El Papa peronista. Historia secreta de como Francisco opera en el día a día de la política argentina. | Revista Crisis
El Papa peronista. Historia secreta de como Francisco opera en el día a día de la política argentina.
Autor: Ignacio Zuleta
Editorial: Ariel

Los mejores amigos estaban en el macrismo

El nuevo Gobierno de Cambiemos tenía derecho a creer que Francisco era un Papa peronista y que iba a respaldar a la naciente oposición. Una hipótesis improbable, más allá de las raíces terceristas de la Iglesia argentina y de Bergoglio. Porque el Gobierno peronista que terminó en 2015 no llegó a tener a una vicepresidente como Gabriela Michetti, que se confesaba con el futuro pontífice, y después con quien él mismo le indicó, el cura villero Gustavo Carrara; tampoco tenía un ministro como Esteban Bullrich, que creía que Francisco era un santo que producía milagros que él podía probar; o una gobernadora como María Eugenia Vidal y una ministra como Carolina Stanley, que eran prácticamente delegadas de él en la política social del Gobierno anterior de Buenos Aires, o en los que nacieron en diciembre de 2015. Ni siquiera tenía el Gobierno anterior a un Jorge Triaca, a quien Bergoglio había consolado tras la muerte de su padre, le había rezado una misa en la catedral y había aceptado en su cercanía, hasta el día de hoy, a su segunda esposa.

En una carta del 18 de enero de 2016 a Francisco, Santiago Pont Lezica describió su lectura sobre el enojo del electorado macrista, que aparentemente respondía al mismo formato que el del anterior Gobierno, provocado por presuntas manipulaciones desde el poder para atacar al Papa. Eran dos carillas en las que describía el problema que le planteaban a Francisco sus presuntos voceros, un repaso de la actitud de cada medio hacia su persona y de las herramientas que él creía que movía el Gobierno para destruir la imagen del pontífice. La carta la envió a un allegado a Francisco, que respondió de inmediato con una invitación a que Pont viajase a Roma en cuanto pudiera.

“Santiago tiene una visión sobre nosotros que acá nadie tiene”, comentaría Francisco ante su equipo de medios del Vaticano. El jesuita Federico Lombardi, en aquel momento su vocero, llamó a Pont Lezica por teléfono usando una vieja relación que tenían de cuando el empresario trabajó en la cobertura de un viaje de Juan Pablo II a España. Le pidió que le preparase un informe periódico sobre las publicaciones de la prensa argentina sobre Francisco, la cobertura audiovisual y especialmente las opiniones que aparecían en los comentarios de las páginas de internet.

Esta perspectiva alimenta la hipótesis sobre la existencia de un plan oficial, personalizado en el estratego y jefe de campañas Jaime Durán Barba y el jefe de gabinete de Macri, Marcos Peña, para esmerilar la imagen papal con el motivo de hacer brillar por encima de él la imagen de Macri. Si Francisco, según esa percepción, se mantenía por encima de Macri, les iba a juntar a todos los peronistas en contra, porque el Papa, en el fondo, es K. Como toda interpretación de los hechos contemporáneos, esta visión se alimentaba de gestos, actitudes, leyendas y preconceptos muy difíciles de probar. Como toda conspiración, tenía un fuerte atractivo para la Iglesia, una organización que le tiene mucha fe a lo invisible e improbable. La prueba es que esta visión de Pont Lezica –que no es exclusiva de él– convenció en el acto a Roma.

En ese tiempo, Francisco dedicó gestos de acogimiento a personalidades enfrentadas con el Gobierno. Por ejemplo, lo hizo con Hebe de Bonafini y algunos jueces señalados desde el oficialismo en el Consejo de la Magistratura por su actuación durante la anterior administración, además del “rosariazo” a Milagro Sala, detenida y procesada en Jujuy también por hechos ocurridos bajo el Gobierno peronista.

