en el ojo del huracán | Revista Crisis
epidermis conurbana / apretar el pomo por el medio/ vecinocracia
en el ojo del huracán
Agustín tenía tres años cuando fue asesinado mientras se dirigía a comprar una pizza con su papá. Los vecinos se movilizaron al ritmo de la televisión en vivo y luego volvieron al encierro, agotados de autogestionar la seguridad mientras se morfan un ajuste que agrieta las economías familiares. Caminar por Villa Centenario pocos días después del hecho. Ver las plazas vacías, las calles en suspenso, las noches iluminadas por camionetas policiales. Una postal de época. Una vista del conurbano.
27 de Junio de 2017

Jorge y Mirta cobran la jubilación mínima y para mantenerse atienden además una pequeña verdulería ubicada en lo que en otra época fue el garage de una vivienda familiar. Hasta acá sus nombres y sus historias podrían ser carne para algún coach político duranbarbiano, pero la atmósfera densa y lúgubre del barrio no está para esos boludeos.

Son más de las seis y media de la tarde de un viernes caluroso y las calles están casi desiertas. “Acá llegan las siete de la tarde y no queda nadie”. Mientras su mujer atiende a una vecina, Jorge –mostrando intacto un viejo reflejo de clase– liga de modo imprevisto la inseguridad con el ajuste: “Yo no quiero hablar de política, pero con lo que está pasando en el país se encareció todo. Vos sabés que cuando sos un padre de familia y no tenés trabajo... ¿qué vas a hacer? La gente no tiene plata, acá lo ves, te entran a la verdulería y te compran una zanahoria, una papa”. Casi superponiéndose, Mirta relata excitada una hazaña de kung-fu que protagonizó una pareja de ancianos de acálavuelta, “se pelearon con los chorros y él le pegó un tiro a uno, creo”, y justifica a coro con Jorge que por-todo-lo-que-está-pasando fueron a la plaza del barrio esa noche, “a hacer presencia, a reclamar que hagan algo”.

Hace poco más de diez días, en la Plaza 17 de Agosto se concentraron masivamente vecinos furiosos que reclamaban por el crimen de Agustín –el chico de tres años asesinado cuando se dirigía junto a su padre a una pizzería del barrio. Un desprendimiento numeroso de esa masa continuó como rumor difuso y terminó quemando la vivienda de un sospechoso sobre la 12 de octubre, a unas pocas cuadras.

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Villa Centenario está pegado a Camino negro. Rodeado en una especie de triangulo por Villa Fiorito, Banfield y Budge. Haciendo zoom en el google map se pueden discernir unas manchitas difusas de color rojo que sobresalen en la grisura del paisaje suburbano: son las tejas de los chalets que conforman el Barrio Ferroviario “Unión y Fraternidad”. Territorio de genética peronista que en los últimos años modificó su fisonomía cuando la creación de la autopista sobre Camino negro lo conectó de manera fluida con la ciudad de Buenos Aires. Durante la década ganada los chalecitos perdieron su homogeneidad de origen: las viviendas se modernizaron y se enrejaron, llegaron al barrio vecinos pudientes y se volvieron una zona fácil para el robo.

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En el vidrio del kiosquito hay unas estrellas de cartulina coloreadas con fibra que ofertan 6 fulbito o 3 turrones por diez pesos. Por la ventanita asoma la cabeza una mujer que acepta hablar unos minutos; le contamos que en “el otro kiosko” no quisieron hablar, “y si, la gente está muy asustada, viste. Después de lo que pasó ves a la policía local, a un patrullero de negro que no sé bien qué es, otro de la bonaerense. Y se ven menos motitos. También iluminaron todo, están cortando los árboles y eso”.

Marcela también estuvo en la plaza. “Sí, fui para ver qué pasaba, viste. Fuimos a hacer un poco de fuerza para ver si hacen algo. No sé cómo pasó que en un momento se fueron a quemar la casa de un tipo que al final parece que no era el asesino. No sé ni en qué momento se habrán ido, viste. Yo me quedé ahí y después me vine para acá porque tenía a la nena con fiebre, y de repente me dice mi hermana que ponga la tele que están prendiendo fuego todo...”.

