neka jara, la lucha es una sola | Revista Crisis
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neka jara, la lucha es una sola
La revuelta más salvaje de la historia argentina tuvo como protagonista a una multitud anónima en cuyo seno se gestaron muchas trayectorias de dignidad y sabiduría. Hombres y mujeres extraordinarios con responsabilidades comunes que, veinte años después, todavía portan en su piel el deseo de una búsqueda irrefrenable por cambiarlo todo, de raíz. Neka Jara es una de ellas, sencillamente.
Fotografía: Emiliana Miguelez
15 de Diciembre de 2021
crisis #50

 

Sicilia murió el 1 de noviembre de 2020, justo cuando la pandemia comenzaba a debilitarse y las personas se volvían a reunir. Era casi medianoche y se festejaba el cumple de Romina, vecina de La Comarca. Su hijo Valdemar, como siempre, tocaba la guitarra y cantaba sin dar respiro. Su otro vástago, Jorge, la sacó a bailar y ella pidió que toquen "Kilómetro 11". Ni bien terminó de demostrar que sus habilidades para el chamamé seguían intactas, tomó asiento. Estaba feliz. Hizo una broma de circunstancia y el gentío aplaudió la ocurrencia. Entonces la vida, de golpe y sin avisar, abandonó su cuerpo. En el día de todos los santos.

Fue en ese preciso instante cuando Neka, su otra hija, la polvorita, supo que una etapa de la comunidad política que habitan había llegado a su fin.

La conocí un día de principios del siglo que recuerdo como si fuera hoy, aunque no sabría decir la fecha. Puede haber sido en el 2000, o tal vez durante el primer semestre de 2001. Yo integraba el Colectivo Situaciones, junto a mi compañera Natalia, mi suegro “Cambá”, el “Ruso” Scolnik, Vero Gago y Diego Sztulwark. La investigación militante nos llevaba de las narices hacia ciertos territorios donde germinaba lo que percibíamos como un nuevo protagonismo social. Teníamos un profesor de Filosofía, Rubén Dri, muy vinculado a las corrientes de la Iglesia que se comprometieron con la transformación del sistema capitalista, no simplemente con su humanización. Dri había sido invitado a brindar una misa-conferencia en el barrio San Martín, de la localidad San Francisco Solano, partido de Quilmes. Y nos propuso acompañarlo.

En el viaje de ida, mientras atravesábamos las interminables barriadas del conurbano sur, repletos de esqueletos industriales y fantasmales fábricas abandonadas, el profesor contó la historia de su anfitrión, Alberto Spagnolo, un cura que se había fundido con la gente, prestó la parroquia para que se constituyera un Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) y se puso a la cabeza de piquetes masivos que bloqueaban las rutas de la gran ciudad exigiendo recursos mínimos para sobrevivir. El tipo de secuencia que uno ve en Netflix y emociona, pero en la vida real escandaliza a las buenas conciencias y motiva la represión estatal. Spagnolo fue expulsado de la casa de Dios con la policía, y la cofradía tuvo que establecerse en un precario galpón cedido por un vecino tan devoto como peleador.

Hasta allí llegamos aquel domingo al mediodía, para compartir el guiso que emanaba de una olla gigante. Luego de los rituales de ocasión, el cura sin hábitos presentó al profesor y le pidió que explicara cómo distinguir, a su juicio, la teología de la liberación de la teología de la dominación. Dri se arremangó la camisa como si fuera a cortar un árbol con un hacha y comenzó a hilvanar un discurso memorable. A su alrededor se fueron sentando los desarrapados. Eran cientos. Escucharon con total concentración durante una hora. Por momentos emergía el llanto de algún pibe, como música de fondo. En esa época, nadie portaba celular. Yo estaba maravillado por semenjante comunidad de pensamiento, pero la revelación vino después. Cuando el orador concluyó su parla en un altísimo climax retórico, nadie aplaudió. Y no por indiferencia. Lo que se desató fue un intenso debate a cielo abierto. Entre diez y veinte personas tomaron la palabra, para formular alguna pregunta, aportar un comentario o introducir una duda. La que rompió el hielo parecía una guerrera guaraní. De ascendencia paraguaya, pañuelo zapatista en la cabeza, varias pulseras en sus muñecas, borceguíes todoterreno, se llamaba Nélida Argentina Jara, pero todos le decían Neka.

