vida de cóndores | Revista Crisis
todo animal es político / la lucha es una sola / darwin en la patagonia
vida de cóndores
Son las aves voladoras más grandes del mundo y tienen un rol crucial para el ambiente. Los cóndores no solo cruzan fronteras geográficas sino que también conectan distintas culturas latinoamericanas. Pero hoy pueden desaparecer y en Argentina hay equipos que trabajan hace décadas para intentar revertir su extinción. Este año lograron un hito en esa batalla al demostrar que existen modos de reparar lo que el sistema destruye.
03 de Octubre de 2021
crisis #49

 

Tayel y Mawun fueron criadas con un títere de látex que cada día asomaba desde una ventana y traía la comida. Una fina confección, diseñada por el titiritero del teatro San Martín para la gente del Programa de Conservación del Cóndor Andino (PCCA).

Kume Feleal era cuidada por sus papás en Escobar, en Temaikén, hasta que un día se mojó con una lluvia y el vínculo de cuidado dejó de fluir entre ellos. Su crianza se completó, en aislamiento, en el Ecoparque de Buenos Aires. Durante meses, a metros del ir y venir de los autos, con medias sombras que velan la presencia de humanos, desgarró pedazos de carne en silencio, como si fuera alta montaña, pero en la ciudad.

Lihuen es una hembra que fue incubada en Olavarría pero tuvo más suerte que Kume, y fue criada por sus padres en Temaikén.

Kurruf viene del norte: rescatado en Salta cuando tenía menos de un año, había recibido un golpe y no volaba. Lo curaron en Temaikén, pero cuando ya estaba listo para volar no tenía lugar adónde volver, no sabría cómo hacerlo en Salta porque cuando se fue de allá no había aprendido a comer.

Piuque Wenú fue rescatado en Neuquén: había ingerido plomo y su rehabilitación llevó casi cuatro años. El cóndor tiene un ácido tan fuerte en el buche que cuando consume algo que lo enferma –los resabios de una bala, el veneno de un cebo tóxico en los restos de algún animal– recibe rápido el latigazo en su cuerpo. Le llevó tiempo, a Piuque, pero en Escobar lograron salvarlo. Él sí pudo volver a casa.

Pachamama vino de más lejos: nacida y criada en Francia, en el ZooParc de Beauval, su regreso fue transgeneracional: ahora vuela donde antes planeaban sus abuelos.

“Es un cierre de ciclo con ella”, dice Vanesa Astore, en el Ecoparque, frente al lugar en el que funciona el PCCA; detrás de ella, al otro lado de unas rejas, distintos pájaros cantan y aportan al aire selvático que hay en ese rincón del enorme parque en el que antes funcionaba el Zoo de Buenos Aires. “Ahí están los siete”, señala, luego de repasar cada historia. Ellos son los que formaron parte del grupo que abrió las alas a cielo abierto el 17 de septiembre de 2021. La bandada más grande liberada hasta ahora como parte del proyecto “El retorno del cóndor al mar”. Un clan de probeta que tuvo como destino la meseta de Somuncurá, un territorio poco conocido de Argentina, en Río Negro, donde el viento corre a gusto y sin obstáculos. Así, luego de un trabajo de seguimiento que puede llevar años, logran que esos gigantes del vuelo encuentren nuevo hogar en una tierra de la que hacía siglos estaban extintos. Una vuelta de esas es un eslabón más en una historia que empieza a fines de los noventa, que ya devolvió 64 cóndores a la costa Atlántica y que muestra que el ser humano no solo puede arrasar con especies y ambientes sino también intentar reparar ese daño.

“Este proyecto tiene dos alas: la ciencia y la cultura. El cóndor no vuela con una sola. Necesita las dos”, dice Astore, doctora en Biología y directora ejecutiva del programa, junto a Luis Jácome. Esta historia tiene leyenda, ciencia, algo incluso de magia y una lucha que es política y que viene de los tiempos de la Conquista o incluso un poco más atrás.