En abril de ese año, Pont viajó a Roma y mantuvo varias reuniones con Francisco, ante quien amplió su hipótesis sobre la campaña antipapa. “No me importa que me puteen, la gente está muy confundida, no saben cómo defenderme, ni los curas saben cómo defender a la Iglesia”, dijo. El Papa lo juntó con el pastor Marcelo Figueroa, a quien le había confiado el manejo del Canal 21, que apoyó esa hipótesis de la agresión a Francisco.

—Vos escúchalo a Santiago –le dijo Figueroa a Francisco en esa reunión–, porque yo antes iba por la calle y la gente me paraba par decirme: “¿Usted es el amigo del Papa? ¿Puedo tocarlo?”.

—¡Qué lindo! –aportó Francisco.

—Ahora voy por la calle, la gente me para, me pregunta lo mismo, pero me dice: “¿Puedo putearlo?”.

—¿En serio? Qué pena… por vos, digo –amagó Francisco.

—Pena por vos, no por mí.

En esa charla, le reprocharon la acción de algunos voceros y las consecuencias de sus silencios.

—Me vas a hablar mal de mis amigos.

—No, voy a hablar mal de lo que hacen tus amigos.

Antes, Pont Lezica ya había intentado en Buenos Aires moderar la vocería de, entre otros, Gustavo Vera, que en 2017 vivía entre Santa Marta y el Instituto Patria, búnker del peronismo cristinista por el cual sería un frustrado candidato a legislador por la Ciudad de Buenos Aires. En esa charla, Francisco le ponderó la tarea de Juan Grabois, a quien ya tenía como asesor de la Comisión de Justicia y Paz. Le recomendó que fuera a escucharlo cuando pudiera.

Meses más tarde, Pont estuvo en el Tercer Encuentro Mundial de los Movimientos Populares, que se realizó en el Vaticano. Fue en noviembre de ese año, y compartió la cercanía de José Mujica cuando Francisco hizo el cierre en la sala Pablo VI del Vaticano. Allí le escuchó decir al ex presidente del Uruguay: “Este viejo es más comunista que yo”.

 

climas enrarecidos

El lanzamiento del debate puso a flor de piel las diferencias entre el Gobierno y la Iglesia, que había dejado las sillas vacías en la apertura del año legislativo. La visita del jefe de gabinete Marcos Peña a la cámara de Diputados para su informe mensual reflotó un debate larvado, el del aporte del Estado al sostenimiento del culto católico, previsto en el artículo 2 de la Constitución Nacional, pero eternamente descalificado por los laicistas.

Peña respondió en el informe a una pregunta retórica sobre el monto de esos aportes. La inquietud, planteada por la bancada del radical disidente Martín Lousteau, era decorativa porque ese número estaba en el presupuesto aprobado por los diputados. Pero, además, era la tercera vez que en pocos meses el jefe de gabinete había respondido esa pregunta. Esta vez lo que dijo se leyó en otro contexto: el del debate del aborto.

La sola mención era una provocación al Papa Francisco, quien durante su arzobispado había criticado en público y en privado esos aportes. Durante la crisis de Baseotto, había mocionado por la revisión del acuerdo para el Vicariato castrense. Siempre había afirmado, contra la opinión de la mayoría de la Conferencia Episcopal Argentina, que era necesario buscar otra manera de relacionarse con el Estado. En 2016, había rechazado la contribución del Gobierno para Scholas Occurrentes. Con el anterior Gobierno, Scholas había rechazado un aporte de 14 millones de pesos del Ministerio de Infraestructura para producir material audiovisual dentro del programa Enamorar.

A finales de 2018, el Episcopado comenzó a analizar junto al Gobierno un plan de transición para derogar el sostenimiento pleno por parte del Estado. Una de las consecuencias de la caída del proyecto de despenalización del aborto fue la reaparición de grupos con consignas laicistas que pedían la separación total de la Iglesia y el Estado. Esa posición no prosperó en ninguna fuerza política de relieve institucional ni en ningún dirigente de importancia. El movimiento fue informal y adaptó a la Argentina campañas en favor de la apostasía de países como España: un católico bautizado le pide formalmente a la Iglesia que consigne su renuncia a la fe heredada.

