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el defraudado
Monzó se pensó durante mucho tiempo como un cantor de boleros que entrega parte de su ser para “entender” al otro. En un gobierno de empleados dóciles con el jefe, él tejió con eficacia la nacionalización del PRO. Hasta que ganaron y se impuso la línea dura; entonces padeció cuatro años de ostracismo en la Cámara de Diputados. Ahora que ya fue, confiesa que lo usaron. Dice que va a poner una consultora; cada tanto pide encuestas en su pago chico; pero su celular sigue sonando. ¿De dónde viene y hacia dónde va el rosquero de Carlos Tejedor?
Fotografía: Pepe Mateos
23 de Septiembre de 2019

 

De tanto dar charlas a dirigentes de toda laya, Emilio Monzó conoció el poder de la síntesis. Cada vez que se para frente a un auditorio repite su máxima favorita: si el teléfono deja de sonar, estás en problemas.

Hastiado de su particular ostracismo, por el que terminó recluyéndose los fines de semana en la casa familiar de Tres Algarrobos, dentro de su Carlos Tejedor natal, Monzó llegó a una conclusión que no suele comentar con casi nadie: en un gobierno de ejecutivos, él era el testigo a ocultar. Esta apreciación encierra una enseñanza sobre lo que pasó en los últimos años: el hecho de que no vinieran de la política y que muchos de los funcionarios que asumieron en diciembre de 2015 lo que sabían era gerenciar, permitió que se aislaran cada vez más de la crítica realidad social. A esta observación, Monzó le suma una lectura metafísica: los gerentes son muy dóciles con el poder, porque de esa sumisión obtienen la garantía de la estabilidad en el cargo. De ahí el optimismo permanente, como trampa autoimpuesta. El que conduce necesitaba escuchar que la historia tenía un final feliz. Una reedición de la teoría del cerco o de las críticas que se le hacen todavía a los subordinados de Cristina Fernández de Kirchner durante su última presidencia.

Apenas cinco años pasaron desde aquellos tiempos iniciáticos, pero Monzó ya cortó todo vínculo con la fuerza política a la que aportó un considerable gramaje territorial, desde el mendocino Alfredo Cornejo al cómico Miguel Del Sel, pasando por el apoyo explícito del críptico “Lole” Reutemann y la incorporación del ruralista Alfredo de Ángeli.

 

por goleada

El 8 de julio de 2014 Alemania no tuvo piedad con Brasil y le ganó 7 a 1 en una de las semifinales del Mundial. Lo que nadie sabe es que en ese preciso momento, en una casa de clase media de Marcos Juárez (Córdoba), se estaba dando una de las puntadas principales para la creación de Cambiemos. En un sillón mullido, Emilio Monzó miraba el match en el living del intendente Eduardo Avalle, líder del partido Unión Vecinal. Las facturas que el visitante había traído desde Buenos Aires esperaban por el dueño de casa, quien para ganar en 2010 se había aliado al peronismo provincial.

La cosa fue así: cuando Nicolás Massot le avisó que el gringo José Manuel de la Sota iba camino a Marcos Juárez para cerrar un acuerdo con el candidato oficialista Pedro Dellarrosa, el sucesor de Avalle en las elecciones de ese año, Monzó voló de urgencia en un helicóptero para evitarlo. Tenía todo amarrado, pero el entonces amo y señor de la provincia mediterránea podía quebrarlo con promesas de hormigón.

Faltaban doce meses para las elecciones presidenciales de 2015 y Monzó vendía a Marcos Juárez como la prueba de que una alianza entre radicalismo y macrismo tenía potencia electoral en tierra hostil. Cuando el intendente Avalle regresó de la caravana con el gallego De la Sota, donde diez mil personas los vieron recorrer las calles de la ciudad a bordo de una camioneta oficial, telefoneó a Dellarrosa para confirmar la versión del visitante. En septiembre Dellarrosa se convirtió en el nuevo intendente de Marcos Juárez representando al flamante Juntos por el Cambio. En la foto de la victoria aparecían Gabriela Michetti y el exárbitro Héctor Baldassi, junto a Mauricio Macri y Oscar Aguad.

Apenas cinco años pasaron desde aquellos tiempos iniciáticos, pero Monzó ya cortó todo vínculo con la fuerza política a la que aportó un considerable gramaje territorial, desde el mendocino Alfredo Cornejo al cómico Miguel Del Sel, pasando por el apoyo explícito del críptico “Lole” Reutemann y la incorporación del ruralista Alfredo de Ángeli. Con críticas abiertas desde comienzos de 2017, Monzó reunió a su gente tras el cierre de listas de este año y les comunicó que tenían pase libre. El empujón final se lo dio la gobernadora María Eugenia Vidal cuando dejó fuera de las listas a los nombres de su equipo. Si tan solo hubieran cobijado a algunos, él se hubiera comprometido a estar dentro del espacio. El mazazo electoral del 11 de agosto no cambió nada. El mejor operador que tuvo el macrismo ya estaba haciendo el duelo desde hacía tiempo.