 

volver al mar

El 27 de abril de 1834, Charles Darwin, escribe: “Hoy he matado un cóndor”. Y apunta varias líneas en su diario de un naturalista alrededor del mundo: “En la costa occidental de la América del Sur, se le encuentra en las Cordilleras, desde el estrecho de Magallanes hasta los 8° de latitud Norte del Ecuador. En la costa de la Patagonia, su límite septentrional es el escarpado cantil que se encuentra cerca de la desembocadura del Río Negro”. Los describe en fantásticos planeos en círculos, o al sol, en grupo, frente al mar, y lo hace fascinado por la majestuosidad de esos pájaros misteriosos, que pasan su vida con una sola pareja, viven en sociedad, y apenas si necesitan agitar sus alas para mantenerse en lo alto. Y le intrigaba el olfato: ¿Cómo lograba, el cóndor, ave de rapiña, saber cuándo un animal estaba cerca de la muerte y empezaba a merodear como la última sombra?

No solo Darwin dejaba notas sobre el ave más grande del mundo. Las comunidades originarias también contaban de boca en boca sobre la grandeza de su vuelo, sobre la fuerza de su espiritualidad que lo ubicaba como mensajero privilegiado con el más allá. Aunque ese legado oral cambiaba según las regiones y tal vez es más famosa la visión del pueblo andino, fueron muchas las comunidades que honraban – que honran– su volar. Desde Ecuador hasta la zona más austral de Argentina, siete países, 300 millones de hectáreas, en esa distancia, quedan hoy unos 6700 ejemplares que resisten como salvaguardas no solo del sistema (al ser carroñeros, “limpian” el ambiente) sino también de cosmovisiones que cuentan mucho más de las comunidades que lo que incluye en la narrativa sistematizada de los libros y la historia. En la cultura mapuche, el cóndor es manque, en quechua es cúntur, karkaai para los selk’nam, en el extremo austral, kuntur en lengua aymara. En cada lugar, una historia.

Intentar salvarlos de la desaparición no es fácil ni rápido: recién a los diez años de edad empiezan a estar listos para la reproducción, y tienen crías cada dos o tres años. Tienen el período de incubación más prolongado de todas las aves: 56 días que se comparten, en la naturaleza, entre el padre y la madre, que cuidan al pichón hasta los tres años, cuando empieza a salir al mundo por sí solo, a conocer las corrientes de los vientos, identificar la comida, a usar con destreza y autonomía esas alas fastuosas que ya a los seis meses le permiten volar. Recién al llegar a la adultez toma ese color definitivo, negro y collar blanco, como estola real, en el cuello. La cabeza queda siempre pelada, como en todas las aves de rapiña.

Todo esto puede sonar a ficha escolar, pero entender esos procesos, sus tiempos, sus desafíos, los códigos de bandada fueron clave para que, en 1991, diera los primeros pasos el PCCA que este septiembre marcó un hito en la recuperación de esa ruta condorera que había sido perdida.

“Cuando leímos esas historias de Darwin y otros naturalistas, en las que contaban sobre la presencia del cóndor en el mar, fuimos a la zona de Pailemán, en Somuncurá, hicimos el relevamiento de las antiguas condoreras y en el pueblo encontramos a nietas que decían que sus abuelos tenían relatos de ellos en la zona, y también vimos a los entonces niños, ya mayores, que recordaban haberlos visto volar”, cuenta Astore.

Hoy el cóndor ocupa páginas en todos los libros rojos de las especies en riesgo de los países sudamericanos. La razón es más o menos la misma: cebos tóxicos, que algún ganadero deja para alejar a los pumas, que mueren y se vuelven la carroña que los alimenta; o contaminación por plomo, por tiros de balas, porque alrededor de los cóndores se suma un malentendido: hay quienes creen que matan ganado, que son dañinos, y por eso les disparan. El uso de balas y el uso de venenos con total libertad además de llevarlos contra las cuerdas a ellos deja una estela invisible de contaminación ambiental. De esa huella, poco se habla.

