Hace más de veinte años, en su casa, me decía Leopoldo Marechal: "En esa misma mecedora en la que usted está sentado, el general Valle me comunicó su decisión de entregarse. No soportaba la idea de que estaban fusilando a sus compañeros y subordinados. Yo hice lo indecible por convencerlo de que su gesto no iba a detener el baño de sangre, sino que iba a aumentarlo con un crimen más. Todo fue imposible. Era una decisión profunda, tomada madura y serenamente ". Narraba así el autor de Adán Buenosayres aquel dramático momento en que el general Juan José Valle, jefe del pronunciamiento cívico-militar del 9 de junio de 1956, optó sin vacilaciones entre la ética y la supervivencia física, recorriendo el camino hacia la muerte y hacia la Historia.
El general Valle, en actividad hasta setiembre de 1955, había sido uno de los miembros de la Junta de Generales en que Juan Perón delegó el poder frente al pronunciamiento militar encabezado por Lonardi y Rojas, en un vano intento de mediación, buscando preservar de esta manera las instituciones de la República.
Tras el golpe de Estado, Valle fue pasado a retiro y confinado por orden gubernamental en una quinta de la provincia de Buenos Aires. Desde allí había observado la política destructora de la llamada "revolución libertadora": los 2.500 presos políticos, las torturas y persecuciones, la instauración del delito ideológico, la entrega del patrimonio nacional, la vuelta de la vieja oligarquía.
Pocos meses le habían bastado para comprender que "La Nación entera, y con ella la tranquilidad, el bienestar y la dignidad de los argentinos han caído en manos de hombres y de fuerzas que aceleradamente retrotraen a la Patria a épocas de sometimiento, de humillación y de vergüenza. Su acción nefasta ha desquiciado y lesionado profundamente el orden político, económico y social de la República", como sostiene en su proclama revolucionaria, en la que también se explica que "las horas dolorosas que vive la República y el clamor angustioso de su Pueblo, sometido a la más cruda y despiadada tiranía, nos han decidido a tomar las armas para restablecer en nuestra Patria el imperio de la libertad y la justicia al amparo de la Constitución y de las leyes".
El general Valle, que no había ocultado sus críticas a los errores de la última etapa del gobierno peronista y no integraba, por cierto, lo que el mismo Perón llamó "la corte de alcahuetes y adulones", no vaciló en ponerse al frente del Movimiento de Recuperación Nacional para restablecer "la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Patria en una Nación socialmente justa, políticamente libre y económicamente soberana". Todo el programa que enuncia está basado en el restablecimiento del orden constitucional y el llamado a elecciones libres.
La revolución era esperada por el gobierno de Aramburu y de Rojas, ya que "la reacción peronista" se descontaba. Los servicios de información habían detectado su preparación y pudieron hacerla abortar, pero ello no hubiera permitido el pedagógico escarmiento del baño de sangre. El odio y revanchismo exigían ese festín del horror. El 9 de junio tras la intentona, ya dominada la rebelión, comenzaron los fusilamientos de militares en La Plata, Campo de Mayo y la Penitenciaría de la calle Las Heras. Los jefes de las FFAA no los consideraron incursos en la obediencia debida aunque en realidad ni siquiera hubo parodias de juicios sumarísimos. Dos coroneles, dos tenientes coroneles, tres capitanes, dos tenientes, un subteniente y siete suboficiales pagaron con su vida su fidelidad popular y dieron lecciones de coraje y dignidad, antes de ver crecer las rosas rojas en su pecho. Uno de ellos fue fusilado estando herido grave, contrariando todas las leyes militares. Al mismo tiempo asesinaron a civiles en la Comisaría de Lanús ("fusílelos primero e interróguelos después" fue la orden del coronel Desiderio Fernández Suárez) y en los basurales de José León Suárez llevaron a cabo la masacre de obreros ametrallados a mansalva, cuya denuncia inmortalizó Rodolfo Walsh.
Los políticos -muchos de los que hoy pregonan el estado de derecho- aplaudían frenéticos y hacían coro al socialista Américo Ghioldi que proclamaba: "¡Se acabó la leche de la clemencia!"