La Iglesia, como el Gobierno, actuó ante el tratamiento en Diputados confiada en el triunfo del no. Había decidido cederle el control del debate a la ciencia. El vocero de esa pelea contra el aborto era Bochatey, segundo del conservador Héctor Aguer en La Plata, y un experto en bioética vinculado a la UCA.

El proyecto avanzó en comisiones y se le puso fecha el miércoles 13 de junio para tratarlo en el recinto. Una semana antes, la diferencia entre el sí y el no era muy estrecha –diez votos arriba o diez votos abajo, según quién hiciera el recuento. El Gobierno temía incidentes, especialmente si en esa sesión ganaba el no. Horacio Rodríguez Larreta tenía a consideración innumerables pedidos de organizaciones para ocupar espacios públicos ese día en la Ciudad, y se lo hizo saber al Poder Ejecutivo y al Congreso. La mayoría pertenecía a sellos que apoyaban la despenalización, y el temor era cómo iban a reaccionar si ganaba el no. Emilio Monzó, responsable de la sesión, la planificó de un solo tirón, sin cuartos intermedios, arrancando a las 11 y con una votación a horas avanzadas del día siguiente. Para mortificarlo, le preguntaron a Monzó cómo votaría si le tocaba desempatar como presidente de la cámara. Se disculpó: “¿Están locos? Si abro la boca pierdo la autoridad que me da este cargo”.

Enredado en las propias ansiedades –la política es una montaña rusa–, esa pasión por el marketing llevó al oficialismo a promover una riesgosa foto de los funcionarios y legisladores contrarios al aborto, que se registró en la Plaza del Congreso el jueves anterior a la votación en Diputados. Fue masiva, si se la compara con la foto de familia que un día antes había reunido a los oficialistas a favor de la despenalización, además bien modesta en términos de jerarquía política. Esta algarada de los celestes del oficialismo fue convocada formalmente por Gabriela Michetti, pero tuvo el aval tácito del propio Macri y de María Eugenia Vidal, aquel mismo día en el Vaticano secreteando con Francisco.

Ahí estaban los hombres fuertes del Congreso, como Federico Pinedo, cinco ministros del gabinete y altos punteros del oficialismo, como el vicepresidente del Banco Nación. El ex militar Juan José Gómez Centurión caminaba como un rock star desaprovechado y se lo disputaban en selfies y pedidos de autógrafos. Alguno indicó la presencia de Andrés Ibarra como señal del interés directo de Macri en que hubiera mucho gabinete en esa foto. Cuando Joaquín de la Torre, ministro vidalista, bajó de un colectivo bonaerense, demostró que los funcionarios cumplían la orden de Vidal: que todos los funcionarios que estaban contra el proyecto viajasen a la Capital para esa foto. Estas efusiones probaron la fragilidad de las atribuciones a Jaime Durán Barba como el gran titiritero del macrismo. La manía por las fotografías puede también ponerse en contra del objetivo de buscar prestigio, que es para lo que existen las fotos en la política. Si ganaba el no, el Gobierno iba a quedar identificado con una victoria política en un tema que le arrancaron organizaciones que tienen predicamento en los medios, pero que tienen pocos votos. Pero si ganaba el sí, haber aparecido en esa foto sería la prueba de que hay una distancia entre la calle y el sistema, y que los funcionarios son almas débiles que vuelan al acaso del viento, como hojas de otoño (imperdonable, diría María Elena Walsh).

