spregelburd, propagandista del caos | Revista Crisis
diálogo picante / políticas de la ficción / cuando las ranas lluevan
spregelburd, propagandista del caos
Actor, dramaturgo, director, traductor, escritor, formador de nuevas camadas de artistas teatrales. Rafael Spregelburd camina precedido por un currículum apabullante pero siempre habla como un outsider. Lo invitamos a un asado protocolizado con el colectivo editorial crisis, mientras nadie sabe si aquello a lo que solíamos llamar teatro va a volver a ser como lo conocíamos.
Fotografía: Estrella Herrera
30 de Agosto de 2021
crisis #46

 

La pandemia también trastocó cómo se mueven los cuerpos en la ficción, el roce parece haber vuelto al mundo de lo irrepresentable, nadie se quiere tocar. ¿Besarse?, muy difícil. Rafael Spregelburd cuenta las anécdotas del set en el que se filma la película Chau Buenos Aires, una comedia romántica que ocurre durante la crisis de 2001, en la que actúa a un contrabajista. Cuenta también que el vigésimo aniversario de aquel acontecimiento está soplando un fueguito que podría revivir a una de sus obras más recordadas. En 2003, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, montó Bizarra, una novela teatral: había que ir diez veces al teatro para verla. Ese cambio en los hábitos de la representación desplazaba muchas capas a la vez; daba lugar, por ejemplo, a una atípica comunidad entre los espectadores, a quienes se les proponían formas de participar en lo que sucedía. Proliferación asamblearia, crímenes políticos, las palabras del momento, la lucha de clases: la época cabía en Bizarra, y la desbordaba al mismo tiempo. Mucho se ha escrito sobre aquella experiencia pero lo importante ahora es que Spregelburd se sienta y cuenta que lo ronda el proyecto de volver a montarla, que no sabe si se podrá o si mutará en un podcast, que intentó escribir el capítulo once retomando a los personajes diecisiete años después pero que todavía no le encontró la vuelta. “Cada capítulo era una invención de Cavallo, el corralito, el Lecop. Toda esa broma funcionaría igual pero, después pasó esto, pasó la pandemia y cambiaron muchas cosas, cambió de qué nos podemos reír, cambió la velocidad del espectador respecto de su posibilidad de reírse, es pesado”, dice.

A los cincuenta años, su bio desborda de obras escritas, funciones en los principales teatros europeos, análisis académicos de su dramaturgia, cursos, libros, películas en las que actuó, prestigio. Pero, el asunto es conocido, por estas tierras sus obras se estrenan poco, el circuito teatral se la hace difícil. Pasaron diez años de una negativa atrás de la otra hasta que La Terquedad se pudo ver en la ciudad de Buenos Aires, mientras sí recorría Europa.

 

Pero, finalmente, cuando estuvo en cartel en el Cervantes La Terquedad fue un éxito.

—Sí, pero cuanto más exitoso fue más de lado me dejaron. Me parece que hay una especie de ensañamiento con la posibilidad de que el modelo se quiebre. No quiero hacer de eso una épica heroica pero, si uno les puede mostrar que se pueden hacer obras complicadíiiiiisimas y que pueden ser populares y masivas –aunque no se entienda un carajo, porque la verdad es que no se entendía mucho–, algo trastabilla. Es lo que pasó con las películas de Mariano Llinás, que son sofisticadas, exquisitas en algún punto, y que de pronto parece que son para una elite. Pero, las ponen en Kabinett y las ven cincuenta mil personas en un mes. ¿Era verdad? ¿Quién está mediando para decir cuál es el filtro, para decir si esas obras pueden ser masivas o no? En París son masivas, ¿qué pasa?, ¿el espectador parisino es más culto, más inteligente, mas avezado? No, es que hay políticas culturales que apoyan el desarrollo de las vanguardias. El arte tiene que ser vanguardia, no puede ser de retaguardia, es contradictorio eso.

La Terquedad era un desafío al espectador para que se quedara sentado tres horas. ¿Esa incomodidad está buscada?

