A los 57 años, Timochenko tiene la posibilidad de volver a llamarse Rodrigo Londoño. Hace cuarenta que nadie lo llama así, desde que ingresó a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Era un militante comunista desencantado con la vía electoral y estaba convencido de que la reforma agraria sólo era posible a través de las armas. Ahora, cuatro décadas después, este hombre de un metro sesenta, hablar pausado y extrema amabilidad, es el jefe de una guerrilla de siete mil combatientes, que sobrevivió a una guerra de más de medio siglo. El estado colombiano no logró derrotarla y Estados Unidos no pudo pagarle a nadie los cinco millones de dólares que pedía por su cabeza. Está sentado en uno de los hoteles de La Habana que fue fundado por británicos y estadounidenses, donde el dictador Fulgencio Batista no podía entrar porque era negro. Timochenko, que pedirá tres cafés en una hora, acepta repasar parte de su vida pero todo el tiempo intenta ir hacia el Acuerdo de Paz, que firmó después de seis años de negociaciones.
Además de los muertos en los enfrentamientos y los secuestrados durante años para cambiarlos por presos, a las FARC les reclaman por su relación con el narcotráfico y los acusan de hacer reclutamiento forzoso de combatientes. La primera acusación no corre solamente por los sectores de la derecha, representados en el ex presidente Álvaro Uribe, también la comentan en voz baja algunas organizaciones de izquierda. La otra suele aparecer en notas periodísticas y desde las FARC dicen que son parte de las operaciones de los servicios de inteligencia. Sin embargo, Timochenko no va a esquivar el bulto y va a explicar, con una vocación casi docente, ambas situaciones.
Pero antes, busca desmentir una versión sobre su formación como médico en la Universidad Patricio Lumumba de Moscú. “Todo es invento de la inteligencia militar”, corrige Timochenko, que en abril de 1976, con 17 años, pasó del Partido Comunista colombiano a las FARC, que hacía veintidós años se había lanzado al monte y reivindicaba un programa de reforma agraria. En ese momento, la guerrilla sumaba unos mil combatientes y había decidido ampliar de cuatro a seis los frentes de combate, según precisa Jorge Enrique Botero en su libro Simón Trinidad. El hombre de hierro.
Su decisión no fue de un día para el otro. Se fue macerando con el tiempo: su padre comunista, los discursos de Fidel Castro de 1964, el recuerdo de sus compañeros de escuela que no tenían para el desayuno, las historias sobre los desaparecidos colombianos y la muerte de Salvador Allende, en 1973. Esos son los hechos que enumera cuando alguien le pregunta por las razones de su radicalización. Cuando tomó la decisión no lo asustó ninguna de las advertencias que le dio el militante de las FARC que lo entrevistó antes de llevarlo al monte: “Es muy duro, va a aguantar hambre, se tiene que olvidar de la familia”. Hasta ese momento, Londoño nunca se había ido a dormir con la panza vacía.
Tres años más tarde, la conducción de las FARC se encontró con un problema que debían resolver: no conseguían médicos que quisieran dejar todo e irse con ellos, pero tenían amigos que aceptaban formar guerrilleros para que pudieran atender a sus heridos y enfermos. “Los problemas de salud eran muy graves y no había quién supiera”, recuerda Timochenko, cuarenta años después.
Sobre esa base, decidieron enviar a un grupo de guerrilleros a formarse en Bogotá. El curso, que iba a durar un año y medio o dos, tomaba la experiencia de los “médicos descalzos”. Eran los campesinos de los arrozales de la República Popular China, que recibieron una formación básica para prevenir enfermedades, atender dolencias más o menos simples y resolver las urgencias.
“Me escogieron y me mandaron sin preguntarme si me gustaba la medicina. Pero fueron sólo tres meses porque cayó la red urbana, que era la que manejaba los contactos. Cogieron un poco de gente y el resto nos escapamos para el monte. Ahí adquirí conocimientos mínimos, y en el reino de los ciegos el tuerto es rey —se ríe y deja la tacita de café sobre la mesa para que no se le vuelque. Por eso me convertí en el ‘médico’. Fue una experiencia bonita pero no me gusta aplicarle inyecciones a la gente porque me duele a mí. Lo hacía porque era un deber”.