Cuando el orador concluyó su parla en un altísimo climax retórico, nadie aplaudió. Y no por indiferencia. Lo que se desató fue un intenso debate a cielo abierto. La que rompió el hielo parecía una guerrera guaraní. Se llamaba Nélida Argentina Jara, pero todos le decían Neka.

 

“Lúcida, sensible y afectuosa. Su palabra es inescindible de su tono. Lleno de inflexiones sonoras, puede combinar el susurro suave con la determinación de una afirmación intrépida y extrema. No regala fácil el cariño, pero cuando te arropa con su confianza, la fidelidad se vuelve irrestricta. Es intuición salvaje y sutileza, deseo y claridad”. Así la describe el ya mencionado “Ruso” Scolnik en el libro de no ficción Nada que esperar. Historia de una amistad política, publicado en diciembre de 2021. Apelo a sus palabras, que suscribo, porque a mí no me sale ser tan meloso.

Neka había coordinado el área pedagógica del Instituto de Teología del Obispado de Quilmes. Allí lo conoció a Spagnolo y se hicieron inseparables. Recuerdo que, por mi ignorancia extrema en asuntos religiosos, yo no sabía si eran pareja amorosa o una casta dupla al servicio del Señor. Y no era cuestión de andar preguntando. Lo cierto es que, poco tiempo después, ambos se convirtieron en importantes referentes del movimiento piquetero autónomo que se regó como la pólvora por todo el país, con origen en las localidades sureñas de Cutral Co y Plaza Huincul, y en las norteñas Tartagal y Mosconi.

 

Hay una especie de catalizador político de la energía popular argentina: cuando un movimiento de protesta penetra el conurbano bonaerense y se disemina entre su inmensa población, algo decisivo cambia en las relaciones de fuerzas. Es lo que sucedió en 1945, cuando el incipiente vínculo entre Perón y los descamisados parió el 17 de octubre. Y es lo que ocurrió hacia fines de los años noventa con las organizaciones de trabajadores desempleados, principal fuerza motriz del estallido del 19 y 20 de diciembre de 2001.

Mientras la crisis económica alcanzaba picos de gravedad insusitados y el esquema de la convertibilidad que introdujo el menemismo a partir de 1991 se acercaba al colapso, en la calle un nuevo sujeto luchaba contra el sistema político a partir de dos grandes exigencias tácticas: ya basta de ajuste y nunca más a una salida represiva. Con ese programa mínimo y una fulminante capacidad de movilización, el consenso neoliberal se hizo añicos. A lo largo de todo el año 2001 las distintas vertientes de la marea piquetera se articularon para convertir la bronca en un atronador grito destituyente. Lograban sitiar la Capital Federal en demanda de planes sociales. Se parapetaban frente a los hipermercados pidiendo comida. Y ejercían una eficaz regulación de la vida social en los barrios, desplazando a las viejas estructuras de la política.

Si en la zona oeste, con epicentro en La Matanza, crecieron dos grandes organizaciones, la Federación de Tierra y Vivienda (liderada por Luis D'Elia) y la Corriente Clasista y Combativa, en la zona sur del conurbano lo que apareció fue un ensamblaje de agrupamientos diversos denominado Coordinadora de Trabajadores Desocupados Anibal Verón, cuyo foco más vital era el grupo de Solano.

Hay una especie de catalizador político de la energía popular argentina: cuando un movimiento de protesta penetra el conurbano bonaerense y se disemina entre su inmensa población, algo decisivo cambia en las relaciones de fuerzas.

 

Tranquilino Jara era un tipo hermoso. Honesto, laburador, siempre alegre y con un don especial para la música. Una noche de juerga en el pueblo San Patricio, provincia de Misiones, sur del Paraguay, el hijo del comisario le pidió que entonara una canción colorada. Pero en su casa eran del Partido Liberal a muerte y la guerra civil del 47 había hecho de la diferencia partidaria una grieta ética. En la trifulca, Tranquilino lo ensartó al prepotente. Entonces tuvo que abandonar el país y cruzar a la Misiones argentina, donde conoció a Sicilia. Allí un juez de paz le hizo la gauchada y cambió de nombre. A partir de ahora se llamaría Horacio, pero todos lo conocerían como el “Quili”.