 

Macri-Bergoglio, tan cerca y tan lejos

En noviembre de 2009, cuando la Argentina no había sancionado aún el proyecto de matrimonio igualitario, una jueza de la Ciudad de Buenos Aires autorizó, por vía de una declaración de inconstitucionalidad del Código Civil vigente entonces, el matrimonio de dos varones. El cardenal hizo público el rechazo de ese fallo y pidió a Macri, también públicamente, que apelase ese fallo para impedir la boda. Macri no lo hizo, y el casamiento pudo realizarse. Sobrevino una serie de reproches de Bergoglio, que lanzó, junto a otros obispos, un comunicado criticándolo. Repitió las quejas en una reunión privada cuyos términos agrios se ocuparon de hacer trascender las dos partes. Macri justificó su visión del tema: “Mi decisión tuvo que ver con decisiones personales, porque el deber de un espacio político es lograr la libertad e igualdad, independientemente de de las creencias religiosas. Entendemos su posición y la respetamos”.

Ese lenguaje enardeció al cardenal, que tuvo un testimonio claro de que Macri no era una oveja de su corral y que a él no lo reconocía como pastor. Las partes no han revelado la trama fina de ese acontecimiento, pero del lado de Bergoglio hubo reproches a Peña. A este, los sectores clericales le atribuyeron la decisión de dejar correr el fallo y hacer que Macri fuera el responsable del primer casamiento del mismo sexo de la Argentina y de América Latina. Comprensible esta laxitud en alguien que cree en el matrimonio -se ha casado las veces que creyó necesarias-; también en un político que busca ampliar la base de respaldos en un distrito sinuoso como la Capital. Menos explicable en el jefe de una formación conservadora como el PRO.

Sí es claro que Peña fue quien transmitió la orden al procurador Pablo Tonelli de no apelar. También, que nunca hubiera hecho eso sin la venia de Macri. El Gobierno de la Ciudad se notificó del fallo de la jueza Gabriela Seijas el jueves 13 de octubre de 2009. Macri partía de viaje y dio instrucciones a sus funcionarios para que analizasen el tema. La resolución quedaba a cargo de Peña. El viernes, el secretario de Gobierno escuchó a los funcionarios, que tenían opiniones divergentes. Michetti y Santiago de Estrada estaban a favor de apelar la medida con argumentos de conciencia. Tonelli opinaba lo mismo, pero por razones jurídicas. Al final de esa tarde del 14 de noviembre, Peña les dijo que el Gobierno no apelaba, porque era una medida que tenía el favor del público y que además implicaba una defensa de la libertad individual, consigna del PRO. El mismo argumento que Macri ya había registrado en un video que se hizo circular por las redes con esta frase: “He tomado esta decisión porque privilegio la libertad y el derecho de cada uno a decidir aquello que lo hace más feliz”.

Para Peña, fue una mortificación personal que Bergoglio concentrase las críticas en su persona. Lo aguantó como un soldado, quizá porque entendió que el cardenal buscaba un blanco para descargar la furia sin encarnizarse con Macri. “No lo entiendo en Marcos, que es hijo de una catequista”.

Peña es hijo de Clara Braun Cantilo, que forma parte de una familia ligada a la Iglesia. Su tío, Rafael Braun, fue uno de los sacerdotes más influyentes en la segunda mitad del siglo XX como directivo de la revista católica Criterio. Esta publicación ha estado identificada con sectores del conservadurismo político, pero con una perspectiva liberal de la religión. En el mapa doctrinario, el pensamiento de Criterio está en las antípodas del pensamiento de Bergoglio.

Entre Braun y Bergoglio hubo siempre una diferencia de clase que pudo aflorar en el incidente que dejó en el medio al sobrino Marcos. Braun era un cura culto y elegante. Dirigió la coqueta pastoral de la Universidad de Buenos Aires cuando Bergoglio dedicaba su tarea a promover la atención de los excluidos con los curas villeros. No tenía olor a oveja, y eso que su familia pudo ser la más importante en la crianza de esa especie en la Patagonia.

