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cómo queremos ser educados
Lo único que hoy parece claro es que toda discusión, muy pronto, se transforma en ruido. Contra el solucionismo que da “respuestas rápidas a las angustias personales y colectivas, también al desborde”, la filósofa catalana Marina Garcés propone hacerse cargo: es decir, detenernos a averiguar qué es aprender.
15 de Abril de 2021

Gentileza Editorial Anagrama

Marina Garcés es profesora universitaria, filósofa y militante. La pregunta sobre qué es educar y qué es aprender recorre su trayectoria como pensadora y como docente. Entre sus libros se cuentan Un mundo común, editado en la Argentina por Editorial Marea, y Un mundo de aprendices, su último trabajo escrito durante la pandemia. Con el mundo desbaratado de trasfondo, conversamos sobre aquellos problemas clásicos: para qué estudiamos, para qué aprendemos, para qué queremos el saber. Nosotres, desde el estudio de Nacional Rock donde hacemos Crisis en el aire todos los sábados de 8 a 10 hs. Ella desde Barcelona, mientras se preparaba para salir a la calle, “con mascarilla” y tras la pancarta “sin futuro no tenemos nada que perder”.

Estamos por aquí inmersos en un debate que parece insoluble entre si mantener o no la presencialidad en las escuelas. ¿Cómo se vive por allá este dilema?

-Aquí, como vamos con los hemisferios invertidos, hemos vivido la vuelta al curso hace unos meses y finalmente parece que hay dicotomías que falsean el debate de fondo: volver o no a abrir las escuelas, escuelas abiertas, escuelas cerradas, sin preguntarnos qué es una escuela, para qué, qué puede pasar en una escuela, qué hace escuela o no escuela. Sólo es un sentido abierto o cerrado, código binario. Y por el otro lado, todo el debate sobre telemática sí, telemática no, como si el online fuera algo que sólo puede tener un único sentido, cuando hay muchas formas posibles de no presencialidad. No todas tienen que pasar sólo por las plataformas online. Existen correos, existe la radio, existen las visitas en las calles, las pistas que nos podemos dejar en muchísimos lugares, los libros, las cartas. Tenemos muchas formas de relacionarnos a cierta distancia. La cultura es un gran invento que precisamente lo que hace es darnos muchos modos de poder estar cerca o lejos en la distancia. Pienso que se ha reducido todo mucho no sólo a un debate dicotómico si no a una batalla muy perniciosa entre los que están a favor o en contra de abrir escuelas, los que están a favor o en contra de la educación online ¿Qué es una escuela? ¿Qué es lo que se permite y qué no? Esas son preguntas que hoy podríamos realmente hacer nuestras para imaginar modos de estar juntos en la distancia relativa necesaria para cuidarnos en tiempo de pandemia y aprovechar para hacernos la pregunta de fondo que es qué significa aprender unos de otros, unas de otras, en sociedades como las nuestras que tienen que atravesar todo tipo de complejidades.

La tradición crítica espera que en los momentos de crisis emerjan esas preguntas de fondo, pero a veces eso no sucede. Porque en la crisis también aparece la angustia y la necesidad de aferrarse a ciertas dicotomías, o de recuperar la normalidad perdida.

-Estamos siempre entre la lentitud y la urgencia; eso de que vamos lento porque vamos lejos muchas veces nos pilla a contrapié y hay movimientos sociales, ya lo sabemos, de lucha, de creación, de resistencia, que a veces acaban llegando tarde a cuestiones que desde otras lógicas basadas en la eficacia van más rápido. Vivimos obviamente en un sistema capitalista donde prima la velocidad y la eficacia, por lo tanto si Google tiene un classroom más rápido,  pues llegará primero que el resto a imaginar otros modos de estar juntos en la distancia. Y como este ejemplo podríamos dar muchos otros. Ahí está esta competitividad del solucionismo, en dar respuestas rápidas a las angustias personales y colectivas, también al desborde. Claro, pedir a maestros y maestras que ya venían precarizados, con mucha carga encima de nuestros problemas, que inventen ellos, es pedirles soluciones mágicas a quienes ya están padeciendo condiciones tanto materiales como simbólicas como culturales de mucha agresión. La pregunta es: ¿cómo cuidamos estas temporalidades diversas que necesitan de saltos imaginativos muy rápidos, porque una pandemia nos cae encima de la noche a la mañana, pero a la vez que trabajan en condiciones muy lentamente elaboradas tanto de complicidad como de devastación y agresión por otro? Hacernos cargo de esto a la vez muchas veces hace que nos pase por encima la solución fácil y eso  hay que cuidarlo, pienso, entre todas.

