El encuentro fortuito entre un tanque de agua con forma de pava gigante asomando en una terraza y la cámara de un celular que lo captura en un barrio de Tres de Febrero. Una de las siete maravillas del conurbano que se pueden ver en The Walking Conurban (TWC), cuenta de Instagram –con más de 90.000 seguidores– que con fotos propias y colaboraciones nos mira con ternura y lucidez.
Si cada foto cuenta una historia o una anécdota, todas juntas –y sumadas a las stories epígrafes con citas literarias, cinéfilas, comentarios creativos y guiños a la vieja escuela conurbana– pueden mostrar, no solo contar, un vitalismo sobre el fondo de una precariedad posindustrial. En ese “paraíso posapocalíptico a minutos del Obelisco” que mencionan en la bio de IG.
teoría del drone
Hace años que el conurbano sufre mal de ojo. Mirado hasta el cansancio por máquinas mediáticas que alisan el terreno una y otra vez para meterlo en la pantalla a través de la criminalización cruda o amigable. Esa piel extensa de clichés y representaciones diseñadas desde la ajenidad y el turisteo geográfico, es la que se suele chusmear con una visión de drone. “Nosotros nacimos, nos criamos, crecimos y vivimos en el conurbano –dicen los TWC– y somos conscientes de que no es ese producto de secciones policiales y de programas periodísticos de bajo presupuesto en el que te dicen que van a mostrarte la realidad y en realidad te muestran sus prejuicios. La maquinaria cultural que activó esos prejuicios fue muy fuerte: desde las primeras publicaciones de La Nación haciendo crónicas al estilo Marco Polo, pasando por Policías en Acción y la sobreestigmatización de la pobreza, acompañada por una edición con imágenes, músicas y sonidos para ridiculizar. Desde la cuenta tratamos de ir contra esos discursos, aunque obviamente es difícil”.
Pero también podemos aprovecharlo y sacar algún rédito del asunto. Esa podría ser la idea que motoriza el mercadito de influencers del conurbano bonaerense que en el último tiempo –y mezclando virtuosismo en el manejo de las redes sociales y los programas de edición y un bancable emprendedurismo popular y barrial– se ha propuesto monetizar los estigmas. Exprimir todo lo que se pueda ese negocio tan rentable del garrapateo de intensidades ajenas que protagonizan turros y turras con Osde que desean lenguajes y estéticas plebeyas, pero no las condiciones materiales del código postal que los parió. Se arman entonces verdaderas pymes audiovisuales que crean contenidos en YouTube y en diferentes redes sociales ofreciendo entretenidos fragmentos de marginalidad conurbana enfocada desde diferentes ángulos. Una economía que intenta vivir con nuestros clichés.
Pero TWC escapa de ese mercadito. Hacer una cartografía visual del camaleónico, complejo y heterogéneo territorio conurbano, de su multidimensionalidad, implica levantarle la piel e introducirse con cierto cuidado para poder mostrarlo más como un viajante interno que como un turista, aunque la frontera pueda ser difícil de percibir: “En algún momento, como no entendíamos el porqué de la repercusión de la cuenta, siendo que su contenido y expectativas eran muy modestos, suponíamos que podía tener que ver con el consumo irónico, pero después entendimos que no, que la cuenta funcionaba como uno de esos espacios reivindicatorios del conurbano y que tanto necesitamos quienes lo habitamos”.
Esa impresión también se fue corroborando al leer las estadísticas de la cuenta y ver que la mayoría de quienes la seguían residen en el conurbano bonaerense y entran en el corte etario de más veinticinco. Si en esas derivas y viajes crecen nuevos clichés, al menos serán frutos del terrenito propio o de la exposición pública de un olvidado y emotivo álbum familiar. “No está bueno que te carguen conductas delictivas por cómo te vestís, pero tampoco es pintoresco vivir en el margen de un arroyo repleto de basura o tener que caminar quince cuadras o más hasta una parada de colectivo”. El mayor problema de la estetización –del robo del alma conurbana– es que reduce y aprieta un territorio desmesurado en todas sus variables y te empuja a una dicotomía falsa: criminalización o romantización. Se trata de rechazar el terraplanismo porteño que piensa un conurbano que no puede ser territorio de enunciación e invención política, pero también de evitar la reiteración de imágenes justas: “No podemos escapar a la imagen que el discurso dominante ha construido del conurbano como el paraíso del pobrismo; un mundo inhóspito en la que solo se internan los valientes. Todos sabemos que eso no es así, pero a pesar de eso nos cuesta escapar de la calle de tierra, la zanja abierta, la basura en la calle. A veces colaboramos con la caricatura subdesarrollada del conurbano que se podría resumir en: conurbano es todo aquello que se parece a las inmediaciones de la estación de Isidro Casanova. Eso no es así. San Isidro también es conurbano, Vicente López, Canning y, sobre todo, el suelo sobre el que están emplazados todos los countries también es parte del conurbano. Lo que queremos decir es que conurbano no es antónimo de lo cheto. Al contrario, el conurbano es ese lugar donde lo cheto y lo plebeyo se encuentran y conviven llevando a su máxima expresión las desigualdades que existen en este país”.