—Es larga, qué vas a hacer. Yo creo que el teatro debe ser largo. El teatro debe ser inmersivo, tiene que usar todos los recursos que pueda para competir con algunas anomalías, cercanas al pensamiento, que están ocupando el centro: el meme, las redes. Todo lo que pueda hacer para contrarrestar ese imán, ese atractor, yo lo hago. Se piensa que es larga, pero la gente mira series. ¿Por qué? Porque son largas y complejas. ¿Por qué la serie le ganó al cine? ¿Por qué Hollywood agoniza frente a la retórica de las series? Porque es más atractiva esa complejidad, o esa pseudo complejidad. Hamlet también es larga, dura lo mismo, y nadie está diciendo que Hamlet es larga. La pregunta es por qué se le permite a los clásicos escribir eso y a los autores contemporáneos se nos pide que nos adaptemos al meme, que tengamos la rapidez y la liviandad que impone el momento. ¿Hay sal?

¿Cuál es tu balance de no ceder nunca a la hegemonía de lo breve?

—¿A ustedes cómo les fue con lo corto?

No lo practicamos mucho.

—Yo no digo que lo breve o lo sintético es lo enemigo. Yo no lo sé hacer. Me parece que quien lo sepa hacer tiene que hacerlo. Yo simplemente creo que es anacrónico, que no responde a mi sensación de estar en el aquí y ahora.

¿Por qué lo corto te parece anacrónico?

—No es lo corto, yo lo llamo lo newtoniano. El mundo es fractal, caótico. La mayoría de las cosas que están vivas se comportan de acuerdo a un régimen biológico muy distinto del de la ciencia reduccionista. Pero la manzana de Newton que cae sobre su cabeza sigue siendo una imagen pregnante mucho mas icónica que los fractales de Mandelbrot para entender la realidad. Yo no soy experto en estas cosas pero sí asocio mucho los descubrimientos de los científicos a la construcción de ficciones y entonces detecto que los clásicos que han perdurado es porque, además de responder a la moda de su época, están haciendo algo muy singular que es cuestionar la linealidad newtonil, lo detectás en Shakespeare, en los griegos y lo detectás poco en los autores del siglo XIX.

¿Y en el presente?

—Aparece más en el cine que en el teatro pero yo abogo porque aparezca en el teatro también. Tengo muchos alumnos que buscan abandonar esa mímesis de representación simbólica que fue imperativa del teatro independiente de los años de lucha. Durante la dictadura ese procedimiento metafórico fue el único posible para decir una única verdad que estaba acallada por el poder. Se desarrolló muchísimo la técnica simbólica: vamos a decir esto pero lo vamos a decir oculto pero guiñando un ojo para que el espectador lo decodifique de manera correcta. Había una manera correcta de leer. ¿Qué pasa si en lugar de trabajar con símbolos trabajamos con cosas? Es una utopía, porque cualquier cosa se convierte en signo nuevamente, pero la actitud a la hora de escribir es completamente distinta.

Tengo muchos alumnos que buscan abandonar esa mimesis de representación simbólica que fue imperativa del teatro independiente de los años de lucha. ¿Qué pasa si en lugar de trabajar con símbolos trabajamos con cosas? Es una utopía, porque cualquier cosa se convierte en signo nuevamente, pero la actitud a la hora de escribir es completamente distinta.

 

Allá por el año 2000, Spregelburd encontró en la teoría del caos algo que no tenía, se refiere al hallazgo casi como si hubiera dado con una fórmula de la que brotan ficciones que están vivas, en las que es posible producir “un quiebre en la percepción que te obliga a saltar tus categorías, y uno tiene la sensación de haber asistido a una microrrevelación, que no sirve para nada, que dura como una ilusión”.

¿Se trata de convertir una teoría que explica la realidad en una técnica, en un procedimiento artístico?