La primera ceremonia de liberación en Pailemán se hizo en 2003. Manuel Cayul, el lonko de la comunidad mapuche de Los Berros, ofició aquella vez. Hay una profecía de la zona, cuenta Astore, que dice que cuando mataron a los pueblos originarios, el cóndor dejó de volar, y si un día regresaba, las ceremonias también volverían. Ya se hicieron diecisiete encuentros hasta el momento en esa parte del sur.

El 27 de abril de 1834, Charles Darwin, escribe: “Hoy he matado un cóndor”. Y apunta varias líneas en su diario de un naturalista alrededor del mundo. Los describe en fantásticos planeos en círculos, o al sol, en grupo, frente al mar, y lo hace fascinado por la majestuosidad de esos pájaros misteriosos.

 

ciencia y ficción natural

En un ruidoso café de Abasto, Néstor Segade dibuja en el cuaderno, recordando cada detalle aunque desde aquel primer boceto hayan pasado ya treinta años y tantos títeres. “Acá tenían un hueco −dice−, y la cresta era así, rojiza, en los machos, y en las hembras cambia, es menos vistosa”. Las líneas que improvisa empiezan a tomar forma: es la estructura interna de una manopla de látex, la cabeza de un muñeco que protagonizó cada día, durante décadas, una función muy particular...

El pichón cabecea: es un pompón emplumado y amarillento con un cuello largo y pelado que se inclina hacia adelante. Su nido es un paño blanco, está dentro de un cubículo iluminado. Una ventanita se abre y asoma el títere que acerca su pico a la comida que aparece al mismo momento. No emite sonido pero qué importa, el cóndor no canta como las otras aves. El polluelo se frota y esa cabeza se detiene como en una caricia, encarnando esa ficción que el pichón entiende como mamá o papá. Del otro lado, en esa cámara gesell, alguien mueve el brazo que hace actuar a ese títere. Tiene barbijo y ambo, y se asegura de que la cría crezca y coma. Es una función diaria y necesita ser efectiva.

 

Segade dice que diseñar esos títeres es uno de sus grandes orgullos. Conocía a Jacobe del Teatro San Martín, donde trabajó un tiempo, y solían hablar de filosofía zen y otras cuestiones. Un día, llegó el desafío. “Yo diseñaba títeres y esculturas de telgopor bañadas en látex para las obras y él me preguntó si podía hacer un títere para unos pichones”. La idea se inspiraba en otro títere, mucho, muchísimo más rudimentario, que usaban en Estados Unidos, en California, donde en 1988, el Servicio de Pesca y Vida Salvaje comenzó un experimento de introducción del cóndor californiano. Segade dobló la apuesta, pasó horas mirándolos en su jaula del zoológico de Buenos Aires, probó ideas y construyó una estructura fina y extraña que sería clave para el futuro del recién llegado, que crecía en un huevo que se incubaba en un criadero del conurbano de alguien que tenía los dispositivos para faisanes y otras especies. “Había que correr a contrarreloj −recuerda−. Tenían que estar listos para cuando naciera. Me acuerdo que había que dar vuelta el huevo en los primeros tiempos cada cierta hora, y había un sistema de turnos. Por ahí alguien estaba tranquilo y sonaba la alarma y decía: ‘¡El huevo!’ y corría a girarlo”.

¿Por qué tanta alharaca? ¿Por qué no dejarle la carne y ya? Para evitar el imprinting, un fenómeno que se explica a partir de una fila de gansos y un austríaco que fumaba en pipa: Konrad Lorenz, el etólogo que describió el proceso de apego especial que se produce entre ciertas aves con los primeros objetos en movimiento que perciben al llegar al mundo. Todas esas precauciones, entonces, eran para evitar que los cóndores sintieran que podían confiar en los humanos. Para interferir lo menos posible en su lado salvaje.

