Alipio Paoletti: la memoria no tiene punto final | Revista Crisis
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Alipio Paoletti: la memoria no tiene punto final
Fue uno de los directores del periódico de Las Madres de Plaza de Mayo. La muerte lo sorprende en 1986 antes de ver editado el libro "Como a los nazis, como en Vietnam", en el que a partir de testimonios de sobrevivientes y militares arrepentidos describe el horror de los campos de concentración.
27 de Marzo de 2023

 

Hay hombres y épocas que terminan siendo incompatibles. Por ello la naturaleza, que es sabia, generalmente es la encargada de poner fin a esa situción. La salud de Scalabrini Ortiz no sobrevivió a la traición y la entrega del frondicismo que él ayudó a llegar al poder. Juan José Hernández Arregui, que tanto había luchado por la vuelta del peronismo, no soportó la experiencia degradada del isabelismo lopezrreguista. Ahora, tampoco el corazón de Tito Paoletti pudo soportar la claudicación ética de la Argentina alfonsinista y su corazón estalló de pena y de rabia, frente al espectáculo triste de esta democracia por la que tanto había bregado. (Cuando la salud no es la encargada de evitar a estos hombres integros tanta vergüenza e iniquidad, aparece su propia mano, como ocurrió con don Lisandro de la Torre, frente a la impotencia de la década infame).

La coherente y permanente humildad de Tito Paoletti, esa ausencia de afán protagónico, esa deliberada búsqueda de la segunda fila, mientras muchos se pisotean por lograr a codazos la primera línea ante los fotógrafos y en los besamanos, hicieron que no fuera "una figura popular". Su nombre no tiene resonancia para el gran público y su muerte no conmueve la primera plana de los diarios. Sin embargo, la Argentina contemporánea ha perdido a un gran hombre, y lo digo con mesura, sin dejarme llevar por una prosa de circunstancias, ante el dolor por la muerte de un amigo.

Hace 19 años, en una tarde calurosa, llegué con Rodolfo Ortega Peña a La Rioja. Allí tuvimos la agradable sorpresa, al visitar al director del diario El Independiente, de no encontrar un viejo gris, representante de las oligarquías locales, como es tradicional en estos casos, sino a un hombre joven, de inteligencia rápida y abierta y un excelente periodista (el reportaje que nos hizo Tito ese día sigue siendo el mejor que nos hicieran con Ortega). Pero nuestra sorpresa estaba centrada en que nos encontramos ante un militante revolucionario, un apasionado defensor de los intereses de la clase obrera, a quien ni la lejanía de los centros de decisión política, ni la siesta fascista del Onganiato, habían hecho perder su fe en las potencialidades de nuestro pueblo. Esa fue una característica que lo alentó y le mantuvo en las horas de la clandestinidad obligada y del exilio, que años después le tocara vivir.

La CGT de los Argentinos lo tuvo como uno de sus animadores en el interior del país. Su formación marxista sólida lograba así convertirse en filosofía de la praxis: en las corrientes clasistas del movimiento obrero encontró su identidad y sus interlocutores. De ellos privilegió uno, con quien enlazó esa amistad cálida y plena que era imaginable entre ambos. Agustín Tosco supo descubrir que tras ese gesto casi hosco y esa reticencia al protagonismo que caracterizaban a Tito, se escondía un intelectual y un militante de excepción que no provenía de las clases dominantes y que no renunciaba ni a su origen de clase ni a su destino colectivo. Pero su firmeza inclaudicable no daba como resultado ese dogmatismo acorazador de aquellos que sólo pueden afirmar su identidad política en el antagonismo y el sectarismo en campo popular. Por eso su otro gran referente y amigo fue Enrique Angelelli, el obispo mártir.

Cuando en 1976 las fuerzas armadas asaltaron a El Independiente y se llevaron a su hermano Mario Paoletti y a varios de sus integrantes que pasaron años en las cárceles tras las vicisitudes del secuestro y la tortura. Tito no estaba en La Rioja. Vivió un tiempo clandestino en Buenos Aires -donde nos juntábamos para unir nuestra impotencia frente al terrorismo de Estado- y luego partió con su familia al exilio. En Madrid, adonde yo ya había arribado, convivimos diariamente. Fue recién allí donde llegué a conocerle profundamente, porque muchos, sin duda, podrán hablar de su tarea de denuncia de la dictadura y de su animación de la actividad del exilio, de su labor incansable en la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU), de esa tarea atroz de ayudar a verter sus testimonios a los liberados de los campos y de las cárceles; de su labor en el Centro Argentino en Madrid, de su recorrer Europa sin tregua para fustigar a los representantes de la dictadura en todos los foros internacionales. Pero tal vez pocos saben el enorme costo personal que todo ello tuvo para Paoletti, sabiendo que mientras tanto, su hermano y sus mejores compañeros del diario El Independiente, eran rehenes de los genocidas.