—Yo digo que hay que poder convertirlo en una técnica, que no hay que estar a la espera de ser el próximo descubrimiento de los editores, que uno tendría que poder describir qué se hizo en esos modelos que funcionaron y por qué están vivos. El carbono cuando se asocia para crear sustancias vivas sigue un patrón fractal y cuando hace sales o cosas muertas sigue un patrón lineal. Los organismos vivos aceptan la catástrofe, tienen una forma que los hace aptos a adaptarse a aquello que los destruiría. El ejemplo clásico que da la ciencia de la totalidad es un río. Un río es un fenómeno vivo, un cauce que se armó por determinadas razones. Ahora bien, llovió mucho en tal lugar y se juntaron unos castores: catástrofe, se inunda Santa Fe, una ciudad desaparece. Luego, el río vuelve a una forma. Si vos construís un dique… es algo muerto. Es una estructura pensada para contener esa fuerza catastrófica. Junta el agua, junta el agua y en un momento revienta. No se vuelve a reconstruir solo, el río sí. Bueno, hay que aprender del río, de qué está hecho, y de qué está hecho el dique. Y así debe tratarse a los personajes y a los acontecimientos. Es algo de lo que se habla mucho en literatura. Paul Auster, ¿no? Si es posible el azar en la literatura cuando todo el mundo que lo lee sabe que está siendo utilizado como un signo para decir otra cosa. ¿Es posible la casualidad, que dos acontecimientos rimen sin que uno diga “¡qué inteligente el autor que los puso a rimar!”? ¿Está construido como un dique o como un río? Esta es la gran pregunta cuando uno está en proceso.

En lo que decís, la vanguardia parece ser la resistencia a un modo de percepción hegemónico, que se va imponiendo. Se trata de cómo resistir a eso, cómo mantener la duración, cómo mantener otro tipo de perspectiva. Pero en general, la vanguardia siempre se definió por nombrar lo que viene, no por conservar.

—Vanguardia es una palabra medio rara porque pertenece a la Modernidad, y nosotros no somos seres modernos ya. Entonces, me parece que lo interesante de la vanguardia no es replicar las formas de la vieja vanguardia que son medio caducas, no hay nada más anticuado ahora que ir a conmoverse por una obra del lenguaje. Pero, ¿qué hicieron los clásicos? ¿Cómo lograron pasar la trampa de la vanguardia y replicarse 400 años después? Yo no pienso mucho en vanguardia, pienso en la organicidad biológica y la atinencia de eso a la vida que lo rodea, a su entorno. Si eso es producto del entorno, entonces va a resistir porque va a tener lazos profundos con la catástrofe que lo generó, y esa catástrofe se va a volver a repetir, y esas condiciones vitales van a volver a estar vivas. Te va a volver a hablar, la obra. En cambio, las vanguardias están asociadas a formalismos determinados que escandalizaron, corrimientos del mainstream. Está bien. Pero en este momento sería vanguardia hacer una obra mainstream y que estuviera bien, que funcionara y fuera intelectualmente compleja porque eso es lo que no hay. Lo veo más claro en los directores de cine que me gustan. Paul Thomas Anderson es mainstream y es vanguardia y es genial. Magnolia es una película que trabajo mucho en los talleres, porque parece un calco de la teoría del caos. Tenés ¡tres enfermos de cáncer! Uno te diría que no podés hacer eso: si uno tiene cáncer, el otro no puede tener cáncer y el otro, en otra historia, tampoco puede tener cáncer. Todo conflicto de la película está triplicado adrede y esto genera una sensación muy vital, de que cualquier historia puede friccionar con cualquier otra, que es lo que te va llevando a mirar. Yo la miro con los ojos de un niño, que está ilusionado de la fricción entre mundos ajenos. ¿Y qué pasa al final? Llueven ranas, o sea un elemento que no pertenece a ninguno de los sistemas anteriores. Es un manual de construcción catastrófica, y yo creo que sí, que tiene asegurada su vida biológica en distintas épocas, porque es compleja, entonces los aspectos vitales se van a renovar en cada época de una manera diferente.

 

alianzas imposibles

Es enero de 2002 y Spregelburd escribe para el programa internacional de defensa de los derechos humanos del Royal Court Theatre de Londres. Escribe con la televisión encendida, quién no. La obra, Un momento argentino, es una farsa con militares fascinados con Cuba, una hijabomba, burgueses enojados. Antes de terminarla se da cuenta de que hay algo que necesita más palabras, porque eso que le pidieron es un oxímoron. Dice, entonces, en las Aclaraciones, adjuntas a la dramaturgia, que “la alianza entre un teatro vital y una defensa responsable, militante, de los derechos humanos es casi imposible” porque esa ligazón tiene como consecuencia que “el teatro, lo que yo entiendo por teatro, retrocede”. Y enumera lo que busca como creador: “El teatro que nos enfrenta a las cosas del mundo sin orientar su significación. O más aun: un teatro que crea otros mundos, que arrojan pálidos pero reveladores reflejos sobre este”.