Desde una logística aceitada entre las provincias, la Fundación Bioandina, Temaikén, la gente del PCCA, y las provincias “condoreras”, que son catorce, hasta una cronometrada coordinación con Aerolíneas Argentinas para los traslados, los pasos son varios. Hay cóndores que, en cautiverio, ya no lograrán volar afuera, pero ponen huevos que podrán algún día dar revancha, hay otros que lo consiguen incluso si han sido recuperados o nacieron en total encierro. Los que consiguen la libertad son seguidos por un sistema satelital, y a través de ellos se analizan aspectos como lo que llaman, por ejemplo, el arte del vuelo.

 

qué culpa tiene el cóndor

Mientras se preparaba todo para la liberación en Río Negro, se conocía la noticia: tres cóndores andinos muertos en una zona rural al norte de la provincia vecina Neuquén. De inmediato se inició la investigación. Las fotos muestran a un guardaparques que observa al borde del río a un cóndor adulto, en la costa, mecido apenas por el ondular del agua. Tres metros y medio de alas desplegadas y tiesas. A partir de una muerte de este tipo, más allá de la obvia recuperación del cuerpo, que tiene que ser cuidada y con protocolo, se inicia una investigación policial, judicial y de fauna. “Las sospechas sobre los autores sigue siendo materia de investigación −dice desde el sur Lucía Redondo, directora provincial de fauna de esa provincia−. Ahora estamos a la espera de los resultados, unas muestras de suelo tomadas en el lugar del allanamiento”.

En Mendoza, en 2018, fueron 34 los muertos. Los cadáveres reunidos, junto al de un puma, parecían las bajas de una guerra que no vimos. En 2018, en la Patagonia, contaban otros 23. Los resultados del estudio de la Fundación Bioandina dieron por culpable a un agrotóxico organofosforado, prohibido en el país, que muchos en el campo usan como veneno doméstico. En Bolivia también ocurre: este año encontraron 34 cóndores muertos en el sur del país. Un artículo de la investigadora del Conicet Rayen Estrada Pacheco, publicado en la revista Science advierte sobre esto: quedan menos de siete mil a lo largo de los Andes. En todas las regiones, la problemática es similar: los cebos tóxicos circulan pese a estar prohibidos. Con el uso de agrotóxicos, eso se acrecentó. Uno de los reclamos para tratar este problema es la ley de trazabilidad. “Es un uso abusivo a nivel global −advierte Astore−. Es la peor de las situaciones. Una persona tiene un frasquito en el rancho ¿Cómo llegás? Se pueden hacer otro tipo de trabajos. Tenemos una estrategia nacional contra el uso de cebos tóxicos que trata de ver las problemáticas según la localidad”. En La Rioja, por ejemplo, cuenta, tenían problemas con pumas y zorros y usaban veneno. Con un subsidio y trabajos para buscar alternativas, mejoraron corrales para que los animales no durmieran afuera. El puma dejó de cazar. Astore destaca: “Él es del lugar, es natural. Hay que convivir”.

El plomo es otro de los problemas. En el país no hay ninguna industria que haga balas ecológicas. El plomo deja su marca y contamina. En el PCCA tienen un dicho: “la bala disparada sigue matando”. Desde hace años se habla del impacto ambiental de los perdigones, que pueden tardar entre 100 y 300 años en desaparecer de la naturaleza y que en ese tiempo contaminan aves, agua, tierra. En la provincia de Córdoba, existe una importante actividad de caza de palomas y se estima que se disparan unas 1600 toneladas de plomo al año. “La carne comprada que fue cazada por arma de fuego tiene plomo. Si hay ingesta, hay que actuar muy rápido. Si el veterinario lo inyecta, está a tiempo de darnos chance de salvarlo. El cóndor es gregario y nos enseña a trabajar así, en equipo”, comenta Astore mientras explica cómo se distribuyen a lo largo del país kits para actuar en esos casos.