Las largas noches de insomnio, esos temores que no se aventaban ni con la llegada del amanecer, ese dolor profundo agravado con cada noticia de las nuevas desapariciones que se iban sucediendo, no encontraba consuelo ni reposo, ni con la interminable seguidilla de cigarrillos prendidos el uno con el otro, ni en el vino que ayudaba a soñar un futuro mejor. Quienes lo vieron todo aquel tiempo y los que lo reencontraron después de su vuelta (llegó al país 24 horas antes de la asunción de Alfonsín, tal era su ansiedad por el retorno) pudieron advertir que este hombre joven llevaba en su rostro y en la apariencia de mayor edad, todos aquellos sufrimientos que su pudor y su vergüenza habían ocultado.

Pronto descubrió que entre aquellos sueños de libertad y democracia reparadora, de justicia sin concesiones, de recuperación de la dignidad plena de este pueblo tan escarnecido, y la realidad que encontraba había una gran distancia. Que el despojo militar de su diario riojano, habían contado con complicidades civiles que seguían usufructuando la ahora cambiada cooperativa. Que la patria financiera seguía dictando las politicas económicas y lo que realmente le resultaba insoportable, que el terrorismo de Estado seguía impune, protegido por el entramado de una partidocracia cómplice, que solo cedía ante el clamor social algunas cabezas simbólicas, pero trataba de enmarañar en el perverso juego de los vericuetos procesales, toda acción tendiente a juzgar y castigar a la gran mayoría de los grandes responsables del genocidio argentino.

Tito Paoletti vio multiplicado en estos años aquel dolor padecido cuando la patria aparecía desdibujada por la distancia. No fue ganado por ninguno de los cantos de sirenas ni por las tentaciones que esta democracia formal ofrece. No quiso ser parte de ninguna transacción. Reclamó ante la justicia por el despojo que él y sus compañeros habían sufrido en La Rioja y no dudó en su alineamiento: junto a las Madres de Plaza de Mayo. Con su discurso ético, con su intransigencia sin cálculos redituables. No renunció a su historia de militante revolucionario. Continuó reivindicándose como marxista y levantando al socialismo como meta, con una aplastante coherencia, que no lo llevaba a renegar de la democracia, pero tampoco de sus principios.

Los últimos tiempos, ya casi sin fuerza, se dedicó con ahínco a redactar un libro: Como los Nazis, como en Vietnam, donde hizo la gran historia de los campos y los represores. No llegó a verlo impreso, pero murió con la seguridad de que pronto estará en la calle. Tito sabía bien que nadie puede ponerle punto final a la memoria de un pueblo. Y él dejó esta obra para alimentarla.

En la Introducción, este hombre ético y lúcido, nos dejó algo más que una prosa de combate, un lacerante testamento político:

"No hay problema mayor en la sociedad argentina que la respuesta a la pregunta: ¿Dónde están los desaparecidos? Ni cobardía y complicidad más humillante que buscar excusas. O proponer que el olvido tape la memoria y reclamar, en nombre de la "unidad nacional", la reconciliación entre víctinas y victimarios, como algunos desfachatados se atreven a sostener.

Si el pueblo argentino acepta los desvíos, las chicanas jurídicas, la solidaridad irrestricta de las clases dominantes con los genocidas; si no coloca el tema de los desaparecidos en el centro de su actividad política; si los partidos populares y los sindicatos con direcciones democráticas no incluyen en sus programas el castigo a los asesinos, no serán ni la dictadura, ni el gobierno, ni siquiera la oligarquía las que pongan "punto final". Desgraciadamente -y malos años aguardarán entonces a
nuestra patria- serán la pasividad popular y la complacencia de los dirigentes las que conviertan la impunidad actual en elemento histórico.

La cuestión del genocidio divide a la sociedad en dos bloques nítidos; por un lado, quienes reclamamos justicia; enfrente, los represores y quienes, conscientemente o no, sirven a su prepotencia. El coraje civil de las Madres de Plaza de Mayo muestra un camino. No es fácil ni cómodo. Es digno. Y la vida no tiene sentido sin dignidad, sin justicia, sin libertad, sin amor. Las Madres ya nos han enseñado que vivir es luchar. Y luchar es soñar."

Así sea.

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