Un par de décadas más tarde, hacia fines de 1974, la parentela Jara llegaba a Buenos Aires, huyendo esta vez de la miseria que se sentía fuerte en la chacra de Pueblo Illia, municipio Dos de Mayo, a unos 200 kilómetros de la capital misionera. “Fue justo después de la muerte de Perón”, dice Neka, que tenía 11 años y cinco hermanos. La séptima del clan, la pequeña Maba, nacería en los arrabales de Florencio Varela, donde instalaron en poco tiempo la casa familiar. Un recuerdo de recién llegados: la noche del 23 de diciembre de 1975 los Jara pensaron que los fuegos artificiales se habían adelantado, pero lo que escuchaban era el ruido de la metralla en el cuartel de Monte Chingolo, y en el horizonte refulgía el fuego de una represión militar que causaría muchas muertes.

El Quili consiguió laburo en SaSeTru, empresa de alimentos fundada en 1946 que llegó a ser en los años setenta la más grande del país en su estratégico rubro. El dueño, Jorge Salimei, fue ministro de Economía durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía. Del otro lado del ring en la disputa entre burgueses, militaba José Alfredo Martínez de Hoz, que tenía a las grandes multinacionales como verdaderos agentes del desarrollo y, ni bien asumió el Ministerio en 1976 de la mano de Jorge Rafael Videla, le hizo la cruz a SaSeTru, hasta derrumbarla en 1981.

Tranquilino quedó en la lona y desde entonces se dedicó a la albañilería, hasta que en 1992 murió carcomido por la cirrosis. Neka por esa fecha participaba en una organización eclesial de base, en la parroquia Itatí de Varela. Y colaboraba con una comunidad pilagás en Formosa. “Con mi papá tenía una relación muy linda. Cantábamos guaranias, polkas y chamamés, todo lo vinculado a la cultura guaraní. Recuerdo su mirada tristona, melancólica, siempre recordando su tierra. Creo que él vivió mal en la ciudad. Siempre tuvo ganas de volver a la chacra. Pero mi vieja no. Y ganó mi vieja”.

Hay una línea matriarcal muy sutil que quizás sea el secreto mejor guardado de ese famoso buen sentido que anida en los sectores populares, mezcla de un cuidadoso enhebrar los lazos afectivos y una rebeldía indomable que cuando se desata no tiene piedad.

 

Algunos chistosos le decían la subcomandante Neka y ella se reía con ganas. Esa semana era clave porque se acercaba Navidad y había una malaria nunca vista, aunque el barrio vivía un clima de renacimiento medio bíblico. Algo estaba por pasar.

El Movimiento había decidido lanzar una ofensiva para exigir un Plan Alimentario Nacional, más subsidios sociales y el pago en término. Sin embargo, en lugar de la tradicional marcha hacia el centro porteño, esta vez la táctica era otra: el lunes 17 de diciembre de 2001 ocho grandes hipermercados de la zona sur amanecieron rodeados por miles de piqueteros que exigían mercaderías para pasar unas felices fiestas. En las pancartas se leían consignas menos humildes: “Trabajo, dignidad y cambio social”.

El impacto de la acción fue enorme y la presión sobre el gobierno escaló a tal punto que a las pocas horas se concretaron reuniones en diferentes ministerios, donde acordaron la entrega de mercaderías. Pero el martes 18 los ataques a supermercados comenzaron a generalizarse de manera espontánea, sin organización ni conducción política. La pradera estaba sedienta.

La última decisión del presidente De la Rúa fue la más torpe de todas, lo cual es mucho decir. Al decretar el Estado de sitio, la protesta social que venía in crescendo se volvió insurrección. Nadie convocó a las masas y no hubo ningún plan de acción, pero la multitud sintió que había llegado la hora de recuperar la soberanía. Primero bajaron con sus cacerolas a la esquina de la cuadra, luego se movieron hacia el centro del barrio, más tarde drenaron hacia la Plaza de Mayo como una ola destituyente imparable y un grito de guerra ensordecedor: “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.

Cuando la noticia del Estado de excepción llegó a Solano, Neka sintió un escalofrío. Si se desataba una cacería, ella y sus compas serían unas de las primeras y más codiciadas presas a capturar. Así que organizaron un operativo para guardarse esa noche. Pero al ver la reacción ciudadana contra la amenaza represiva, decidieron sumarse a la protesta. Fueron a la Casa Rosada, a la Plaza de los Dos Congresos y después a Olivos, donde festejaron la renuncia esa misma noche del inefable Domingo Cavallo, padre del engendro económico.

