nuevas reglas de juego que aparecieron con las nuevas autoridades políticas provinciales y nacionales a partir del relato del combate contra el narcotráfico que comparten Macri y Lifschitz”.
Gabriel Ganón, ex defensor general de Santa Fe, señaló que “si cayeron los homicidios vinculados a disputas territoriales, quizás pueda tener que ver con un reacomodamiento de los liderazgos espaciales en los territorios pero no como consecuencia de intervenciones proactivas del Estado. Si te fijás vas a ver que no aumentó, por ejemplo, la tasa de castigo de homicidios, ni la credibilidad de los sistemas de justicia y policial. Ese dato me da a pensar que se vincula con una resolución momentánea de las disputas territoriales, con un reacomodamiento”.
Para entonces ya estaban entre rejas las primeras líneas de las bandas y se habían asesinado a múltiples jefes, lo que provocó el ascenso de nuevas generaciones mucho más feroces y con una menor capacidad de liderazgo que rompió con ciertos ordenamientos territoriales.
La euforia gubernamental se reveló pasajera. En 2018 los homicidios súbitamente volvieron a elevarse hasta llegar a los 204 casos. Pero en 2019 volvieron a desplomarse a 168. El desconcierto era total. Estaba claro que las dinámicas violentas corrían por carriles menos evidentes.
multisectoriales
A partir de 2014 comienzan a surgir multisectoriales a raíz de asesinatos de jóvenes por las fuerzas de seguridad. Hubo dos casos emblemáticos que provocaron la salida nuevamente a las calles de organizaciones sociales y ciertos partidos políticos. Estas movilizaciones devinieron en 2017 en la creación de una única Multisectorial contra la Violencia Institucional, en la que convergió la militancia que había participado del ciclo de luchas de la fase previa. Fue un paso fundamental porque no existía una institución de este tipo en el contexto de la histórica violencia aplicada por la policía santafesina, a la que se le sumó el masivo arribo de fuerzas federales en 2014. Pero también fue sinónimo de un nuevo retroceso. Las narrativas y denuncias en torno a la violencia institucional tienen coordenadas mucho más claras. Se trata de un trabajo titánico, riesgoso, poner freno a la impunidad de la que goza el poder policial. Pero la separación entre víctimas y victimarios es nítida y permite mayores consensos. “Es que si no nos reunimos en torno a la violencia policial ya no es fácil la convergencia entre las organizaciones y los partidos de diferentes ideologías. La violencia institucional no la discute nadie, lo que pasa con el narco y con los pibes en los barrios es más difícil, hay miradas muy divergentes”, afirmaba una integrante principal de la Multisectorial a poco de su fundación.
Las investigaciones sobre la violencia territorial conllevan coordenadas mucho más opacas y promiscuas: quien mata y quien muere son pibes cercanos a las organizaciones sociales, son vecinos, familiares, alumnos de las escuelas de la zona, lo mismo en el caso de quienes venden, o quienes sacan alguna tajada de esa economía popular, quienes guardan fierros o quienes disparan con fines extorsivos. Se suman las severas dificultades para desentrañar las terminales empresarias, políticas y judiciales que organizan los mercados ilícitos.
Si la primera fase encuentra su mayor fuerza disruptiva en que las investigaciones y los diagnósticos sobre la violencia fueron encabezadas por familias y organizaciones populares desplazando a un segundo plano a los funcionarios y académicos; en esta segunda etapa las denuncias y elaboraciones colectivas se limitaron a un tipo de violencia demasiado específica (la policial) y se cedió terreno frente a las nomenclaturas judiciales, en especial las del Ministerio Público Fiscal, fuente principal del periodismo, y gubernamentales con el combate contra las drogas como estandarte.
no te busques más en ese umbral (2020-2022)
La pandemia terminó de romper todo. Mientras la población vivía puertas adentro para evitar la propagación del virus, las estadísticas de los homicidios volaban. El 2020 cerró con 214 asesinatos. Al año siguiente, aumentó a 241 y en 2022, a una década del récord histórico (271 casos), se superó esa marca con 287 homicidios. Los HAF se mantuvieron en cifras estables, rondando los 900 casos en los últimos tres años.