 

peronismo silvestre

Hijo del médico de Carlos Tejedor, Monzó conoció en un local de la Ucedé porteña a Francisco Durañona y Vedia. Había llegado a Buenos Aires para estudiar medicina, pero a los tres años largó la carrera y se metió en abogacía, donde tuvo a Alberto Fernández como profesor de Derecho Penal. Para ganarse el mango fue extra en películas como Sucedió en el internado (1985) o el programa Grandes Valores del Tango. ¿Qué hacía? Se sentaba en alguna mesa a otear lo que pasaba en el centro de la escena. Cuando en 1987 Durañona y Vedia saltó al Congreso como diputado nacional, Monzó se erigió como su mano derecha. Desde entonces concibe a la rosca política como un bolero: el acto de entregar una parte de tu ser, de entender al otro, y que el otro se sienta entendido. Por sobre todas las cosas, comprendió que en política el rencor no sirve, que las circunstancias son las que mandan. Un discípulo chacarero de Ortega y Gasset.

Con su jefe político entró al menemismo y así se hizo peronista. No abrazó la figura del General devotamente pero le tomó el gusto a ese aura popular que respiró durante el primer lustro de la década del noventa, poco antes del desbarranco de la estructura social. Monzó se reconoce de centroderecha, como Sergio Tomás Massa, su íntimo amigo ucedeísta. Fallecido su mentor en 1995, Monzó se instaló a hacer campaña en Carlos Tejedor para que su padre llegase a la intendencia por el peronismo. Esa experiencia le indicó dos cosas: que el candidato debía ser él y que para convertirse en un rosquero de ley, en un runfla con capacidad de explotar el aspecto relacional de la política a pleno, no debía saltearse ningún peldaño.

Esta suerte de máxima contiene una interpretación de la pirámide política argentina. Para Monzó la arquitectura institucional vernácula debe comprenderse por las puntas: los intendentes y el presidente. Los primeros son los mediadores territoriales imprescindibles, el eslabón inmediato con la gente. El que se sienta en la Casa Rosada es el dueño de la cadena completa. Según su pensamiento, el gobernador de la Provincia de Buenos Aires está pintado al óleo.

Mientras otro de sus amigos, Florencio Randazzo, ya era diputado provincial desde 1997, Monzó se presentó como candidato a intendente por su pueblo natal en 1999 y perdió por unos pocos votos. En simultáneo, Massa se convertía en diputado provincial y Julián Domínguez concluía su mandato como intendente de Chacabuco. En 2003, a los treinta y siete años, Monzó ganó la intendencia con el 51% de los votos. Como conocía a parte de los funcionarios provinciales, afirmaba tener las puertas abiertas para obtener recursos. Pueblo chico contactos grandes, decía.

En la Cuarta Sección Electoral, Randazzo (por entonces ministro de Gobierno del gobernador Felipe Solá) y Monzó eran reacios a la disciplina que imponía Néstor Kirchner. Ambos mostraban disidencias con Domínguez, el hombre fuerte de la región, armador duhaldista por excelencia. En 2007 Gilberto Alegre, elegido por la dupla como primero en la lista de diputados provinciales por la sección, decidió buscar la intendencia de General Villegas. Monzó, que planeaba un segundo mandato municipal, no tuvo más remedio que tomar su lugar y desembarcó en la Legislatura bonaerense. No podía saberlo, pero acaba de ingresar en la montaña rusa.

Cuando explotó el conflicto por la Resolución 125, Monzó formaba parte del bloque del Frente para la Victoria y cuestionó abiertamente a Cristina Fernández. Sentía que el discurso de la Presidenta sobre los piquetes de la abundancia lo único que hacía era mostrar cuánto ignoraba sobre la diversidad de sujetos agrarios que habitan en la pampa húmeda. Luego del hara-kiri de Julio Cobos, Monzó fue convocado por el entonces gobernador Daniel Scioli para que lo ayudase a tender puentes con los chacareros díscolos de cara a las elecciones de 2009. Desde el Ministerio de Agricultura provincial armó todo tipo de reuniones con las entidades de la Mesa de Enlace y con los productores autoconvocados. Ante ellos exponía su desacuerdo con el gobierno nacional y el destrato que recibían.

La derrota frente al tridente compuesto por Francisco De Narváez, Felipe Solá y Mauricio Macri fue un quiebre. Poco tiempo después Cristina Fernández le pidió su cabeza al gobernador Scioli. Quien lo absorbió fue el propio De Narváez. Monzó niega que el modo de hacer política del exdueño de Casa Día contuviera el embrión del macrismo. El “Colorado” no comprendía que el dirigente territorial no es un medio, sino un fin. Exactamente lo mismo que el propio Monzó le cuestionó al macrismo cuando, retiro espiritual en Chapadmalal mediante, les planteó que no podía ir el Presidente a los municipios a meter el pulgar en el timbre sin invitar a los mandatarios locales.