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La guerra en Colombia, lo que hoy se define como “la guerra”, comenzó hace 52 años. Fue la respuesta de un grupo de 48 campesinos (44 hombres y cuatro mujeres), sobrevivientes de la “Operación soberanía”, como se llamó al bombardeo sobre la región de Marquetalia, en el centro oeste de Colombia, que ordenó el presidente Guillermo León Valencia. Ese ataque buscaba poner fin a la colonia agrícola fundada diez años antes, que había nacido después del período bautizado como “La Violencia”: más de una década de enfrentamientos armados entre liberales y conservadores, que incluyó la organización de grupos de autodefensa impulsados por el Partido Comunista y dejó más de 200 mil muertos y dos millones de migrantes forzosos.
Ese bombardeo, como muchos otros que llegaron después, fue la expresión concreta de la acción contra el “enemigo interno”, la teoría que acuñó Estados Unidos durante la Guerra Fría. Y esos campesinos, que tenían ideas de redistribución de la tierra y ponían en cuestión la tenencia de grandes latifundios cafetaleros, fueron definidos como “enemigos” y sus colonias autónomas como “repúblicas independientes”, por el gobierno colombiano.
“Los campesinos dijeron que si por la vía pacífica no los dejaban debían crear un movimiento guerrillero que impulse una revolución con un programa agrario. Se llamaron originalmente Bloque Sur, que reunía a varios movimientos. Luego, en la Segunda Conferencia se asumió el nombre de FARC y se hizo un plan para organizar la guerrilla en todo el país”, reconstruye Timochenko. La primera declaración política de ese grupo proto-FARC fue un Programa Agrario y definieron que se alzaron en armas porque en su país estaban cerradas las vías de la lucha política legal, pacífica y democrática.
Cincuenta y dos años después, el delegado por Estados Unidos que participa de la última negociación para lograr la paz, Berni Aronson, reconoció que “fue una equivocación política” haber respaldado esos ataques sobre campesinos. El costo se pagó en la existencia de grupos paramilitares, desarrollo del narcotráfico, sesenta mil desaparecidos y decenas de miles de muertos: el ochenta por ciento de los crímenes corresponden a los militares y a los grupos paramilitares y el doce por ciento son responsabilidad de las FARC, según un informe de las Naciones Unidas de 2008. El conflicto también generó el desplazamiento de siete millones de campesinos y unos cuatro millones de exiliados sobre una población de 49 millones de habitantes.
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Rodrigo Londoño nació el 20 de enero de 1959, en La Tebaida, departamento del Quindío. Cuando tenía cinco o seis años no imaginaba que ingresaría a las FARC. Mucho menos que dirigiría la Escuela Nacional de Formación de Cuadros ni que sería el encargado de fundar y llevar adelante un frente completo de combate y que, finalmente, sería el jefe de toda esa organización. Su llegada a la cima se produjo tras el asesinato de Alfonso Cano, en 2011, cuando comenzaba la negociación promovida por el presidente Juan Manuel Santos para lograr la paz.
Cuando habla de Cano es el único momento en que sus ojos realmente se ensombrecen. No se explica cómo fue que el Ejército encontró el campamento donde estaba Cano y lo arrasó a pura bomba. En ese momento se paralizaron. No tuvieron reacción inmediata y fue Santos el que le pidió a Hugo Chávez que intercediera. Timochenko viajó a Venezuela y estuvo toda una noche hablando con Chávez, desde las veinte hasta las cuatro de la mañana. Ahí acordaron cuál sería el rol de Venezuela, y el de Chávez, como garantes de la negociación que volvió a retomarse.
Pero mucho antes de todo esto —de que tuviera bajo su mando a más de siete mil guerrilleros y toda la estructura secreta de la agrupación de masas, el Partido Comunista Clandestino de Colombia—, se llamaba Rodrigo Londoño y era un chico que jugaba al trompo y las bolitas. Después empezó a dar vueltas al pueblo, recorrer sus calles, sentarse en el parque. Iba siempre secundado por un primo con quien había aprendido a andar en bicicleta. Era un gusto que se daban sólo cuando tenían algún peso para pagar el alquiler y así poder practicar uno de los deportes más populares de la Colombia de los sesenta. “Era fiel seguidor de la Vuelta a Colombia por radio. Los televisores en el pueblo se contaban con los dedos de las manos y sobraban dedos”, recuerda Timochenko. Ese evento, que recorría el país por las rutas, se había inspirado en el Tour de Francia.