Casi veinte años después, Spregelburd parece estar harto. Del fervor pedagógico del circuito público, de la maquinaria comercial, de la precarización de lo independiente, de las corrientes adaptativas, de hacia dónde va el dinero, de los mecenazgos. Dice que no quiere quejarse, pero igual por momentos se queja.

—Acá los circuitos teatrales eran tres, tradicionalmente. El público, muy reducido, el 1% de la actividad teatral, no marca ni siquiera tendencia. Después está el circuito comercial, donde hay gente que invierte dinero para recuperarlo, con las mejores o las peores intenciones el propósito es no perder plata. Algunos piensan que es lo que permite la existencia del teatro porque hace que los actores puedan vivir de eso, y que además es formador de público. Yo tengo mis dudas, me parece que la gente que va a ver las comedias de la calle Corrientes solo va a ver las comedias de la calle Corrientes. Lo que sucede es extrañísimo, yo no podría explicarlo: son los grandes éxitos de Broadway hechos medio mal y con actores de la tele que son muy convocantes, a una entrada con un precio que hace que sea el verdadero teatro de elite; es popular en su contenido pero el pueblo no puede acceder. Y luego hay otras obras, como las de Yazmina Reza, que tienen algunos valores, o se hacen clásicos. Han encontrado una generación de directores provenientes del teatro de arte que le prestan su talento a eso. Es un engendro raro. Las veces que he ido a ver esas obras no entiendo nada, no entiendo lo que pasa con el público, me molesta, me irrita, se ríen de lo cruel. Hay como una especie de “todo es para la chacota”, y hay obras que no son para reírse, son más complejas pero ese tipo de teatro las simplifica como experiencia. Ese foro de discusión que se arma en torno al teatro comercial está corrupto por varios factores que yo no podría explicar, que me parecen que son históricos: el deseo de la clase burguesa de pagar un precio alto y de reírse de algo que pueda entender, y no someterse a una experiencia más compleja que los deje angustiados. Algunos dicen que gracias a ese teatro existen los bordes, como una favelita, nuestro teatro. Yo no sé si es así, pero sí pasa que los directores y actores laburan ahí y ganan unos mangos. Lo mismo que en la televisión, pero en la televisión está más claro que no hay moral. Después está el tercer círculo, se llama “independiente”, aunque depende de un montón de cosas. Llamarlo independiente está mal, llamarlo “alternativo” también empezó a sonar mal porque ya no lo es. Es un teatro de desesperación, de gente que por no poder tener trabajo en los otros lugares lo hace sin recursos, muchas veces imitando aquello que le gustaría haber hecho en un teatro con recursos. En algún momento, se especuló con que siendo esta la gran riqueza del teatro argentino iba a tener fondos. Todos aspirábamos a que de alguna manera nuestro sueldo iba a ser pagado no por las entradas vendidas, que iban a ser muy pocas por más que llenaras la sala, sino por otras instancias.

Pero nunca hubo un financiamiento de ese tipo.

—No, pero siempre existió la ilusión de. Yo cuando hago una obra con poca escenografía, por lo menos la escenografía la pago con un pequeño subsidio que me da el Instituto Nacional del Teatro. Mi sistema de producción es distinto porque yo estrené la obra primero en Alemania y lo que cobramos los actores lo reinvertimos acá. Pude hacer mis obras en teatro independiente porque habían sido compradas antes por un teatro público de otro país. Por eso me niego a quejarme, porque yo le había encontrado la fórmula y no estoy en la misma situación que otros. Entonces, ahí se mezcla una cosa ética, porque si estás poniendo todo para hacer una obra te da bronca que tus actores no vengan porque les salió un laburo en la tele o les salió un bolo, o porque son panelistas en el programa de los animales salvajes. Pero, claro, estás trasladando una situación moral porque vos estás puesto en una situación ética superadora. Y es un teatro que no se puede hacer cargo de esa batalla. Porque si hay una batalla ¿quién es el enemigo?, ¿contra quién presentás esa ética?, ¿contra el neoliberalismo?, ¿contra el capital?