Al día siguiente, 20 de diciembre, el gobierno provincial avisó que enviarían mercadería a los galpones del Movimiento. “Nos querían mantener en los barrios”, recuerda Neka, siempre un poco conspirativa. Pero al mismo tiempo, la policía bonaerense comenzó a patrullar y se llevaron detenidos a varios jóvenes del MTD. El grupo que había logrado reunirse en el galpón del barrio San Martín, decidió fragmentarse en dos: unos irían a las comisarías a rescatar a los compañeros y el resto enfiló otra vez hacia el centro porteño, donde las cacerolas habían dejado su lugar a las piedras y la protesta se había convertido en una batalla callejera.

Neka y sus compinches portaban un saber combatiente acumulado durante meses de constante pugilato contra las fuerzas de seguridad. Los pasamontañas, los palos, las hondas, e incluso algún que otro loco con nunchaku, eran parte del uniforme piquetero habitual. Se distribuyeron en lugares clave, aguantaron balaceras, corridas y pasaron toda la tarde dándole gas a la revuelta, hasta que a las 19:50 se dio a conocer la renuncia de Fernando de La Rúa. Minutos después despegó el helicóptero con el expresidente a cuestas. La represión fue feroz pero el desenlace bien valía una fiesta.

 

Durante aquellos días trabé con Neka una hermandad entrañable que dura hasta hoy. A lo largo de estos veinte años recuerdo haberme enojado con ella una vez. Fue en mayo de 2002, justo antes de que quedara inaugurado el Mundial de fútbol que organizaban Corea y Japón. Por aquí había comenzado el flujo de turismo revolucionario desde y hacia Europa y la “subcomandante” estaba en Alemania, o Italia tal vez, dando cátedra sobre el contrapoder y la mar en coche. Un día me levanto y leo una entrevista publicada en algún pasquín antiglobalización que al mismo tiempo, claro, odiaban todo aquello que oliera a nacionalismo. Le preguntaban cómo vivía el pueblo argentino la cita máxima del fútbol, en un momento tan difícil. Y Neka, cebada, le respondió que a nadie le importaba mucho y que si perdíamos mejor.

Cuando a su regreso le comenté la calentura que me había provocado ese apátrida comentario, que no me representaba en lo más mínimo, la carcajada le salió del alma. Era evidente que no le interesaba representar a nadie. Es lógico, por lo tanto, que el estrellato político alcanzado por las expresiones más potentes que emergieron a principios de siglo poco a poco fuera languideciendo, ante el reformateo peronista propuesto por Néstor Kirchner a partir de 2003, con éxito impensado. Pero las dificultades que enfrentarían Neka y sus camaradas para persistir en la idea de un cambio social posta, con fuerte asidero en las barriadas de la periferia, empezaron a manifestarse bastante antes y tuvieron cara de hereje.

El mismísimo 20 de diciembre a la noche, ni bien la euforia de un inmenso triunfo popular se instaló en el pálpito de las mayorías, comenzaron las operaciones subterráneas. “De repente aparecieron versiones que nunca vamos a saber de dónde salieron, aunque es obvio –recuerda Neka–, planteando que venían caravanas de colectivos con gente de Fuerte Apache y algunos barrios de la Capital, invadiendo las casas, los comercios, y afanando todo lo que encontraran a su paso. Una historia ilógica, sin asidero, pero inmediatamente hubo vecinos que se pusieron a organizar fogatas en las esquinas y se armó una colaboración con la cana, la misma que pocas horas antes se había enfrentado con los pibes. Una cosa muy loca, todos los barrios de Solano amanecieron con fogatas en las esquinas y la buena noticia de que finalmente no habían llegado los saqueadores. Fue una movida inteligente para desarmar lo que se estaba gestando”.

La segunda prueba de fuego tuvo lugar el 26 de junio de 2002. La historia es conocida: en el marco de una jornada nacional de lucha con epicentro en el Puente Pueyrredón –que conecta a la zona sur del conurbano con el barrio porteño de La Boca– una represión bestial culminó con el asesinato de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, militantes de la Coordinadora Aníbal Verón, el primero de Lanús y el segundo de Guernica. El doble crimen conmovió al país y el mensaje del poder llegó al corazón mismo de la militancia: se acabó la joda. Durante 24 horas, la operación ideada desde lo más alto del poder ejecutivo –entonces encabezado por Eduardo Duhalde, el personaje con mayor volumen para apuntalar lo que quedaba del sistema político– parecía haber salido a la perfección. El relato policial, otra vez inverosímil, fue corroborado por los medios de comunicación. Había sido un enfrentamiento entre distintas corrientes piqueteras, declaró el comisario a cargo del operativo, que luego se develaría como el fusilador. Acto seguido, Clarín tituló “La crisis causó dos nuevas muertes”.