Una cosa que hacía seguido era repetir los discursos de Fidel Castro. Se paraba en la puerta de su casa y arengaba a los vecinos que pasaban con palabras prestadas, que hablaban de la consolidación del proceso revolucionario cubano. A Fidel lo escuchaba con su padre, en una radio valvular. Arturo Londoño había sido liberal y, al igual que el primer jefe de las FARC, Manuel Marulanda Vélez, se había vuelto comunista y en su casa sintonizaba Radio Habana.
Por esos años, era ya un lector compulsivo. Su madre, Elisa Echeverry, le enseñó a leer de pequeño y a los seis ya leía de corrido. “Ella misma me regaló una Biblia, que me parecía muy bonita y me encantaba el papel en que estaba impresa. Gocé leyendo todas las historias que ahí se narran”, sonríe mientras el cielo cubano sigue completamente nublado. Hace 24 horas que llueve en forma intermitente y el hotel, con salida a la playa, parece desierto.
Más tarde abrió furtivamente el baúl de sus abuelos y de allí se llevó un montón de novelas románticas como “Oscar y Amanda. Los descendientes de la abadía”, de Regina Roche, o “Genoveva de Brabante”, la leyenda medieval sobre una esposa casta acusada falsamente por un pretendiente rechazado. También encontró buena parte de las obras de José María Vargas Vila, un intelectual y escritor colombiano cuyos textos estaban prohibidos por su ateísmo militante y sus posiciones antimperialistas.
Cuando empezó a militar, a los trece años, devoró literatura soviética: “La Madre”, de Máximo Gorki, o “Así se templó el acero”, de Nicolás Ostrovski. Es una novela autobiográfica que habla de la voluntad revolucionaria en estado puro: a los catorce años Ostrovski se sumó a las Juventudes Comunistas e integró al Ejército Rojo, donde libró dos combates en paralelo, uno contra el enemigo y otro contra una enfermedad autoinmune que le iba deformando la espalda. Llegó a la Dirección de las Juventudes Comunistas (Komsomol), con una parálisis casi total hizo cursos universitarios por correspondencia y después de quedarse ciego escribió esa novela. Murió a los 32 años.
“Me marcó mucho en esa época. Hace algunos años lo volví a leer y me pareció demasiado pancartudo (consignista)”, recuerda.
La novedad de la lectura fue a la par del cine y quedó fascinado cuando lo llevaron al teatro del pueblo a ver una campaña publicitaria de una empresa de pasta dental que enseñaba como lavarse los dientes. Después pasaron una película gratis. “Luego viene la etapa cuando mi mamá me daba dinero los domingos para que fuera al cine vespertino, eran dos películas, por lo general de vaqueros, pistoleros como Ringo y Yango, y de humor: Viruta y Capulina, el Gordo y el Flaco. Ya a los catorce años, cuando podía viajar a la capital del departamento, Armenia, vi una que fue muy comentada en aquella época: Tiburón. Y otra de contenido político que me impactó: Estado de Sitio. Me gusta mucho el tango y vi Los muchachos de antes no usaban gomina. Me gustó tanto que la vi tres veces casi seguidas”, dice.
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Cuando Timochenko entró a las FARC arrancaban las plantas de coca que encontraban. También las de marihuana. Pero con el tiempo fueron comprendiendo que se trataba de “un fenómeno económico-social” y que esa política les iba “echando la gente encima”.
“La gente decía ‘nos están arrancando con lo que nos alimentamos ¿Qué vamos a sembrar? ¿Maíz? ¿Cuánto cuesta sembrar una hectárea? ¿Y cómo la sacamos si no hay carreteras?’ El maíz tenían que salir a ofrecerlo pero la droga se la venían a comprar. Nos dimos cuenta que era un fenómeno que teníamos que afrontarlo de otra manera y comenzamos todo un proceso de concientización con los sectores que cultivaban coca para que se organizaran”, explica Timochenko, mientras toma otro “tinto”, como le dicen al café. Este es corto, bien negro y cubano.