En los relatos de los vecinos quedan unos segundos en blanco entre el reclamo vecinal y el acto de casi-linchamiento. Pareciera que “individualmente” nadie puede explicar con certezas ese desenlace.

Nos despedimos y comienza a bajar las persianas del kiosko, aún faltan unos minutos para las siete.

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Caminar las calles del barrio es como adentrarse en los decorados desnudos de Dogville. Un silencio ambiente solo inquietado por ladridos de perros, alguna risa lejana, la frenada de un colectivo de la línea 541 o el click de las sirenas policiales; cualquiera de esos ruidos puede alterar los susceptibles ánimos barriales.

En una de las cuadras que rodea a la plaza hay una larga pared blanca con la clásica terminación anti-robo de pedazos de vidrios y botellas rotas adheridas con cemento. Una pintada que dice Una enfermedad que se disfruta, un dibujo de un taladrito y un mini Garrafa Sánchez de espaldas y alado custodian la zona. A unos metros tiene el kiosko-librería Roxana –abogada y profesora de secundario. “Hubo mucha gente que participó de los reclamos porque hace meses que están pasando muchos robos y la gente está cansada. La gente ese día estaba muy convulsionada... empezó a circular el rumor de que ese chico tenía relación con el hecho, pero nadie sabe si fue así o no. Hubo discusiones, de hecho yo fui una de las personas que no se quiso acercar al momento en que querían agredir o actuar por la fuerza física. Ahora se ven menos motos, la policía está colaborando pero la gente está muy violenta, es muy difícil que entiendan el valor de las instituciones”, reflexiona Roxana metiendo a la palabra instituciones en un campo minado demasiado promiscuo para la República de Carrió.

Como en otros testimonios de la zona se reitera el cansancio –no solo al miedo– que provoca la inseguridad. Y acá el Leviatán de Hobbes se toma la cabeza, confundido. La inseguridad también cansa porque empuja a los habitantes del barrio a realizar mil extenuantes gestiones diarias, que se suman a las gestiones propias de una sociedad precaria y a la “autogestión vecinal” que se requiere para que ciertas zonas olvidadas puedan evitar ser borrados del catastro a fuerza de pataleos y reclamos al municipio o a las empresas de servicios. El combo intranquilidad anímica más inseguridad cansa, porque implica mensajearte con la familia cuando llegás o cuando salís de la casa, cuando salen los chicos de la escuela (“les roban los celulares en la puerta de la escuela”) o cuando salen de noche; a estar atento cuando se ingresa y se saca el auto del garage o del estacionamiento, o cuando se lo arranca en la vereda porque te obliga a participar de la alama comunitaria y chusmear el foro “Seguridad para el Barrio Sitra, Ferroviario, 420 y Apolo” (un grupo organizado y cerrado de 1346 miembros en Facebook) para ver si alguién postea un alerta para tener en cuenta.

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Los vecinos del barrio coinciden en que la plaza está más vacía que de costumbre. Lo cierto es que estamos sentados en uno de los bancos que la bordean y la sensación es la de estar metidos en una especie de Truman Show policial. Desde los cuatro puntos cardinales nos bañan las luces de los patrulleros de Gendarmería, Policía local, Policía Bonaerense, una “fuerza especial” imposible de descifrar y el infaltable rondín de la seguridad privada. Los vehículos recorren ininterrumpidamente circuitos programados y parecen no tener tripulantes humanos a bordo; es casi un milagro como no colisionan entre sí. También brillan cegando las luminarias recién reparadas que, por los árboles que esta semana podó la Municipalidad, alumbran directamente la plaza casi desierta. Pero toda esa bola de luz artificial contrasta con la oscuridad de las calles del barrio que la rodean. En una de las esquinas se recorta imponente un chalet enorme con varios carteles de Se Vende en sus ventanas, en la misma cuadra una Ecosport entra rápido a una casa.

