Estos días Greta Thunberg siente que está de campamento arriba de una montaña rusa. Fue la ocurrente comparación que escribió en el posteo del 17 de agosto –la primera foto donde se la ve reír–, al cuarto día de viaje por el Atlántico norte, de Inglaterra a Nueva York a la velocidad del viento, sin detenerse en puertos. Greta tiene 16 años y diagnóstico de Asperger, entre otros trastornos que le dificultan la participación en el “juego social”, como dice. Van arriba de un velero de 18 metros, sin baño ni cocina: su padre, un documentalista de su país y los dos pilotos –el alto competidor de regatas alemán, Boris Herrmann; y Pierre Casiraghi, hijo de Carolina de Mónaco y dueño del Malizia II, barco de diseño equipado con tecnología BMW última generación que lo vuelve completamente ecológico.
Mientras Random House edita sus discursos bajo el título Cambiemos el mundo, se cumple apenas un año del primer día en que Greta faltó a la escuela para ir a sentarse en la puerta del Palacio del Parlamento sueco, en el centro de Estocolmo, con un cartel que decía “huelga escolar por el clima” e impresiones A4 con los datos de la crisis climática responsable, entre otras cosas, de lo que se había vivido por entonces en Europa del Norte: una nueva ola de calor récord, con incendios que llegaron hasta el Ártico.
Organizarse y ponerse en marcha puede tomar la vida o simplemente hacerse cuando se actúa en soledad, como vivía su preocupación Greta, la mayor de las dos hijas de una famosa cantante de ópera y un actor, antes de volverse viral: la mejor noticia para el movimiento ambientalista en décadas, afirman activistas y científicos veteranos. “Detrás de mí sólo estoy yo misma”, escribió en Facebook el 2 de febrero, en una larga respuesta a los argumentos del odio que recibe por las redes: que la usan, le pagan, le escriben los discursos, alarmista, simplifica las cosas, demasiado joven, perturbada.
“Pienso demasiado. Algunas personas pueden dejar pasar las cosas pero yo no, especialmente cuando algo me preocupa o me angustia. Me acuerdo cuando en la primaria nos mostraban imágenes del plástico en el mar o de los osos polares muriéndose de hambre, mis compañeros se alarmaban en el momento pero después pensaban en otra cosa. Yo no podía, esas imágenes se me clavaron en la cabeza”, dijo en mayo a The Guardian.
Cuando a los once años, Greta dejó de hablar y comer y luego fue diagnosticada, la familia Thunberg se unió. Para sus padres, gente que solía disfrutar de carnes y lácteos y moverse seguido en avión, escucharla hablar ya era tranquilizador, aunque sea sobre el tema más trillado, contradictorio o imposible. “Hasta que al cabo de un tiempo empezaron a escuchar de verdad lo que les decía. En ese momento me di cuenta de que podía hacer algo”, contó Greta a la revista GQ. Los Thunberg creían que el cambio climático era un tema controlado, pero tenemos a lo sumo tres años para revertir el aumento de las emisiones de gas de efecto invernadero para alcanzar el objetivo del Acuerdo de París (2016) de mantener la temperatura del planeta por debajo de los dos grados, por mencionar un dato de su discurso en la Marcha por el Clima de Estocolmo, el 8 de septiembre.
Los años de recuperación de Greta fueron los de formación en el tema. “Hacer el camino” le dice ella a haber visto y leído todo lo que estaba a su alcance sobre el cambio climático. Para acompañarla, madre y padre hicieron modificaciones brutales de rutinas y hábitos. Escribieron el libro biográfico Escenas del corazón, que se editó en Suecia tres días después de que Greta arrancara la huelga, una idea inspirada en las protestas de Parkland, la escuela del último tiroteo en Estados Unidos, que planeaba un grupo ecologista local y Greta simplemente concretó, “porque si hubiera sido 'normal' o sociable me habría apuntado a alguna organización o habría fundado la mía”. La huelga continuó durante tres semanas y en mucho menos tiempo se sumaron aliados, padrinazgo, prensa y su historia llegó a todo el mundo. Cuando un tema que durante décadas se ha tratado en todos los colores, encuentra de repente una representante que puede hacerlo sentir como el asunto de vida o muerte que es, y sintetizarlo como nadie cuando ya todo está dicho, entonces se escuchan verdades: “Están comportándose como niños malcriados e irresponsables”, dijo en febrero en Bruselas ante el Consejo Económico y Social de la Unión Europea.