O contra el público.

—Hay creadores que piensan que eso es contra el público como si todavía el público fuera el público burgués que se horrorizaba con Ionesco o Beckett a principios del siglo pasado. Yo no creo eso, creo que el público se parece a nosotros. Nosotros y unas señoras jubiladas somos el público. La tercera edad es la que sostiene el teatro independiente y hay que darles las gracias, de verdad, es gente que tiene ese espacio para el ocio y espera que la obra le guste y la entienda, van y bancan. Ahora, yo creo que ese sistema agoniza por esto, por la preeminencia de lo ético por sobre lo técnico, por las dificultades y además porque ese sector parió al costado el cuarto: el marginal. El marginal es el que tiene apetitos de off, pero que está en condiciones infrahumanas, es una especie de precarización de todo, de la comodidad del espectador, de la sala, de las entradas, del sistema de prensa. Ese es el teatro que ganó en crecimiento y no está muy bueno que ese sea el que crezca. Después, hay otras precarizaciones, por ejemplo, el surgimiento del microteatro, que es como un emprendimiento gastronómico: hay siete salas para que vos comas entre una y otra. Está bueno que existan diversos formatos y que si hay gente que no tiene un poder de concentración muy grande diga “yo solo tolero 15 minutos”. Pero si realmente vas al teatro a tolerar, estamos empezando con un problema. Es como decir “yo no me banco la música, qué suerte que el concierto es corto”. Es la idea de “achiquemos porque si lo achicamos va a ser posible”. No, agrandemos porque solo en lo imposible hay alguna posibilidad de que ocurra algo.

El marginal es el que tiene apetitos de off, pero que está en condiciones infrahumanas, es una especie de precarización de todo, de la comodidad del espectador, de la sala, de las entradas, del sistema de prensa. Ese es el teatro que ganó en crecimiento y no está muy bueno que ese sea el que crezca.

 

volver del futuro

En el año de la pandemia, Spregelburd estrenó tres obras online. En Suecia, Farväl till Midgård (Dejando la Tierra Media): ocho minutos, casi ciencia ficción, casi terror, casi comedia de ideas sobre lo nórdico y la utopía del capitalismo socialista. En Buenos Aires, Pongamos por caso, una performance de dos horas cincuenta minutos en la que un grupo de traductores atraviesan desafíos propios de su oficio. Al darle play al YouTube todo se parece tanto a una reunión de home office que da ganas de llorar pero a los pocos minutos la reunión empieza a volverse inquietante y la conversación, adictiva. Y en Alemania, Glimmerschiefer (Pizarra): una videollamada pesadillesca, como todas, problemas de traducción, griterío, delay. En las tres obras la atmósfera es la incertidumbre, durante un buen tramo ni siquiera es posible saber si algo realmente va a pasar.

¿Es difícil pensar en este momento qué hacer con el teatro, qué inventar, cómo hacer teatro hoy?

—Esperar, no hay duda de que hay que esperar. Pasar los videos de las obras no se llama teatro. Eso ya existe, se llama cine, video. Es una situación dramática filmada. Ya existe y tiene gramática, planos. Lo que solés ver en esas obras virtuales es desesperación, la angustia, ves una sobreactuación, porque el actor está pensando en teatro pero tenés el zoom encima. Hay experiencias intermedias que están bien, que es la gente de teatro tratando de hacer audiovisuales, intuyendo, sin ninguna herramienta formativa, lo que los directores de cine ya saben desde hace 50 años, pero aprendiéndolo. Eso me merece mucho respeto y me parece que están bien, pero son piezas audiovisuales. Yo mismo he hecho de esas porque me parecía que era lo que había que hacer en vez de quejarse. No es teatro pero somos las personas de teatro que seguimos estando vivos. ¿Qué hacemos con estar vivos?, ¿qué carajo hacemos?, ¿nos extinguimos?, ¿nos adaptamos? Yo creo que son salidas desesperadas, provisorias, que nada de esto... Lo vamos a mirar con cariño como miramos al 2001, dentro de 20 años: ¿te acordás de la pandemia?

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