los contornos de la fractura | Revista Crisis
el aguante de los inmaduros  /  manifiesto
los contornos de la fractura
02 de Enero de 2011
crisis #1

Quizás sea el fruto inmaduro de la crisis del 2001 o la acumulación de un deterioro social incontenible. También es posible que sea la dinámica íntima de un proceso que no ha terminado y que, cada tanto, libera una violencia aparentemente inexplicable. Nadie sabe  cuáles son sus contornos, ni hasta donde se extenderán sus consecuencias, pero luego de treinta años de desigual distribución del ingreso, la histórica brecha entre ricos y pobres ha consolidado una fractura que divide la geografía urbana en varias ciudades a la vez. Con bordes difusos y cambiantes, se reproduce a diario. Evoluciona sepultada bajo una sutil indiferencia que, ante cada estallido, se transforma en miedo.

Cuando llueven piedras contra una comisaría, o cuando la bronca contenida de un pueblo se transforma en fuego voraz que consume cualquier instancia del Estado y estrena comportamientos colectivos impensados, aparecen los pedazos casi irreconciliables de un cuerpo social en crisis, que alumbra una ruptura violenta.

Es muy posible que el argentino medio tenga una conciencia democrática mayor que hace diez años, pero también es probable que en la actualidad sea mucho más xenófobo y discriminador. El recurrente odio y desprecio por el habitante de la periferia pobre es un viejo patrimonio que ya forma parte del imaginario de las clases medias urbanas, especialmente la porteña.

Si bien se trata de un proceso que ocurre en todas las capitales del Continente, en Argentina experimenta una dinámica letal desde que la “sensación de inseguridad” es más importante que la desocupación para la mayoría de la población. Con ese calambre cultural a cuestas, los contornos de esta fractura que parte ciudades y pueblos en segmentos ajenos, no se remontan a un puñado de cuadras o a los límites irregulares de una villa o de un barrio privado.  Sus efectos llegan a la cultura y a la vida cotidiana de miles de personas cuyas realidades son contrapuestas e indescifrables entre sí.  Es que fracturar es mucho más que romper. Y para que el quiebre ocurra, es necesario que sea con violencia. 

Precisamente lo que sucede hoy en los barrios donde reina el odio policial hacia los jóvenes, en su mayoría desocupados. Un permanente estado de sospecha y avasallamiento sobre estos pibes que, al menos en el Conurbano, pasarán a la historia como la tercera generación que muy pocas veces vio a sus abuelos trabajar en relación de dependencia. Una dinámica que pasa inadvertida, salvo por la incidencia que tiene en la creciente cantidad de jóvenes que consumen paco y que terminan en manos de la misma policía que luego protege el tráfico de drogas.

En la puja por la interpretación de la historia reciente, los optimistas recuerdan que  2001 parió a la segunda generación de adolescentes que nunca vio a sus padres trabajar. Es posible que una década después el fenómeno no sea tan descarnado ni masivo, pero sigue ocurriendo. Esos chicos ya han crecido, la mayoría no estudia ni trabaja y al Estado sólo le conoce la espalda, es decir las rejas de las cárceles, las guardias de los hospitales o la paz de los cementerios.

Las voces de los barrios reconocen que si no fuera por el impacto de los planes de asistencia universal y la entrega de jubilaciones a 2,3 millones de abuelos sin aportes, el escenario sería mucho peor. Sin embargo, entre los niños y los viejos, hay al menos una generación atrapada en el silencio.

¿Serán los hijos de la fractura que se está consolidando en la Argentina? Es muy posible. Y no están solos. Para comprobarlo vale repasar las gruesas cifras sobre jóvenes presos y asesinados por la policía o explorar las reacciones populares en Baradero y Bariloche luego de crímenes distintos, que dispararon la misma explosión: estallidos inesperados que en pocas horas liberaron la bronca que se acumuló durante años.

Por ahora, no es más que el indescifrable síntoma de un nuevo emergente. Como una grieta que se abre cada vez más, esta realidad se extiende sobre las miles de personas sin techo, los habitantes de las 2000 villas de todo el país, la enorme cantidad de jóvenes trabajadores rurales esclavizados y la alta tasa de pibes desocupados que tampoco estudian. Los irrecuperables. Los que no tienen retorno. Los que quedaron afuera del zurcido del Estado cuyo hilo aún resulta insuficiente. Los que quedaron colgando. Una constelación de náufragos que vive con la marea en contra, y que sólo se mantiene a flote gracias a la red estatal de salvataje.

Los habitantes de ese lado de la fractura construyen otra cultura, otras expresiones políticas y otras identidades marcadas por códigos muy potentes, fuertemente disruptivos y casi desconocidos para el observador externo. Algunos pueden creer que se trata de un mundo salvaje y brutal, pero lo cierto es que dentro de los pliegues de ese complejo entramado de relaciones, se forjan experiencias de resistencia y creatividad. Allí se generan nuevos conocimientos para enfrentar los escenarios adversos. Y, sin embargo, por encima de ese tejido de saberes colectivos, muchas veces no existe otra expresión política que la bronca.

Quizás allí radica el mayor problema: la calma que precede a la tormenta está teñida de una amarga impotencia y opera desde lo no dicho. Por eso nadie se percata del malestar latente, hasta que estalla. Cuando ocurre es demasiado tarde para impedirlo y muy temprano para comprenderlo. Su lógica es casi imperceptible, se mastica todos los días en la bronca de miles de postergados y su violencia se libera sin interlocutores ni mediaciones. No es el fin de la política, pero parece la continuación de una guerra por otros medios.  Por ahora su final es abierto, pero hay quienes están empeñados en curar la herida con plomo y capitalizar el espanto.  Pareciera el nuevo ciclo de una crisis que comenzó en 2001 y que todavía no ha terminado, aunque muchos quieran creer lo contrario.

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