Cuando tomó distancia de De Narváez, lo llamaron Fernando Niembro y Diego Santilli. Empezaba a armarse el operativo Macri 2011. Pero antes recibió otro tubazo: era Néstor Kirchner. Se juntaron. El patagónico quería acercarse al electorado de centro. Las encuestas le daban 30% de intención de voto, y él quería llegar al 35%. Monzó le dijo que no. Tal vez estimaba que la vida útil del kirchnerismo en el poder estaba agotada. Se olvidó de las circunstancias.

Concibe a la rosca política como un bolero: el acto de entregar una parte de tu ser, de entender al otro, y que el otro se sienta entendido. Por sobre todas las cosas, en política el rencor no sirve porque las circunstancias son las que mandan. Un discípulo chacarero de Ortega y Gasset.

 

el macrismo molecular

El macrismo le puso un cartel ostentoso: armador nacional. Y le dio recursos. Cuando Mauricio fue reelecto en la Ciudad de Buenos Aires, Monzó se convirtió en ministro de Gobierno porteño. Su mayor desafío era federalizar la estructura política municipal. Tenía todo por hacer e inventar, mientras empezaba a ganar lugar en el panteón mediático. Para el diario La Nación era “la estrella del PRO”. En su oficina había un tablero con las distintas variantes que existían en cada territorio del país. Repentinamente se ponía a jugar con las alianzas que podía tejer para esmerilar a su rival. De las encuestas nacieron las candidaturas de Miguel del Sel en Santa Fe, Alfredo de Ángeli en Entre Ríos y Héctor Baldassi en Córdoba.

El integrante del trío Midachi tenía una imagen positiva cercana al 90% y una intención de voto que rondaba el 10%. Por el lado del socialismo, Hermes Binner, tratando de anular el ascenso de Rubén Giustinianni, se inclinó por Antonio Bonfatti; mientras en el peronismo el gobierno nacional bajó a Omar Perotti e impulsó al fiel Agustín Rossi. Monzó saltaba en una pata. Del Sel era la contracara justa de aquellos dos caracúlicos. En 2011 el cómico perdió por algo más de 3% y en 2015 por apenas 1496 votos. Resultados impensados, que ya nunca volverán.

Pero no solo Monzó ganaba lugares en aquel entonces. Había otras figuras en ascenso dentro del macrismo molecular: Marcos Peña y María Eugenia Vidal. Con el primero, las diferencias comenzaron en 2013, después de un acuerdo fallido en la provincia de Buenos Aires con De Narváez, De la Sota, Jesús Cariglino y José “Pepe” Scioli. Allí tuvo que rebajarse ante Massa y aceptar las migajas que le daban en la lista de diputados nacionales. En el entorno de Monzó tienen la certeza de que el tigrense regaló la ventaja que le dio su triunfo cuando salió a buscar a “los Vasco Othacehé de la vida”. Léase: a cualquier intendente del Conurbano, sin mirar su foja de servicios. El quiebre definitivo de Monzó con el jefe de Gabinete fue cuando empezó a hacer política en contra de la política, hasta el punto de criminalizarla. Quien mejor definió el problema fue Ernesto Sanz, su alter ego radical: ganamos como Cambiemos y gobernamos como el PRO.

Las diferencias con Vidal son más cercanas a los comicios que la depositaron en La Plata.  Monzó le reclamó al expresidente de Boca que no podía andar haciendo campaña por el país sin candidato a gobernador. Quien mejor medía era Gabriela Michetti pero la vicepresidenta de la Nación se aferró al no. Monzó tiró el nombre de Vidal, quien dio idéntica respuesta. En lugar de aceptar la contestación se abrió un debate con palabras altisonantes y algo hirientes. Vidal lo dirimió dejando la decisión final en manos de su jefe político y alimentando una antipatía hacia Monzó que tardaría años en cobrarse. El resto de la historia se conoce.

Monzó tardó en darse cuenta y quizá no se lo diga a sí mismo con palabras tan duras: lo usaron, lo “premiaron” con la presidencia de la Cámara de Diputados, y le cerraron la puerta en la cara.

 

huracán Vidal

Monzó tuvo varios partenaires en el radicalismo, uno de ellos Oscar Aguad, con quien tiene mayor empatía. Después de la victoria en Marcos Juárez en 2014, salió a vender su idea por intermedio del histórico intendente de San Isidro, Gustavo Posse, y del eterno Coti Nosiglia. Ernesto Sanz y Freddy Storani también jugaron sus fichas en favor de la alianza, que a la postre se llamó Cambiemos. El radicalismo le daba una estructura nacional algo anquilosada pero con capacidad de fiscalización. El macrismo ponía el candidato que superaba el piso de veinte puntos. La UCR funcionó de password para la pretendida nacionalización del PRO.