Diego Elizalde, testigo de los años de convivencia entre Braun y Bergoglio, dio un crudo testimonio del trato que le dio este a “Raffy” cuando llegó a la Universidad del Salvador, donde Braun era profesor. Le dijo a un grupo de alumnos: “Acá liberales no. Se puede ser marxista, peronista, demócrata cristiano, radical. Si quieren, comunista. Pero liberales no. (…) Al día siguiente, Bergoglio mandó a tapiar el despacho de Braun. (…) Braun venía para obispo. Clavado. Bergoglio nunca lo dejó llegar. Le hizo pelo y barba”.

En la superficie, Bergoglio ha manifestado enojo con Peña, no ya por haber tomado la decisión, que atribuyó siempre a la frivolidad de Macri, sino por no haberle avisado que el jefe de Gobierno no iba a apelar la medida de la jueza que permitía ese matrimonio. En su archivo personal, Peña tiene una correspondencia con Bergoglio en la que, dice, aclaró todo, pero que eso queda en la reserva de la intimidad de los dos. Explica que escuchó que Bergoglio estaba enojado por no haberle avisado de la decisión de Macri, algo que cree debió hacer también Michetti, pero que él nunca se comprometió a hacerlo. Cuando se devana en busca de respuestas, cree que, al no avisarle, se le frustró algún curso de acción alternativo. Eso pudo indisponerlo ante otros obispos, de la línea más conservadora, que reclamaban acciones de confrontación, pero a los que había apaciguado con el argumento de que Macri podía frenar ese casamiento.

Otra hipótesis que surge cuando se hurga en las razones de ese enojo, el más estridente que hubo entre Macri y Bergoglio, es que el cardenal pudo esperar otra cosa de esa formación que desde 2003 apareció en la Ciudad de Buenos Aires, la que él gobernaba como arzobispo, y que era el partido Compromiso para el Cambio, después el PRO. Pensó quizás que podía ser una especie de Partido Demócrata Cristiano, algo en lo que –recuerdan algunos legisladores del primer equipo macrista de 2003– insistía en reuniones el sacerdote Carlos Accaputo. “Quería que fuéramos un partido conservador católico, era algo difícil de entender”, recuerda Peña de aquellos años. Accaputo niega aquellos diálogos, que son imborrables para Marcos.

Este entramado social y familiar alimenta la idea de que Bergoglio, efectivamente, podía esperar otra cosa del joven Peña. Pero su ascenso, con el paso de los años, en la escala zoológica del macrismo como funcionario y, en especial, como lugarteniente del asesor de campaña Jaime Durán Barba terminó de marcar las diferencias. Es una historia que no está cerrada.

En la legislatura, Oliveira, Oliveri y Valdés, un trío que hizo las mejores relaciones con el Papa, votaron a favor del proyecto de unión civil. Bergoglio nunca les reprochó eso, pero sí lo hizo con Macri, porque “marketineó” esa posición, buscando mejorar su perfil ante el electorado. Clásico en un político, como es Bergoglio, esto de quejarse de que otro haga política.

La dureza en el tratamiento hacia Macri, Peña y hasta Gabriela Michetti tiene que ver con que, puertas adentro, le mandaron a decir, o se lo dijeron en persona, que ellos estaban en contra de la unión civil. “Me vienen a decir que en un tema como este vamos a acompañar a la Iglesia y después, por una cuestión de encuestas, de marketing, de quedar con determinado sector, me desairan de esta manera. Soy el arzobispo de Buenos Aires, ¿en mi distrito me hacen esto?”.

Desaires similares acusaría Bergoglio cuando el Gobierno de Macri reglamentó el aborto no punible según protocolos que seguían un fallo de la Corte. La Iglesia observó ese fallo que, dice, “excediendo sus competencias, exhortó a aprobar protocolos, afectando de esta manera la división de poderes y vulnerando el federalismo, tiene consecuencias jurídicas, culturales y éticas porque las leyes configuran la cultura de los pueblos y una legislación que no protege la vida favorece una “cultura de la muerte””.