Tu libro más reciente, escrito durante la pandemia, se llama Escuela de aprendices. ¿Cómo se puede atravesar este momento y salir mejores?

-Una pregunta que para mí ha estado vinculada tanto a la filosofía como yo la entiendo, como también a la lucha y al compromiso social, es la pregunta por la educación, no como sistema o como técnica, sino como condición y práctica de transformación social. Más en concreto, emerge en un momento en el que, justo antes de la pandemia y pienso que en todas partes de distintos modos, estaba muy vivo este debate de la innovación educativa: estamos en tiempos en que todo cambia, por lo tanto la educación también tiene que cambiar y tiene que adaptarse a estos cambios porque se está quedando obsoleta, un discurso muy capitalista, ¿no? Muy de renovación en el sentido productivo, y tecnófilo. Una sentencia que parecía premonitoria de la pandemia: vivimos en un tiempo en el que, como no sabemos nada del futuro, pues hay que educar para la incertidumbre absoluta. Para mí es la definición del terror, porque la incertidumbre va con la vida, pero en todo caso no es absoluta, porque sí sabemos cuáles son nuestras condiciones, nuestros deseos, nuestras tendencias, nuestros enemigos también. Esta no es la incertidumbre absoluta. Este es un presente con muchos elementos de orientación. Pues estaba escribiendo esta reflexión sobre qué significa aprender en este contexto, cómo el aprendizaje está siendo capturado por unas ideologías de lo que llamo en el libro la servidumbre adaptativa, es decir el aprendizaje como una práctica de adaptación constante a un sistema que se entiende como disruptivo, que no pretende estabilidad pero sí exige adaptación, y cómo podríamos entender, frente a eso, el aprendizaje como el sustrato de la convivencia, como el taller en el que ensayamos formas de vida posibles... Y cómo el aprendizaje no es instrucción en el sentido de disciplinar, ni tampoco adaptación, sino que es ensayo, y por lo tanto compromiso, es ese aprendizaje en el que unos y otros nos podemos encontrar en torno a una pregunta que ya no es la de cómo educar sino la de cómo queremos ser educados. Desde esa complicidad y desde esa reciprocidad en la que nos sitúa este compromiso, también respecto al poder que se apropia de la tarea de educarnos.

El macrismo hizo suyo el slogan de que nos tenemos que preparar para trabajos que todavía no existen y no sabemos cuáles van a ser. En estas condiciones, ¿qué tipo de universidad vale la pena construir para los adolescentes contemporáneos?

-Pienso mucho en eso. Veo hijos de amigos valorando y preguntándose si ir a la universidad así, ahora, vale la pena o no. Sin saber qué significa tampoco. Se están preguntando qué quieren vivir en términos de experiencia: no quiero consumir  contenidos, no quiero comprar un título, no quiero sólo hacer lo que toca. Qué vivencia, qué experiencia, qué relación con otros, con lo desconocido, con lo social implica la palabra universidad. Se vuelve a cargar de un sentido, después de mucha mercantilización y de mucha instrumentalización. Parece que hay como una atención a que a lo mejor es algo más. Y es nombrar algo muy valioso: eso que no está contabilizado en los créditos, en los títulos, y que nos transforma personalmente y colectivamente. Entrar en entornos menos previsibles, pero no por la incertidumbre capitalista sino por lo que queremos no saber de nosotros mismos. Es una cuestión fundamental en un momento en el que quizá quienes más invisibilizados están en esta pandemia son los jóvenes. Los más pequeños nos preocupan, porque hay que ocuparse de ellos. La gente mayor se ha hecho visible en su vulnerabilidad. Después están nuestros trabajos. Pero esos jóvenes que estaban en el tránsito entre la vida tutelada y la vida adulta, entre la vida infantil y la vida emancipada, están parados en el espacio. Tenemos presencialidad hasta lo que es la educación obligatoria, pero a partir de allí no: bachilleratos, terciarios, están en sus casas si tienen casa, en sus cuartos si tienen cuartos. Las últimas manifestaciones en muchas ciudades de España y sobre todo en Barcelona tuvieron como lema: “sin futuro no tenemos nada que perder”. Y pienso que está dando respuesta a esto: sin futuro no hay nada que perder, entonces saldremos a la calle con nuestras mascarillas. Ya está bien de crecer en la indiferencia de una sociedad que tiene poco que explotar de nosotros mismos: o consumes o no existes, o te conviertes en criminal, como están criminalizando las protestas, las manifestaciones, la sociabilidad de los jóvenes. Entonces, o te callas o eres un criminal. Y eso se está empezando a romper.

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