Monzó se jactaba de que aquel salto lo conseguía con política y no con redes sociales. Sin saberlo, estaba tanteando las discordias internas que lo desangrarían después. El de Carlos Tejedor se movía siempre con su sombra, Nicolás Massot. Se conocieron en 2011, cuando Vicente Massot, exdueño del periódico La Nueva Provincia de Bahía Blanca, le presentó a su sobrino, que no quería dedicarse a las empresas familiares sino a la política. A Monzó no le importó la mochila que cargaba el apellido, ligado a la más rancia derecha, y se quedó con el apetito inmenso del joven. Massot venía de estar un año recorriendo África como mochilero. Tal vez por eso lo mandaron a un territorio desértico para el macrismo, su Córdoba natal. Allí, el soldado monzoísta trabajó a la par de Ramón Mestre primero y de Mario Negri después. Los otros componentes del team eran Sebastián García de Luca, luego viceministro de Rogelio Frigerio, y el diputado provincial Marcelo Daletto.

Tras el suceso cordobés, Monzó trazó cuatro objetivos: Carlos “Lole” Reutemann, Lilita Carrió, Gerardo Morales y Sergio Massa. El apoyo del santafesino lo ganó gracias a la mediación de Alejandra Vucasovich. El evento clave fue cuando el expiloto de Fórmula 1 y Macri se dejaron ver juntos en la muestra de Expoagro en marzo de 2015. Para arreglar con Lilita se sirvió de un vecino suyo, íntimo de la chaqueña: Javier Campos Malbrán. Con el jujeño, en cambio, todo arrancó mal, con insultos y reproches cruzados. Monzó le había pedido a Macri que fuera a seducirlo y terminaron diciéndose de todo. ¿Resultado? Morales jugó en su provincia para el Frente Renovador y para Cambiemos al mismo tiempo.

Monzó se jacta de haber logrado que el tigrense aceptara ser el candidato a gobernador de Macri, en una reunión celebrada en Nordelta con la venia del empresario. Pero algo pasó, tal vez las rencillas propias del ego político. El tiempo aportará las precisiones. Después sucedió el huracán Vidal.

 

sigue sonando

Monzó tardó en darse cuenta y quizá no se lo diga a sí mismo con palabras tan duras: lo usaron, lo “premiaron” con la presidencia de la Cámara de Diputados, y le cerraron la puerta en la cara. Cuando Mauricio ingresó a la Rosada con Juliana, Antonia y su perro Balcarce, Monzó empezó a tocar puertas repitiendo su mantra: lo que no te dan los votos, te lo debe dar el poder. Exigió medidas de shock, hablar sin dobleces de la herencia cristinista, sumar al “peronismo bueno” del Conurbano y ampliar la base de sustentabilidad política. Uno de los nombres que siempre se le caían de la boca era el de Florencio Randazzo. También le criticó a Vidal no haberle pisado la cabeza a Massa tras su yerro electoral y, en cambio, lo oxigenó entregándole la presidencia de la Cámara bonaerense. En su entorno recuerdan aún hoy cómo daba vueltas sobre el sillón de la presidencia de Diputados cada vez que se enteraba, casi siempre por los medios, de las medidas que tomaba el Presidente sin evaluar los costos políticos.

Cerca de las elecciones de 2017 rompió el silencio cuestionando la falta de territorialidad y el exceso de política digital. Fue ahí cuando entendió que había sido un ejecutivo como cualquier otro. Le dieron el bono legislativo y retiraron su silla con frialdad. Comenzó a sentirse un intruso. El teléfono sonaba cada vez menos y cuando lo hacía traía noticias confusas. Le corrió por el cuerpo algo que no conocía hasta ese momento: un dilema. ¿Aceptaba irse a una embajada o rompía? Alegó que tenía una responsabilidad institucional que honrar hasta el fin del mandato.

Un día, cuando el partido estaba jugado, frente a un auditorio selecto que no esperaba tal confesión, se sinceró: “ellos siempre fueron auténticos, el que hacía otra cosa era yo. A mí me contrataron, yo era gerente de una empresa. Lo que pasa es que era mi gran oportunidad. Me dejaron todo el país para que hiciera lo que quiera. Eso fue así hasta que llegaron al poder”.

A pesar de que lo niegue y simule interés en el proyecto de crear con Massot y García de Luca una consultora especializada en opinión pública, lo que todo su equipo sabe es que el teléfono sigue sonando. Con una sola diferencia: cambió el emisor. Ahora llaman desde calle México.

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