Fue en septiembre de 2012, en los mismos días en los que Macri auspiciaba un megeavento de meditación organizado por el gurú Ravi Shankar. Se trataba de una opción del Gobierno porteño por una espiritualidad alternativa y no cristiana que fastidió al arzobispo y terminó de cerrar su imagen de Macri como un gobernante oportunista. Bergoglio parecía resignado a la jubilación, que había formalizado a finales de 2011, pero que no le había sido aceptada por Benedicto XVI, a quien reemplazaría como Papa pocos meses después.

También señala a Durán Barba como responsable de esa conducta de Macri. El ecuatoriano suele decir y repetir que la Iglesia ya fue, que es una institución del pasado que ha perdido importancia, que la gente no cree en nada, que el Papa no suma votos, etcétera.

Eso lo pagaría Macri en la primera reunión del 27 de febrero de 2016. Mauricio, según el Papa, forzó esa reunión, que debió ser mucho tiempo después de su asunción. Pero el propio Bergoglio se dejó influir por su Secretaría de Estado, que juzgó conveniente que lo recibiera. La idea de que una foto con el ceño adusto equivale a una encíclica es una estupidez supina. Pero es cierto que tampoco Francisco hizo otras manifestaciones de agrado por esa incursión macrista al Vaticano. Desde esa fecha, hubo además algunos diálogos telefónicos en donde salieron referencias a los desencuentros del Papa con los entornistas del Presidente.

—Hay dos a quienes tiene que perdonar –le diría Macri, con referencia a Marcos Peña y Durán Barba.

—A uno ya lo voy a perdonar. Pero al otro no lo voy a perdonar nunca. Al que voy a perdonar es a Marcos…

Marcos consultó, antes del segundo viaje de Macri al Vaticano, en octubre de 2016, si debía concurrir. Le dijeron desde allá que mejor no fuera. Uno de los voceros informales de Bergoglio, Santiago Pont Lezica, estuvo en Olivos antes de ese viaje. El presidente le agradeció lo que hacía para ayudar a que las relaciones mejorasen.

—Usted se reúne con Obama, y Obama dice que el Papa es el hombre más importante del mundo. ¿Cómo se va a llevar mal con el Papa, que además es argentino?

—Tenés razón -admitió Macri. Pero es que no entendemos bien los mensajes que da el Papa.

De todos modos, la segunda reunión con Macri fue el indicador de una mejoría de las relaciones. Fua a puertas cerradas y con la prensa lejos. Tampoco sirvió mucho para mejorar la idea que Bergoglio tiene de Mauricio. Ha dicho de él: “La vida no es tener tres globos, ganar, ser rico y tener una mujer linda al lado. Y no es que hable mal de Juliana, que es divina. Eso no es la vida, camisita celeste y todos riéndonos, el país es otra cosa”, le han escuchado en momento de extrema franqueza.

Solía repetir ante sus visitantes argentinos: “A Cristina había que abrazarla para que no chocase. A estos hay que recordarles que los pobres existen”. Reconoce que la ayuda social del Gobierno se amplió con Cambiemos, pero se queja de que la administración macrista aplicó a cuentagotas la aplicación de la Ley de Emergencia Social que el Vaticano promovió en el Congreso argentino a finales de 2016.

Ante otros, señala que el asesoramiento de Durán Barba instala un germen de escepticismo en el corazón de las decisiones del Gobierno. Esa percepción estalló en el conflicto más grave que separó a Francisco de Macri en 2018: el debate en el Congreso sobre la despenalización del aborto. Esa batalla mostró un juego de espejos entre los dos: ninguno quería el aborto, se sacaron el gusto cuando el Senado sepultó la iniciativa, pero quedaron más peleados que nunca.

—Yo creo que tengo que tomar un café con Franciscto –le dijo una vez Durán Barba a Pont Lezica.

—Creo que va a ser difícil.

—No me voy a poner muy de acuerdo con tu amigo.

—No creo…

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