 

una ceremonia de viento y alas

Son aves nacionales en varios de los países que sobrevuelan. Y en la historia del hombre blanco, la apropiación de su potencia simbólica no ha sido siempre la más luminosa: pensemos en el Plan Cóndor y sus implicancias. Una idea más bien machirula de potencia guerrera, algo bien militar. Por algo la poeta Gabriela Mistral alguna vez, haciendo una lectura sobre el escudo de su país y cierto chauvinismo señalaba que en Chile necesitaban “menos cóndores y más huemules”, en un texto que toma posición: “yo le he visto el más limpio vuelo sobre la Cordillera (al cóndor). Me rompe la emoción el acordarme de que su gran parábola no tiene más causa que la carroña tendida en una quebrada. Las mujeres somos así, más realistas de lo que nos imaginan”. Más allá de la lectura maniquea de Mistral, atravesada por otras cuestiones, hay ceremonias que con una simbología bien clara y con un desarrollo que pone los pelos de punta a cualquier proteccionista, también se paran desde antagonismos centenarios. La Yawar Fiesta, por ejemplo, es una celebración de algunos lugares de Perú en la que un cóndor es atado sobre el lomo de un buey y desata una corrida endiablada que dura horas a la espera de que el ave desgarre los cueros del animal, que es símbolo de los conquistadores.

La Yawar Fiesta, por ejemplo, es una celebración de algunos lugares de Perú en la que un cóndor es atado sobre el lomo de un buey y desata una corrida endiablada que dura horas a la espera de que el ave desgarre los cueros del animal, que es símbolo de los conquistadores.

 

Nada de todo eso ocurre en Somuncurá, claro. Y la distancia es mucho más que geográfica. Desde su casa en el balneario El Cóndor, en Río Negro, María Eva Cayú, una de las primeras lonko de la comunidad mapuche Monguel Mamuell de Viedma, cuenta lo que pasa el día de la liberación. Ella vive en lo que se indica como el portal de ingreso a la Patagonia Atlántica y desde ahí viajó en septiembre, una vez más, como otras tantas desde que el lonko Manuel Cayú de la comunidad Arroyo Los Berros reinició la tradición a inicios del milenio. Si antes participaban hasta dos mil personas que llegaban desde Ecuador, Chile y Francia, para sumarse a los locales, a los biólogos y observar los primeros aleteos en libertad de las aves, este 2021 de contexto pandémico la ceremonia fue más íntima, pero mantuvo la mística. No se trata solo de abrir la puerta de una jaula. María Eva dice: “En nuestras comunidades, la gente de antes decía que es el pájaro que vuela más alto y lleva los mensajes a la tierra de arriba”.

En cada liberación en Pailemán, se requiere del encadenamiento científico y del acompañamiento ceremonial. María Eva relata esa última parte: “Vamos dos días antes y preparamos el lugar. Se hacen unos conitos con ramas, se hacen dos fuegos, uno el sagrado, a ese lo tenemos que cuidar, y otro que es para cocinar. A la tardecita se ponen las banderas, alrededor del lugar sagrado, y a la mañana tocamos el kultrún y con los primeros rayos de sol pedimos por los cóndores para que estén apuntalados de energía positiva. Desayunamos después de la ceremonia y al mediodía se tocan los elementos religiosos y van los chicos de los parajes y tiran las plumas desde lo alto de la meseta, donde están colocados los jaulones. Son las plumas que se les cayeron a los condoritos en todo ese tiempo. Los chicos bajan y quedan sólo los que abrirán las compuertas, y cuando nos hacen señas tocamos los instrumentos y se abren. Esperamos. Y en las liberaciones vienen los cóndores mayores para buscarlos”. Y vuelan. Ya están en casa.

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