Ese “darse cuenta” incluyó una discusión sobre la posibilidad de llevar adelante el negocio ellos mismos y resolver las necesidades de financiamiento de una guerrilla que vive en la selva y precisa armas, ropa, alimento. “Creímos que ahí estaba la solución financiera, que íbamos a resolver la financiación del proceso guerrillero vía el narcotráfico, pero nos dimos cuenta que es incompatible. Y lo descartamos. No era para revolucionarios”, reconoce. Y se pone serio. La imagen en sí misma es desconcertante: la conducción de las FARC analizando, discutiendo (¿habrán citado autores marxistas?) si era correcto devenir narcos. O, tal vez, haya sido un debate más pragmático, donde hicieron números y sacaron cuentas sobre cómo convenía reunir el dinero necesario para aceitar la lucha revolucionaria.
La salida que encontraron, entre la destrucción de los cultivos y convertirse en traficantes, fue cobrarle un impuesto a los narcos. Lo mismo hacen con los cafetaleros, con los ganaderos, con los industriales. Las FARC son, en algunos territorios, el Estado. “Pero no es fácil. Eso crea una cultura. Y una de las tareas es neutralizar la cultura de la vida fácil, del dinero fácil. Es un polo de atracción. Muchos patrones pagan a sus obreros con bazuco (pasta base de cocaína), y eso va degenerando a la gente. Aquí tenemos que reconstruir el tejido social. Y es una de las cosas que están planteadas en los Acuerdos de Paz, que incluyen un programa de sustitución de cultivos. Tenemos ese reto”, dice con tono amable y un hablar pausado, que no abandona casi nunca.
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“No digo que no se hayan dado casos donde algún muchacho nuestro de pronto haya dicho alguna mentira para incorporar a alguien, pero ésta es una lucha que implica un compromiso. Una vez me tocó llegar a un campamento a hacer las hojas de vida de la gente. Somos una agrupación armada que está en guerra y debe controlar quién llega, porque en la guerra la infiltración existe. Elaborando esas hojas de vida me encontré un muchacho que comenzó a contarme su historia. Me llamó la atención que era un hombre de poco más de veinte años, que tenía como cuarto o quinto bachillerato. Y me contó que había sido payaso de circo, que había estado en Ecuador y Bolivia. Y le pregunté algo que siempre preguntamos: ¿usted qué vicios tiene? Y me dijo que el cigarro, el alcohol y el bazuco. Cuando me dijo eso me sorprendió la sinceridad. Y le pregunté algo que también se pregunta siempre: ¿qué lo motivó a ingresar? Y me dice ‘hombre, a mí me motivó ingresar que yo pensé que aquí tenía bazuco y mujeres a la libre’. Y me siguió desarrollando la historia. Después fui a ver al mando del campamento. Andaba preocupado porque estábamos en una tarea muy delicada y les dije ‘a este tipo no lo podemos dejar ir porque lleva varios días aquí, conoce información’. Empezamos a discutir qué hacer y nos dimos cuenta de que era un muchacho sincero. Decidimos aguantarlo y hacer un trabajo de acercamiento con él. El tipo se había tomado el bus que no era. A cada rato me decía ‘estoy desesperado, aplíqueme una inyección para desintoxicarme’. Organizamos un curso político y lo metimos ahí. En la tarde me llamó y me dijo ‘sabe qué camarada, no pierdan el tiempo conmigo, yo hago de comer que yo de eso no entiendo nada’ (se ríe). Así el hombre se fue metiendo. A los años murió en combate, siendo comandante de compañía. Lo ganamos. Se llamaba Carlos Colt. No sé por qué se puso ese nombre. No recuerdo su nombre real. Siempre me decía ‘mire camarada, no me vayan a mandar donde tenga la tentación’. El ingreso a la guerrilla es a conciencia”.
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Hace varios meses Timochenko volvió a vivir en la ciudad. No había estado tanto tiempo en una desde hacía cuarenta años. Trata de evitar sentir ese impacto que implica pasar de la selva a la urbe. Se concentra en todo lo que falta: el Acuerdo de Paz avanza, rápido para lo que fueron acuerdos similares en otros puntos del globo, pero todo el tiempo parece que se va a atascar en un pantano.