En diciembre de 2019, el Partido Justicialista retornó al poder de la mano de Omar Perotti luego de tres administraciones socialistas. El trágico saldo de su gobernación deja en claro que el peronismo no está exento de la disociación con los sectores populares que padece el resto del arco político. Tampoco fue capaz de reconstruir las formas ilegales de regular el delito a través de pactos con las fuerzas de seguridad tal como era supuestamente su capacidad histórica.
La situación se tornó tan grave que esa regulación ilegal ya es reclamada a cielo abierto. La ex ministra de Seguridad de la Nación, Sabina Frederic, lo afirmó en el portal rosario3: “No es que el narcotráfico produzca violencia, la produce si el Estado no tiene regulación. Lo que perdió Rosario es este mecanismo de regulación. La policía es una banda más, por acción o por omisión no está, no está por encima de esa regulación”. Lo mismo señaló el ex ministro de Seguridad de Santa Fe, Marcelo Saín: “La policía en Buenos Aires no ha perdido integralmente el control del territorio. Pasó lo de la cocaína adulterada en la zona de San Martín y al mes no se habló más del tema. Se restituyó el orden. En Rosario eso ya no pasa”.
Funcionarios y especialistas que hace una década cuestionaban una supuesta sobreestimación de la conflictividad narco se toparon con estadísticas oficiales contundentes: en 2020, el 50,9% de los homicidios ocurrieron al interior de una “Economía Ilegal/Organización Criminal”. En 2021, se elevó al 65,2% esa misma categoría y en 2022 llegó al 72,1%. La Justicia Federal admite en informes que “funciona una suerte de Estado paralelo, manejado por los vecinos, donde se cierran calles, se expulsa gente y se liberan zonas a gusto del jefe de turno. Un barrio marcado por la violencia en el último año, azotado por gran cantidad de muertos y heridos por armas de fuego”.
Pero las estadísticas llegan tarde. Si recién ahora los números confirman las hipótesis de hace una década es porque en los territorios, a nivel cualitativo, ya la violencia ha tomado nuevos rumbos y niveles de intensidad. El huevo de la serpiente está en otro lado. De hecho, en esta tercera fase, los asesinatos y los HAF dejan de ser los índices exclusivos a la hora de medir el pulso de la violencia extrema. Surgieron masivamente las balaceras con fines extorsivos contra casas particulares, estudios jurídicos, comercios, canales televisivos, sindicatos, edificios del Poder Judicial, escuelas, comisarías y cárceles.
Veamos esta secuencia: en 2009 trabajaba en la escuela en donde conocí a Sebastián, el protagonista del relato de apertura de este artículo. Aquel año ingresó una bala perdida a través de una pequeña ventana que rebotó en un mapa colgado en la pared de una oficina y finalmente cayó al suelo sin consecuencias sobre las personas allí reunidas. Trece años más tarde, en julio de 2022, una docente me escribió para avisarme que el colegio había elevado un pedido formal al Ministerio de Educación para que reconstruyeran los muros perimetrales con hormigón porque la seguidilla de impactos de bala había dañado las viejas paredes con ladrillos huecos y temían por la integridad de alumnos y docentes.
Cuando una ciudad denuncia permanentemente -como ocurre hoy- que se están cruzando los umbrales de la violencia es porque, en realidad, esos umbrales no existían.
Las denuncias en esta fase no tienen su traducción en movilizaciones callejeras. Ni siquiera masivamente entre quienes entienden la violencia como mera inseguridad. La narrativa transa parece devorarlo todo. Allí radica el mayor desafío: retomar una creatividad política capaz de desentrañar el huevo de la serpiente en un contexto agravado por el crecimiento -a nivel capilar y electoral- de la extrema derecha en Argentina.