Estamos arribando a la mitad del año más insólito de nuestras vidas. La historia finalmente dio un vuelco, pero esa mutación fue involuntaria. Ni una revolución, ni un acontecimiento, tampoco una guerra. Ni la clase obrera, ni el Estado, ni siquiera Dios: fue la naturaleza. Ahora bien: lo relevante no es tanto saber qué pasó, sino averiguar cómo sigue esto.
En la Argentina el contagio está creciendo en el Área Metropolitana de Buenos Aires y el virus continúa siendo una amenaza, pero la temprana y decidida reacción estatal en materia sanitaria, sumado al acatamiento de la mayoría de la población, logró evitar el colapso en el que se han sumergido algunos países vecinos. Al menos por ahora.
Lo que se está convirtiendo en una catástrofe de dimensiones bíblicas es la situación económica. Las previsiones indican que la crisis será peor que la experimentada en el 2001. La batalla contra el hambre que animó la primera etapa de la presidencia de Alberto Fernández, culminó en una derrota sin atenuantes. Y esta vez el segundo semestre, lejos de abrigar una esperanza, mejor que ni llegue. Frente a semejante malaria, las expectativas se centran en una reestructuración “exitosa” de la deuda externa, algo un poco etéreo para las intereses de la persona común.
Aun así “el gobierno de los científicos” está logrando algo milagroso: la ausencia de conflicto social. Y una inequívoca estabilidad política. Cuando de milagros se trata, la reacción clásica pasa por descubrir quién fue el autor. Pero lo importante es cuál será su duración.
***
La aparición del Covid-19 funcionó como una especie de lente revelador de ciertas invariantes que deberán ser replanteadas de cuajo.
El primero de ellos: un modo de producción de riquezas que no solo se desentiende del bienestar colectivo sino que pone en riesgo la sobrevivencia misma de las personas, al relegar en el orden de prioridades a los sistemas de salud pública. Quienes exigen hoy, en el ojo mismo de la pandemia, flexibilizar las medidas de cuidado en pos de satisfacer las exigencias de la economía, no hacen más que defender ese nocivo status quo.
Los primeros setenta días de estricta cuarentena también pusieron blanco sobre negro que la desigualdad ha llegado a niveles intolerables. El arribo del coronavirus a los barrios populares supone un cambio de escala en la enfermedad que puede volverse inmanejable, porque allí el hacinamiento y la precariedad tornan más complejo el aislamiento social. Faltó imaginación y compromiso para crear protocolos y redes de protección acordes con la realidad de las villas y asentamientos.
Pero hay algo más acuciante aún: flaquea la capacidad estatal para proveer alimentos en tiempo y forma a quienes, producto de la parálisis, no tienen qué comer. El voluntarismo de las organizaciones sociales, que ponen los cuerpos y soportan el peso de una ruina inminente, se está transformando en desesperación.
El sentido de la urgencia condujo al oficialismo a meter el dedo en algunas llagas. Mencionemos apenas dos que, articuladas, ofrecen un indicio de hacia dónde podría orientarse una salida económica acorde al desafío de la época. La primera es una medida que ya está siendo instrumentada, aunque con dificultades: el Ingreso Familiar de Emergencia, asignación directa de 10.000 pesos por mes que otorgó el Estado durante mayo a casi 9 millones de personas, y que ya fue renovada en junio. El segundo es un proyecto de ley que propone el cobro de un tributo extraordinario a las grandes fortunas del país, que alcanzaría a unos 11.000 individuos poseedores de un patrimonio superior a los 3 millones de dólares.
La pregunta clave es si el carácter excepcional de ambas iniciativas puede convertirse en el punto de partida para una reforma profunda del indecente reparto de la riqueza que supimos conseguir.
***
Alberto Fernández llevó a su término con notable pericia y en apenas un año, el programa para el que fue nominado a la candidatura presidencial por su compañera de fórmula, Cristina Fernández. Durante los primeros seis meses se dedicó a unificar al peronismo con el objetivo de derrotar electoralmente a Mauricio Macri. Una vez en la Casa Rosada, consiguió reunir al sistema político en una guerra común contra la pandemia. Aupado por índices de aprobación envidiables, se enfrenta ahora a una encrucijada decisiva.
Y es que el mito fundante que le otorgaba un aura al fernandizmo, lejos está de verificarse. Aquel año 2003 que el presidente invoca cada vez que la realidad le permite un respiro para soñar, en nada se parece al presente que nos toca en suerte. Ya nadie en el equipo de gobierno parece ilusionarse con un camino lineal y pavimentado hacia la recuperación económica. Esta vez no habrá win win y la pregunta es quién paga los platos rotos.
El primer elemento a tener en cuenta frente a la nueva etapa que se abre incumbe a la vieja y nunca bien ponderada polarización, que persiste, se revitaliza y en cualquier momento recupera el centro de la escena, pese a la voluntad de diálogo de las principales figuras dedicadas a gestionar. El impedimento para que se estabilice un centro político en torno a ciertos consensos duraderos no es la ideología y mucho menos la psicología de ciertos protagonistas, sino una crisis social que no cesa de profundizarse y que agujerea cualquier pacto por razonable que resulte. Un altísimo funcionario del oficialismo reconoció a esta revista que el día que la aprobación pública del presidente disminuya a la nada despreciable cifra del 51%, los factores de poder comenzarán a jugar la carta de la desestabilización. “Y si llega a bajar del 50% nos llevan puesto”.
En tales circunstancias, otro de los atributos que determinó su elección a la primera magistratura puede convertirse en un escollo: la moderación. Difícil recuperar un horizonte como sociedad sin operar cambios estructurales. El costo de ahorrarse ese barajar y dar de nuevo no se mide solo en frustración. El verdadero peligro es que aceptemos la pauperización de nuestra ya precaria condición social con resignada civilidad. Que avalemos un nuevo descenso en las aspiraciones populares de tener una vida más digna. Y que, por cuidar tanto las formas, el rechazo a este sistema insoportable sea encarnado por un fascismo cada vez más descarado.