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La conmoción por el crimen y la reacción posterior mantuvieron al barrio saturado de movileros que lo sostuvieron por más de 48 horas en los en vivo y urgente de los canales y portales de noticias. Cuando las camionetitas de los noticieros chirriaron sus gomas y rajaron, quedó en el aire una pesadumbre casi física, aplastante, una tristeza difusa y el recuerdo cercano de esos días en que el barrio convulsionado puertas afuera tuvo su agobiante replica en los plasmas del comedor y del cuarto.

Ahora la plaza está casi deshabitada. Un viejo camina lentamente apoyándose en un bastón y llevando en la mano la bolsita de una farmacia. Unos gordos de yoguineta y campera lisa –nada de estética runners de nikes brillantes o calzas deportivas– pasan transpirados y trotando lentamente. Un pibe con un polar azul liso, despeinado de siesta y cara de sueño, y otro con sonrisita de faso improvisan una mesita de living en uno de los bancos y toman una Stella Artois con unos maníes japoneses. A pesar de las operaciones de doble pinza que sufren (los paran los policías locales porque los vecinos flashean –y no disciernen los signos de la peligrosidad– y también han sufrido robos) coinciden con el hartazgo ambiente: “la gente está cansada, y nosotros también”.

En el banco de enfrente un pibe con look turro y una piba con los labios pintados y el pelo mojado toman un Baggio Multifruta y escuchan música muy bajita en el celular. “Yo soy del otro lado, y acá no paramos de mirar para los cuatro costados”. De vuelta menciona el temor a los rochos pero también al verdugueo de los pitufos, cada vez más gruñones. Le preguntamos por lo silenciosa y vacía que estaba la plaza: “Sí, antes –todos los “antes” tienen apenas un par de semanas de antigüedad– se veían pibes tirando cortes con la moto... ahora ya no. Lo que pasa es que están parando las motitos”.

A unos metros de los noviecitos hay una tarjeta de carga de Movistar de 50p raspada y un envoltorio blanco de forros. Sin un punto ciego y oscuro que escape a las luminarias, a los patrulleros, a las camaritas de seguridad y al panoptismo calvo y de a pie, es casi imposible garchar en los parques y en las plazas.

Nos estamos volviendo, y a lo lejos vemos una bandita de pibitos y pibitas que van de menor a mayor caminando por el medio de la calle, sus risas retumban en el silencio del barrio. Uno de ellos juega con una rama seca y señala el farol de una luminaria.

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Situaciones picantes que irritan –y evitan– a las categorías sociológicas y políticas que se quieren acomodar sobre ellas. Difícil largar rápidos enunciados. El clima barrial los seca inmediatamente hasta dejarlos inutilizables. Pensar a los nuevos barrios es demorarse en sus dinámicas más complejas y oscuras. Es obligarse a interpretar las escenas de este tipo sin recortarlas del resto de la vida barrial (hogares que son ollas a presión, economías domésticas que revientan, enfriamiento), tampoco de las pasiones y afectos que desatan, las huellas que dejan en el pulso anímico social, ya baqueteado. Evitar mancarse en el morbo mediático, en el gorrudismo vecinal, en el oportunismo de la gestión municipal, pero tampoco acomodarse en los enunciados progres tranquilizadores y buenistas, o en imágenes demasiado cerradas de esas formas de ser de lo vecinal. Dejarse atravesar por ese realismo sórdido que cae con demasiada fuerza sobre cada una de las vidas (todo se tensa e implosiona sobre los cuerpitos, todo se pone picante). Barrios extenuados, hiper-movilizados y ajustados; pero cuando ajustás un barrio, lo derramás sobre toda la ciudad, como cuando se aprieta por el medio un pomo lleno. Un error que lo puede tornar ingobernable.

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