Alberto Spagnolo sintió entonces que la suerte estaba echada y encomendó su destino al designio de la historia. Era la hora de verdad, dijo, y había que estar a la altura. Sin embargo, una conexión más bien azarosa le dio un vuelco de 180 grados a la situación, cuando los rollos de dos fotógrafos distintos terminaron de revelarse y aparecieron las pruebas irrefutables de los autores de la matanza. Duhalde debió convocar a elecciones para dar paso a una solución democrática de la crisis. Pero el movimiento piquetero ya no fue el mismo.

 

Diez años más tarde sus vidas cambiaron de un golpe. El fuego fue inapelable y arrasó con la casa que habían construido en el barrio Pico de Oro, Florencio Varela, a donde se mudaron en 2003 para participar de una toma de tierras con decenas de familias de la zona. Neka y Alberto ahora tenían dos hijas, a quienes habían adoptado. “Horrible es la sensación de que me arrancaron un modo de vida que habíamos elegido, que construimos con nuestras propias manos y del que disfrutábamos”, dijo ella.

Aquel 29 de agosto de 2002 una pregunta martillaba su cabeza: ¿contra quién estamos luchando ahora? La noche del incendio varias decenas de amigos y compañeros se reunieron en el galpón, masticaron bronca y decidieron no intervenir. Un milagro impidió que se desatara una batalla campal entre vecinos. O tal vez un razonamiento sonó convincente: enfrentar a los narcos con su propia metodología solo va a disparar una espiral de violencia. Después vendría el vuelto. Y quizás haya que lamentar algo más que pérdidas materiales.

Neka nunca imaginó que iba a estar involucrada en este tipo de pelea (tan desigual), con gente del mismo barrio (tan parecida). Una guerra en la que había que moverse a tientas, porque nunca se sabe quién juega del otro lado. La policía era parte activa del negocio, de eso no había dudas. Provee custodia y aporta logística en tiempos de paz. Liberó la zona para que los transas se manejaran a sus anchas cuando decidieron pudrirla. Y echó nafta al fuego amplificando la miserable acusación que pendió sobre Alberto Spagnolo, con la idea de demoler el respeto que le tenían en el barrio, y así poder echarlos del territorio. No se descartaba el linchamiento in situ.

El kirchnerismo estaba en su momento de mayor legitimidad, venía de arrasar con el 54% de los votos y el consumo en los barrios acumulaba una mejoría sostenida, apenas disimulada por los efectos de la crisis financiera global. Pero los movimientos sociales, que habían logrado un alto grado de reconocimiento institucional, estaban perdiendo el control del territorio a manos de nuevas organizaciones empresariales, algunas de ellas armadas.

Alberto describía así el punto de inflexión: “El asentamiento lo armamos en 2003. Hoy seremos en total unas cien familias. El complejo de viviendas está desde hace más tiempo, creo que desde los años setenta. Basta mirar el lugar para darte cuenta de que no hay una vida organizativa, aunque hubo intentos, pero esta dinámica narco generó un pacto de repliegue de la gente hacia adentro. La gente sale, trabaja, pero el tejido social está destruido. Y somos un barrio que está a veinte cuadras del centro de la ciudad. Yo creo que esa combinación de precariedad y cercanía al centro es lo que hace a Pico de Oro un lugar estratégico para los narcos. Estos grupos son capaces de generar impactos políticos, no son fenómenos que tienen que ver solo con la violencia y el crimen. Te convierten una zona en un infierno, con los medios amplificando, y te generan una situación de desgobierno en el instante”.

Luego de mucho pensar, Neka se dio cuenta de que esa noche se le habían quemado los papeles. Un nuevo tipo de conflicto social iba a enseñorarse durante la segunda década del siglo veintiuno, imponiendo formas de violencia que escapan a la narrativa de la ampliación de derechos propuesta por el progresismo gobernante. Los resultados electorales son fenómenos multicausales, pero no hay dudas de que esta mutación en los territorios es clave a la hora de explicar por qué el kirchnerismo perdió desde entonces todos los comicios que disputó en la Provincia de Buenos Aires, con la única excepción de 2019.