el mapa y el territorio
Al recuperar una definición del conurbano que contemple su soberanía territorial en barrios que no se autoperciben conurbanos, los TWC tiran una novedosa categoría: “sommeliers del conu” para quienes somos un poco conurbano paladar negro. Para los TWC, por el contrario, la definición central del conurbano bonaerense está en ser tierra de desigualdades y de contrastes profundos: parques industriales baqueteados, un mercado laboral precario e informal de vendedores más o menos ambulantes, cervecerías artesanales y pancherías, peatonales comerciales, outlets y ferias barriales, barrios privados, countries, asentamientos, villas, barrios obreros, barrios municipales y barrios policiales, barrios de chalecitos, barrios de clase media en picada, barrios que parecen tranquilos y son repicantes, barrios que parecen picantes y son retranquilos, clubes, sociedades de fomento, quintas, polideportivos y canchitas. El homo conurbanensis, piensan los TWC, vive una existencia “agarrada con alambre” en una tierra de contrastes, enigmática, que puede llegar hasta lo bizarro, como se ve en muchas fotos: “En esa precariedad no deja de haber humor y eso tiene que ver también con la pertenencia de quienes formamos el colectivo. Uno padece las desventajas inherentes al conurbano, pero también sabe que nuestra pequeña patria puede ser hermosa. Se trata de encontrar una perspectiva intermedia entre la denuncia y la reivindicación o celebración lisa y llana”.
Como todo cartógrafo obsesivo, los TWC tienen el sueño imposible de meter entero el territorio en la horma de su plano. “Siempre jodemos con que nuestro objetivo es mapear la totalidad del conurbano, cosa que es imposible. Imaginate que ni con toda la parafernalia a Google le da la pera para recorrer todo el conurbano”. Esa capacidad de sorpresa y esa manija se reactiva ante cada hallazgo: “Hace poco –cuentan cebados– nos mandaron una esfera gigante que hay en José León Suárez y no podíamos creer que no tuviéramos ni una foto. Eso es genial, porque hace tres años que tenemos la cuenta y todavía aparecen capturas, tomas, imágenes que son fabulosas. Una perplejidad por las imágenes furtivas que envían colaboradores y que continúan extrañando la percepción familiar del territorio y haciendo que lo miremos alucinados como la primera vez”.
unidos y fotografiados
Una foto del mural de Diego en el puente de Claypole. Alguien comenta: “Claypole City en The Walking Conurban. ¿Qué tul eh?”. Salir en TWC se festeja entre quienes siguen la cuenta y ven que algún sitio de su barrio pasó a la pantallita. Reconocerse ahí y también incorporar la visión y la estética de la cuenta para volver a mirar el entorno conurbanesco y cotidiano.
Al momento del posteo no aparecen las coordenadas para localizar rápido la foto y ahí arranca un juego de adivinanzas muy piola en el que el ojo forastero queda afuera por un ratito. Se arma un veo veo emotivo en el que cada quien repasa su propia biografía para detectar de dónde recuerda esa imagen. A quien acierta la locación se lo premia dándole el emoji de medallita. No poner en un primer momento la identificación del barrio o la localidad de la foto responde a una de las hipótesis centrales de quienes administran TWC: “tiene que ver con el sentido que le queremos dar al conurbano. ¿Es todo igual? No, de ninguna manera, pero sí podemos enlazar que ciertas problemáticas, que algunas estéticas, etc., se replican. En este juego lo que más nos divierte no pasa por quienes quedan afuera sino quienes desde adentro se disputan el lugar de la foto: eso es Bernal, no Banfield, no El Palomar; eso nos da la pauta que hay cierta unidad conurbana. La desigualdad también es transversal y pueden verse escenas bastante similares en distintos lugares: carros tirados por caballos estacionados al lado de autos de alta gama, gente viajando como sardina en el transporte público, arroyos megacontaminados… Por eso la decisión editorial de no dar ubicaciones de las fotos. Pueden ser en cualquier lugar y las respuestas que nos llegan confirman nuestra hipótesis”.
