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la búsqueda de la voz antes de Spotify
Estonia fue ocupada por los nazis y luego pasó a formar parte de la Unión Soviética. Las Conversaciones con Arvo Pärt de Enzo Restagno reconstruyen el clima cultural de un país asediado por las invasiones y las formas en que la sensibilidad musical funcionaba bajo la censura, sin internet y casi sin imprenta, en aquel lejano siglo XX, cuando las cándidas narraciones de salvación a través de la industria cultural todavía eran posibles.
Ilustraciones: Ezequiel García
31 de Julio de 2018

l. Rakvere

Hay un recuerdo de infancia minúsculo, acaso una nota al pie, que parece recorrer cada página de las Conversaciones con Arvo Pärt publicadas por el musicólogo y filósofo turinés Enzo Restagno: cada vez que la madre del compositor estonio consideraba que su hijo realizaba progresos importantes en el piano le regalaba una nuez, porque “eran tiempos difíciles y no había caramelos”. Rakvere, la pequeña ciudad del norte de Estonia en la que el músico pasó su infancia, había sido ocupada por los alemanes en el verano de 1941, pero para los Pärt la ocupación fue doble; una casa lo suficientemente amplia y un piano en la sala pronto atrajeron a los nazis, que establecieron en la morada familiar a algunos de sus hombres. Arvo, que entonces tenía seis años, recuerda aquella época vagamente, aunque no la evoca como una etapa traumática. Al contrario, veía en esos huéspedes indeseados a gente que hacía mucha música, y muy buena; “Lo malo vino después, desde el Este”, agrega Pärt en alusión a las cinco décadas en que Estonia formó parte de la Unión Soviética. Muchos años más tarde, el capitalismo vendría a salvarlo.

Antes de la guerra, la tradición cultural de su patria se había configurado a caballo entre la rusa y la alemana, las potencias que se disputaron aquel pequeño territorio a lo largo de los siglos. Cualquier reunión familiar incluía a personas que hablaban ambos idiomas, situación que era bastante común en un país en el que la guerra incluso obligó a miembros de una misma familia a servir en ejércitos enfrentados.

ll. Tallin

El repaso por sus años de formación en Tallin es de los puntos más altos de las conversaciones entre Pärt y Restagno. En 1953, ya durante la era soviética, Arvo Pärt se mudó a la capital estonia para estudiar en el conservatorio, aunque pronto debió suspender sus estudios para ingresar en el servicio militar. Su condición de músico le permitió integrar la banda militar y acceder a algunos privilegios. Cumplido aquel formalismo, regresó al conservatorio en un tiempo en el que buena parte de las innovaciones musicales del siglo XX se mantenían vedadas para las nuevas generaciones como consecuencia de un más o menos eficiente sistema de censura.

Para cualquier músico inquieto de mediados de siglo que viviera en el bloque soviético, el estudio de buena parte de la música contemporánea se realizaba en las sombras. Las partituras, por ejemplo, circulaban en forma de samizdat: publicaciones clandestinas, a menudo manuscritas. Tan extendida estaba aquella práctica que la poeta Anna Achmatova afirmó que todavía vivían en una época pre-Gutenberg, en la que los documentos culturales más vivos y actuales no eran producidos industrialmente. La compositora Sofia Gubaidulina describió con precisión el clima opresivo que reinaba en el conservatorio de Moscú: acusaciones de formalismo contra los profesores o delaciones a quienes, por ejemplo, difundieran partituras de compositores prohibidos.

Pärt, sin embargo, tuvo más suerte que su contemporánea rusa: en la pequeña Tallin todo existía a menor escala, y la eficacia de los censores era menor a la que demostraban quienes realizaban la misma tarea en Moscú. En consecuencia, el joven estudiante pudo conocer las obras prohibidas a través de Heino Eller, un profesor del conservatorio interesado por las tradiciones folklóricas, pero también conocedor de la música de Schoenberg y sus seguidores. Las condiciones en las que se desarrollaban las clases con aquel maestro beneficiaron especialmente al futuro compositor: “no las tomaba en el Conservatorio sino en su casa, donde las paredes no tenían ojos ni oídos”. En un contexto en que los soplones proliferaban hasta entre los estudiantes, aquel reducto era una tierra de promesas, en la que se podía visitar a Debussy o conocer las novedades de la hora. Desgraciadamente, Eller pronto cayó bajo sospecha por componer exclusivamente música instrumental, en un tiempo en el que todos los profesores estaban obligados a escribir al menos una obra que alabara al régimen.

Sin embargo, Pärt se las arregló para continuar en contacto con aquellas músicas vedadas mientras se ganaba la vida como técnico de sonido en una radio de Tallin. Allí pudo acceder a los rincones menos visitados del archivo discográfico, que correspondían a los estantes de los “discos que no se pueden difundir”. Música de Stockhausen, de Boulez, de Luigi Nono: “en nuestro gueto soviético recibíamos todo lo que venía del exterior con entusiasmo”.

lll. Ventana a Occidente

Cuando el entrevistador le pregunta a Pärt sobre aquellos años parece volver una y otra vez la misma palabra: desasosiego. Los ideólogos del Partido alentaban la composición de un tipo de música sinfónica que encajaba en las reglas de la dialéctica marxista y prohibían el dodecafonismo y los experimentos más osados del siglo pasado, al tiempo que también miraban con desconfianza a la música preclásica, antigua o barroca. Aun así, en 1964 Pärt compuso una primera obra importante a partir de la relectura de la música barroca. Al tiempo que manifestaba disconformidad con el clima imperante en Tallin, saldaba cuentas con el dodecafonismo clandestino y “con rostro humano” que había cultivado hasta el momento, y del cual buscaba despegarse. El segundo salto hacia el pasado lo llevó a un tiempo aún anterior, y se produjo con el redescubrimiento del canto gregoriano, que le permitió descubrir un mundo desconocido: “sin armonía, sin métrica, sin timbres, sin orquestación, sin nada”. Una estética del despojamiento que lo alentó a demostrar “la desnudez del rey de la música dodecafónica”. Con el tiempo, aquella elección le ganó la simpatía de numerosos seguidores incondicionales, pero también el rechazo de buena parte de la crítica. Todavía en 1968, cuando presentó su Credo, escarceaba con aquella técnica, y la obra solo pudo escapar de la censura porque el día en que se ejecutó su principal enemigo en la comisión evaluadora del Comité de Censura estaba enfermo.