Valle, clandestino y pese a estar intensamente buscado, había concurrido al velatorio de uno de sus hombres. Era más de lo que podía soportar. Así tomó su decisión. Sus amigos, advertida su firmeza, buscaron negociar su presentación para salvarle la vida. Vieron a los jefes de Gobierno: el capitán Francisco Manrique dio su palabra de hombre y de soldado que no sería fusilado. Tal vez porque aquellos interlocutores conocían al actual secretario de Turismo, pidieron que otros lo corroboraran: Rojas también dio su palabra, mientras Aramburu paseaba en yate por el Delta. El propio Manrique fue el encargado de detenerlo. Y pese a todo, dispusieron su fusilamiento. El único que no se sorprendió ni protestó fue Valle, que no había especulado con su vida y que los conocía acabadamente.
Ese día 12 de junio, pese a estar ya acordada la suspensión de los fusilamientos, la familia Valle fue convocada a la Penitenciaría, porque el general sería ejecutado antes de dos horas. La esposa no pudo hacerlo, postrada ante la noticia. Su hija adolescente cobispo. Luego, el frustrado intento de ver al general Aramburu, viejo amigo de su padre.
El padre Hernán Benítez escribió un histórico testimonio de los últimos momentos de la despedida de Juan José Valle con su hija Susana: "Eran ya las 21.15 cuando la joven atravesó los portales del temible Penal de Las Heras. Breves instantes después vio llegar a su padre dentro de un cerco de marinos que caminaban apuntándole con ametralladoras, guarnecidas las cabezas con cascos de guerra. En una sala contigua un enfermero tenía a punto varios chalecos de fuerza por si la niña o el padre padecían arrebatos paroxísticos.
-"Susanita, si derramas una sola lágrima no eres digna de llamarte Valle". Con estas palabras el general saludó a su hija. Su faz era tan majestuosa como el daguerrotipo de un prócer. Largas patillas. Hondas huellas en el entrecejo y la frente de muchas noches insomnes. Pálida serenidad en el rostro (...).
-Pero ¿por qué te has entregado? ¿Por qué no entraste en una embajada? ¿Por qué has querido que éstos te maten?
-Porque no podría con honor mirar a la cara a las esposas y madres de mis soldados asesinados. Yo no soy un revolucionario de café. (...)
En esos instantes entró su párroco, el padre Devoto, dignísimo sacerdote. Venía demudado y anegado en lágrimas. Apenas podía tenerse en pie. Entonces Valle dejó a su hija, y abrazando al sacerdote le dijo:
-"¿Cómo, padre, no nos ha dicho usted siempre que en este mundo vivimos de paso y que la verdadera vida es aquella a la que ahora me empujan quienes me condenan?" La escena era tan intensa que parecía condensar años enteros. Los hombres de las ametralladoras gemían sin rebozo. Algunos se apoyaban en sus armas para no desmayarse. Fue preciso sacar de la sala a varios de ellos, incapaces por la emoción de mantenerse en pie. Sólo los oficiales de Marina que, sentados en torno a una mesa, controlaban los minutos de aquella despedida, se mostraban insensibles.
Un oficial, tirante, y seco, dijo entonces: "Es hora". Valle más sereno que hasta entonces se sacó el anillo y lo colocó en la mano de su hija. Le entregó unas cartas. Y le dio un beso intenso, tan intenso que la joven lo sintió en su rostro durante muchos días. Entonces se irguió y avanzó hasta la puerta. Desde ésta, hizo un gesto de despedida a su hija y se internó por los largos corredores del Penal, rodeado siempre del cerco de ametralladoras, sin volver ni una sola vez la cabeza hacia atrás. Caminaba radiante hacia la gloria". El general Juan José Valle ya no era el mismo de su vida sencilla y cotidiana. Su cuerpo iba amparado por sombras ilustres. Sus cartas de despedida, por su generosidad y grandeza, traen el recuerdo inmediato de las de Manuel Dorrego. Su coraje frente al pelotón fue el mismo que el de Martiniano Chilavert, artillero de la Patria, fusilado por Urquiza después de Caseros. Su serenidad ante la muerte lo emparenta con Miguel Martín de Güemes y con el Chacho Peñaloza.
Un general sanmartiniano de un ejército que ya no existe, porque demasiada sangre manchó sus manos, y demasiados crímenes quedaron sin el juzgamiento y la severa condena que tanta vileza merece.