Su aparición movilizó a los ejércitos ambientalistas e impulsó nuevas declaraciones de emergencia climática, como en Argentina en julio. En el Reino Unido, se hizo formal el movimiento Extinction Rebellion, mezcla de acuerdo entre académicos y colectivo de protesta pacífica. Estudiantes de Australia, Estados Unidos, China, Japón, Italia, Uganda, Tailandia, iniciaron también sus huelgas, que quedaron establecidas los viernes con los hashtags #Viernes por elfuturo y #Huelga escolar por el clima, hasta que se declaren medidas concretas contra el cambio climático.
Greta sabe lo que es exigible: que los países ricos como el suyo reduzcan drásticamente las emisiones de dióxido de carbono para compensar las de aquellos que todavía necesitan construir infraestructura básica; pero su visión y discurso aplican en todas las comunidades sin distinción: “Cada persona cuenta, cada emisión cuenta”, dice. En Argentina, sus replicantes –ya se habla de la “generación Greta”– se reúnen como “Jóvenes por el Clima Argentina”. El 11 de septiembre en el Konex se realizó el primer encuentro de Jóvenes Porteños por la Acción Climática.
En un vuelco de película, Greta pasó de apenas interactuar con gente a hablar en las redes con periodistas, músicos famosos (su voz aparece en el nuevo single de The 1975), en marchas, charlas TED y cumbres de poderosos, a las que llegó viajando en tren y en las que leyó líneas que en un futuro tendrán épica: “No quiero su esperanza ni su optimismo, quiero que entren en pánico. Quiero que sientan el miedo que siento yo todos los días y que actúen”, dijo en enero en el Foro Ecónomico Mundial en Davos, Suiza. Un mes después la nominaron al premio Nobel de la Paz. En abril la bendijo en persona el Papa Francisco. En mayo fue tapa de Time, nombrada entre las 100 personas más influyentes de 2019.
Antes de subirse al Malizia II para un traslado que le ahorra 1000 kilos de dióxido de carbono a la atmósfera, declaró que no le interesa reunirse con Donald Trump porque sabe que no la escucharía: “Para qué perder el tiempo”. Por estos días brinda conferencias en Nueva York mientras se movilizan millones en apoyo a sus reclamos. Luego, supuestamente bajará a Brasil, donde creció la deforestación del Amazonas desde que asumió Bolsonaro, y en diciembre, participará de la 25º Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático en Santiago de Chile. Si pierde el año de clase, retomará el próximo, dice: ahora mismo no hay nada más importante.
La primera vez que oí hablar de algo llamado «cambio climático» o «calentamiento global» tendría unos ocho años. Era algo que, por lo visto, habíamos provocado los seres humanos con nuestro estilo de vida. Me dijeron que apagara las luces para ahorrar energía y que reciclara el papel para ahorrar recursos.
Recuerdo que pensé que era muy extraño que los seres humanos, siendo solo una especie animal más, fuésemos capaces de cambiar el clima de la Tierra. Porque si fuera así y realmente estuviera sucediendo eso, no se hablaría de otra cosa. Al encender el televisor todo giraría en torno a ello: titulares, emisoras de radio, periódicos. No leeríamos ni oiríamos hablar de otro tema. Como si hubiera una guerra mundial.
Pero nunca se hablaba de esto.
Si quemar combustibles fósiles era tan malo que amenazaba nuestra misma existencia, ¿por qué seguíamos como antes? ¿Por qué no había restricciones? ¿Por qué no los prohibían?
***
Y entonces, a los once años, enfermé. Caí en una depresión. Dejé de hablar. También dejé de comer. En dos meses perdí unos diez kilos.
Al poco tiempo me diagnosticaron síndrome de Asperger, Trastorno Obsesivo Compulsivo y mutismo selectivo. Esto último significa, básicamente, que solo hablo cuando lo creo necesario. Este es uno de esos momentos.
Para los que estamos en ese espectro, casi todo es blanco o negro. No se nos da muy bien mentir y no solemos sentir mucho interés por participar en el juego social que tanto parece agradar a todos los demás.
Creo que, en muchos sentidos, los autistas somos los normales y el resto de la gente es bastante extraña.
Particularmente con respecto a la crisis de sostenibilidad, en la que todos dicen y repiten que el cambio climático es una amenaza existencial y el problema más grave al que nos enfrentamos, y, sin embargo, siguen haciéndolo todo como antes.
No lo entiendo. Porque si las emisiones tienen que parar, entonces debemos pararlas. Esto es blanco o negro. No hay grises cuando se trata de sobrevivir. O continuamos existiendo como civilización o no. Tenemos que cambiar.