Orgullo por dar en la pantalla con tu barrio, pero también apuesta por despegarse un poco la ciudad de la frente y mostrar que hay demasiados lugares comunes en los que nos parecemos y nos podemos intercambiar. Un recordatorio de las continuidades estructurales profundas y del maltrato compartido que también refuerza un discurso visual del conurbano armado con imágenes bastante inéditas. Una foto de un tanque elevado de agua que suelen replicarse en distintos barrios. “Típicos panópticos del conurbano”, acota alguien y nadie adivina el lugar. También sucede con una casa típica de algún viejo Plan Fonavi que puede ser de cualquier barrio. En cada desacierto se refuerza la idea original. Pero además de encontrarse con el barrio mellizo o la decoración de una casa duplicada, los TWC arman cada tanto stories en las que se cruzan imprevistas analogías: se puede votar si las fotos, que parecen salidas de alguna película de Tarkovski, pertenecen a Kiev o a Piñeyro, o si se trata de Saratov o Wilde. Con onda y con humor se puede pensar con imágenes que hay un conurbano que se parece más a algunas ciudades de Europa del Este que a las comunas más o menos opulentas de una ciudad de Buenos Aires similar en sus formas de vida y en sus hashtags a las ciudades globales en las que siempre se reflejó.
instantáneas de la calle
Hay un conurbano que fue mostrado hasta la náusea: el de la nocturnidad picante y salvaje, el de la violencia y los enfrentamientos a la salida del baile o en la cancha. Un conurbano siempre a todo ritmo y de fin de semana. Pero el conurbano que expone TWC es de día hábil, diurno y hora de la siesta. Un conurbano no acostumbrado a las luces de las cámaras, distraído y sumergido en su cotidianidad, suburbana. Una percepción no habitual en la que no hay secuencias de desnudez conurbana explícita. El feed de la cuenta muestra un aluvión visual de los excéntricos conurbanos y también de los comunes y corrientes; instantes de belleza conurbana de las más diversas: un flaco a caballo comprando en un kiosco (alguien comenta: “neorrealismo italiano saca del medio”), un cartel en una casa que ofrece polirrubro (remís, flete, budín), un choripán en una parrillita tambor que se ofrece a un dólar (“hay que modificar el índice Big Mac por el índice choripán”), un portón de reja con lona verde con un “prohibido estacionar” y una hilera de cabeza de muñecos clavada en las rejas (“Viva la Santa Federación”), un terreno que en vez de maderas está tapiado con carteles del subte Estación Malabia (“la próxima foto es del Obelisco y la flor robot de lata esa, eh”), una casa que en su patio delantero tiene una botella gigante de Brahma (“Boulogne, nadie nos comprende, mi amor”), unos tipitos laburando en un viaducto (presentada con gran cita literaria como epígrafe “Pichiciegos”), una foto de la estación de trenes de Remedios de Escalada y el título “Birmingham 1920”, fotos de la antigua Fábrica Siam, una casa remansión del terror en Quilmes Oeste que siempre de pibes nos hizo cagar en las patas, el elefante blanco de Avellaneda, el arroyo de Plátanos, un palacio que pertenencia a la familia Anchorena en José C. Paz.
Atardeceres naranjas, rosados, violetas que asoman detrás de los bordes de terrazas de casas bajitas. Y las sagas infinitas de viviendas que, como si fuesen adornos de una torta gigante, soportan una serie de objetos de lo más inverosímiles y raros: estatuas de todo tipo, antenas con forma de torre Eiffel que se repiten en distintas localidades, estatuas de una esfinge en un jardín (“Egipto tiene cosas del conurbano, eh”), una casa con forma de sifón (“arquitectura Sodiética”). “¿Saben en qué período conurbano arranca esa manía de poner animales de yeso-piedra-hormigón para decorar las moradas y agasajar al mirón?”, pregunta alguien. El malón visual es inabarcable. Seguila en el Instagram. Andá corriendo a ver qué postea en su feed la cuenta de mis calles.