Aquel arte del aprovechamiento de los intersticios y los puntos ciegos del régimen se perfeccionó cuando Alfred Schnittke le sugirió que hiciera música para cine. Según afirmaba el compositor ruso-alemán, los censores cinematográficos se concentraban casi exclusivamente en la trama y en los diálogos, pero hacían caso omiso de las partituras que acompañaban las imágenes. De ese modo, la composición de música para películas se transformó en una vía para eludir las restricciones a la creación artística. Focalizado en la composición, Pärt pudo perfeccionar el método tintinnabuli, que lo hizo conocido en el mundo. A partir de Für Alina, de 1976, su música se rigió estrictamente por aquel sistema surgido en las sombras. Le siguieron obras que tuvieron gran repercusión en Occidente, como Cantus in memorian of Benjamin Britten, Tabula Rasa y Misa Syllabica. Sin embargo, como había ocurrido anteriormente con los casos de Sofia Gubaidulina, Alfred Schnittke y Edison Denisov, el éxito en Occidente era sinónimo de persecución y caída en el mundo soviético.

IV. Exilio

Una dedicatoria a Luigi Nono, a quien caracterizaba como un “un utopista”, un verdadero comunista que llevaba partituras prohibidas a Moscú, terminó de perfilarlo como “enemigo del Partido” y confirmando la regla que establecía que en el ámbito soviético se difundirían principalmente obras de artistas poco inspirados que componían a reglamento, mientras que aquellos que buscaban una voz propia terminaban obligados a exiliarse. Ya en sus cuarenta, Pärt no se resignaba a producir una música burocrática para que la aplaudieran teatros colmados por soldados obligados a hacerlo.

El ciclo soviético llegaba a su fin: “Nos visitó a casa un dirigente del Comité Central y nos recomendó abandonar el País. Tenía que parecer una decisión voluntaria nuestra, pero en realidad era la expulsión del país y, en ese momento, era inapelable”. El procedimiento era doblemente efectivo, porque de esa manera las autoridades evitaban hacerse cargo de la expatriación y los emigrados quedaban ante la opinión pública como “traidores a la patria”. Como en La vida es bella, una fantasía que ocultaba más de lo que informaba sirvió para convencer a los pequeños hijos de Pärt que la familia tomarían el tren para iniciar un largo y divertido viaje por el mundo.

V. Viena, Berlín, capitalismo

Apenas descendieron en la Hauptbahnhof de Viena, los flamantes emigrados escucharon gritos exaltados: “¿Dónde está Arvo Pärt? Salían de la boca de una mujer que trabajaba como agente de la Universal y hablaba con la voz del capitalismo. Los rumores habían corrido y apenas pisó suelo vienés la familia exiliada tenía reserva hotelera, papeles para tramitar la ciudadanía austríaca y contrato con la discográfica. En las décadas siguientes, el consumo de la música de Arvo Pärt fue de la mano con la atracción que generaba su figura ascética de monje medieval. Fue presentado alternativamente como un santo o un moderno mendicante, y hasta se difundió que usaba una barba postiza para reforzar el cultivo de una imagen anacrónica y contenida, acorde al espíritu de sus obras. A partir de los años ochenta, Pärt logró consolidarse como un compositor reconocido y comercialmente exitoso. Al tiempo que el bloque soviético comenzaba a desintegrarse, occidente se encantaba con la música simple y misteriosa de aquel estonio de modos suaves y semblante conventual. Incluso los cineastas, otrora salvadores, recurrieron cada vez más a sus composiciones, y puede escuchárselo en films de Nanni Moretti (Mia Madre), Paolo Sorrentino (La Grande Bellezza), Paul Thomas Anderson (There Will Be Blood), Terrence Malick (To the Wonder), Tom Tykwer (Heaven) o Gus Van Sant (Gerry). E incluso en Avengers: Age of Ultron, enfatizando el desconsuelo del Capitán América.

Goodbye Lenin

Las diferencias entre aquel mundo soviético ya desaparecido y este presente inaprensible recorren estas lúcidas Conversaciones con Arvo Pärt, que son bastante más que eso. En primer lugar, porque la larga charla que publica Templo en el Oído se complementa con ensayos de Leopold Brauneiss sobre el estilo del compositor, y de Saale Kareda acerca de los elementos espirituales de su obra. Pero, además, porque las intervenciones de Nora, la esposa de Pärt, resultan en algunos casos tan relevantes como las del mismo entrevistado. Una voz necesaria que complementa a la de su marido para reconstruir su trayectoria y la del siglo XX a partir de los detalles menos pensados: una carta, una mirada, unos nazis al piano, la textura de una cáscara de nuez.

 

Conversaciones con Arvo Pärt

Enzo Restagno, Leopold Brauneiss, Saale Kareda y Arvo Pärt

2018

Templo en el Oído

232 págs.

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