Parte de ese carácter sinuoso y complejo en el que se mueve esta negociación constante se puede explicar en lo que encontró el actual presidente de Colombia cuando, hace seis años, ordenó iniciar los sondeos clandestinos para intentar este proceso. Y lo que encontó —asegura Timochenko— lo sorprendió: pese al combate sistemático a las FARC que —como ministro de Defensa del presidente Álvaro Uribe— había encabezado el propio Santo, la guerrilla se había sostenido. Tenía unos siete mil combatientes (casi mitad y mitad hombres y mujeres) desplegados y trabajaban en el desarrollo de un partido de masas clandestino.
“Nos golpearon duro —se refiere al gobierno de Uribe sin mencionarlo— pero nunca nos destruyeron y las columnas vertebrales se mantuvieron siempre firmes. Vino el gobierno de Santos y propuso la alternativa política. Nos hicieron llegar una nota y nos pareció bien. Nosotros no queremos la guerra, queremos la solución política y aceptamos”, dice Timochenko, en uno de los pocos tramos donde su tono adquiere cierta dureza y una seriedad compacta. Lo que encontró Santos -insiste Timochenko- no fue una guerrilla derrotada. Las FARC tenían su propio pliego de condiciones para dejar las armas y estaban muy lejos de cualquier idea de rendición incondicional.
Pero Timochenko evita hablar de lo que fue el combate y la vida en la selva. Insiste en que las FARC son una organización política que tuvo que usar las armas pero —remarca— que siempre quisieron dejarlas, que siempre estuvieron abiertos a una negociación de paz. Por eso ahora no quiere volver sobre la guerra, está dispuesto a hablar con los familiares de los secuestrados —como el caso de Ingrid Betancourt y Clara Rojas, por ejemplo—, y le interesa avanzar sobre este último proceso de pacificación.
Fueron necesarias dos negociaciones casi consecutivas, interrumpidas sólo por un plebiscito al que las FARC no querían ir y en el cual ganó el rechazo al acuerdo. Dice que sabían que el resultado iba a ser malo: un plebiscito sirve como respaldo al presidente (y Santos tiene una mala gestión, asegura). Hubo poca información sobre el contenido del acuerdo y una campaña de desinformación de los sectores que no quieren la paz. Allí se apiñan los que se benefician con el negocio de la guerra, los que acumulan extensiones de tierras, los paramilitares y los que temen el ingreso de las FARC a la arena política de la democracia. “Ninguna guerrilla se sostiene sin apoyo de masas”, insiste Timochenko, desde su metro sesenta de altura, casi como un mantra.
El Congreso terminó refrendando el segundo acuerdo y la Corte avaló el tratamiento rápido de varios proyectos de ley que son imprescindibles para que avance el proceso de paz. Uno de ellos es la ley de amnistía, que ya fue aprobada y se aplicará para aquellos guerrilleros e integrantes de las Fuerzas Armadas colombianas que hayan cometido delitos menores. El próximo paso es la dejación de armas de las FARC, que se va a extender por los próximos seis meses. Para que se concrete, es necesario que se establezcan zonas que garanticen la llegada de los guerrilleros y guerrilleras “en condiciones dignas”, aclara Timochenko y hace una apelación: “Por eso hacemos un llamamiento a la comunidad internacional y, en particular, a quienes en Colombia ansiamos la Paz, a la unidad en torno al monitoreo y verificación de lo acordado. Hay que exigir que se implemente en el marco de la letra y espíritu de los acuerdos alcanzados en La Habana entre las FARC-EP y el Estado colombiano. Colombia se merece la Paz”.
Si el acuerdo avanza y los que se oponen a él no logran detenerlo, las FARC tienen previsto surmarse a la vida democrática. Eso implica la reinsersión de sus guerrilleros y guerrilleras en la vida cotidiana de las ciudades y pueblos. También, el ingreso en el tablero electoral que se desplegará el próximo año para elegir al nuevo presidente. La decisión que tomaron es impulsar un gran frente que aglutine a todos los que trabajaron por la paz en Colombia. El candidato no será de las FARC sino una figura de consenso que garantice la implementación de los acuerdos alcanzados en La Habana.