 

Ya dijimos que hace un año Neka sintió, en el mismo momento en que despedía para siempre a su madre, el deseo de iniciar una nueva experiencia comunitaria. La vieja fórmula de la lealtad creativa: para ser los mismos, hay que cambiar.

La Comarca había surgido inmediatamente después del éxodo de Pico de Oro, en un terreno ubicado en la localidad de Abasto, periferia de La Plata. En lugar de ocupar, decidieron ir comprando parcela a parcela, para lo cual invitaron a quienes quisieran compartir la aventura de echar raíces en conjunto. Las casas brotaron como hongos, una más original que la otra. Y no solo se sumó mamá Sicilia, sino también hermano Jorge, emparejado con la tana Maura, quienes concibieron a la primera comarqueña de la historia, la pequeña Anahí; Valdemar y su familia, siempre ligados al origen paraguayo; e incluso Maba con su compañero Santi, fugitivo de la pampa sojera. Media familia reunida en torno a un proyecto múltiple y abierto, pero que en la trayectoria de Alberto y Neka procuraba dos objetivos primordiales: ver crecer a sus hijas Raquel y Karen en un clima cálido y fértil en afectos; y curar algunas heridas profundas, acumuladas a lo largo de varias décadas de luchas inclementes.

Lo que no dijimos aún es que apenas dos días antes de la festiva muerte de Sicilia tuvo lugar un acontecimiento que dejó otra marca indeleble en nuestra protagonista: el desalojo cruel, por parte del gobierno bonaerense de Axel Kicillof, de las centenares de familias que habían ocupado varias hectáreas de tierra en la localidad de Guernica. Todo el clan Jara se había puesto a disposición de la toma. Y muchas capas de recuerdos se agolpaban en la memoria del grupo, desde aquella mítica ocupación en 1996 a la que denominaron Agustín Ramírez, en homenaje al mártir de los asentamientos; hasta la durísima toma de La Matera, en 1999, donde aprendieron que la organización popular tiene límites infranqueables, independientemente del voluntarismo de los militantes. Amén de aquellas reminicencias del pasado, una nueva perspectiva surgió entre las humeantes casillas del asentamiento: “tierra para vivir, feminismos para habitar”.

Neka se dio cuenta que esa noche se le habían quemado los papeles. Un nuevo tipo de conflicto social imponía formas de violencia que escapan a la narrativa de la ampliación de derechos propuesta por el progresismo gobernante. Esta mutación en los territorios es clave a la hora de explicar por qué el kirchnerismo perdió desde entonces todos los comicios que disputó en la Provincia de Buenos Aires, con la única excepción de 2019.

 

La derrota de Guernica fue un antes y un después, pero no todos se animaron a registrarlo. La última vez que conversé con Neka me contó el nuevo experimento que están pergeñando, modelo 2022: la vuelta al campo. Andan buscando algunas hectáreas donde instalar una nueva comunidad rural, con pretensiones terapéuticas y formativas, pero con el objetivo estratégico de producir alimentos sanos. Debo confesar que me sonó un poco naif. Sospeché que se trataba de una forma de abandonar la disputa fundamental en el conurbano. Una vía de renuncia a la política, en nombre del buen vivir.

Aunque lo que yo opine sobre la intuición de Neka poco importa, le lancé mis prejuicios a modo de provocación. Y en su respuesta volví a percibir algunos filones de ese saber basal de quienes logran que la militancia y la vida se tornen indiscernibles. “Los que piensan que hoy es posible un nuevo 2001 no perciben que el tejido social en el que se incubó aquel rechazo al neoliberalismo, hoy está desgarrado. Es imposible en los barrios que yo conozco del conurbano hacer una asamblea como las que teníamos hace veinte años, con trescientos compañeros debatiendo y decidiendo qué hacer. La pedagogía de la violencia destruyó ese tipo de metodologías colectivas”.

Neka le dice adiós al 2001, con el mismo gesto vital que se despidió de Sicilia. Es una pulsión de búsqueda permanentente, hacia un futuro que está detrás: pero no antes en el tiempo, sino un poco más abajo o más profundo, como si la historia fuera una cebolla. O, mejor, un alcaucil. Después de la madre, entonces está la tierra. Y allí se libra la batalla que viene.

 

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