la bachata del desacuerdo | Revista Crisis
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la bachata del desacuerdo
Colombia logró firmar la paz, pero eso era apenas el principio. Fueron seis largos años de paciente negociación, hasta que un plebiscito arruinó la fiesta. Y luego Trump se encaramó en la Casa Blanca. Y ahora un belicoso Álvaro Uribe figura al tope de todas las encuestas. ¿Cómo se aguarda, en los campamentos y en las ciudades, el mañana de una guerrilla que no tiene vuelta atrás? Por Pablo Waisberg | fotos Alberto Cifuentes
16 de Julio de 2017
crisis #29

 

P ara llegar a la Zona Veredal Transitoria de Normalización, Jorge “El Negro” Eliécer Gaitán, en el departamento de Norte de Santander, zona fronteriza con Venezuela, hay que transitar cien kilómetros de una ruta con poco asfalto, luego un camino de tierra que es barro permanente, y sortear un puesto militar que controla el ingreso y la salida al campamento donde esperan 350 guerrilleros y guerrilleras. Todos operaron en esa región, que está regada de contrabando y plantas de coca. Vivieron muchos bombardeos y enfrentamientos con el Ejército colombiano pero ahora quieren –repiten cada vez que pueden– que se consolide la paz.

Me tomé un avión desde Bogotá a Cúcuta. Allí me subí a un auto que demora cuatro horas para recorrer cien kilómetros por una ruta asfaltada, según los registros estatales. Pero existen tramos, muchos tramos y muy largos, donde el asfalto desapareció. Allí los pozos son tantos y de tan variadas formas que algunos jóvenes hacen el trabajo que no hace el Estado: tapan pozos. El mecanismo es así: un joven ata un hilo con telas colgando a un palo que clava a la vera de la ruta, se para del otro lado y extiende el hilo como si fuera una barrera para hacer que los autos disminuyan su marcha; el otro joven tapa pozos y cada vez que pasa un auto extiende una lata vacía para intentar alguna propina de los automovilistas. Eso se repite al menos cinco o seis veces en todo el  camino.

El camino lleva hasta Tibú, donde hay que dejar el auto y subir a una camioneta cuatro por cuatro roja, marca Toyota. La maneja un hombre de unos treinta y cinco años que está fogueado en esa ruta de fango puro, que tiene 45 kilómetros y buena parte de ella acaba de construirse. “Si tenemos suerte la haremos en dos horas y llegaremos al campamento antes de que se haga de noche”, dice a las tres de la tarde, con más de treinta grados y una humedad que vuelve el aire de goma.

La camioneta supera dos barriales enormes, pasa por el retén militar ubicado a un kilómetro del campamento, según establecen los Acuerdos de Paz, y cuatro curvas más adelante –tal vez hizo doscientos metros– se queda varada. El chofer maniobra y no sale. Baja, ordena poner ramas bajo una rueda, bajo la otra, explica cómo acomodar un tronco y vuelve a intentarlo pero la camioneta no hace más que enterrarse. El resto del camino se hace a pie hasta el campamento guerrillero, que se levantó en lo que hasta hace unos meses fue una finca campesina donde se cultivaba coca. Allí viven 350 hombres y mujeres, de tres unidades de combate, que llegaron en febrero pasado aunque el lugar no estuviera listo; movilizarse y levantar las carpas fue una forma de refrendar –en los hechos– su voluntad de hacer avanzar el acuerdo de paz. Y le pusieron el nombre del Negro Gaitán, el líder liberal cuyo asesinato allá por 1948 gatilló el Bogotazo.

El campamento es un campamento: carpas, cocina a leña bajo un toldo de lona plástica, baños químicos, una recepción para los familiares de los guerrilleros y guerrilleras que llegan diariamente y duermen en la recepción –otro tolderío bajo el cual se arman nuevas carpas. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) viven igual que durante la guerra pero sin bombardeos, aunque el Acuerdo de Paz establecía que para el 1 de diciembre de 2016 debían estar construidas barracas y baños en cada una de las zonas para la desmovilización, la dejación de armas en manos de Naciones Unidas y la preparación para reinsertarse en la vida civil. Eso incluía, por supuesto, puestos sanitarios, agua potable, energía eléctrica. Pero en el campamento de la Vereda –como llaman a los caseríos– de Caño Indio, en el departamento de Norte de Santander, apenas se había construido un quince por ciento para abril de este año. La situación no era muy distinta en los otros 25 campamentos.

Esa fotografía explica, en parte, lo que dicen los campesinos. “La mayoría de lo que plantamos es coca y algo de yuca y plátano, pero es para comer nosotros. La coca nos da todo lo otro”, dice el presidente de la Junta Campesina de Caño Indio, Luis David Rincón Vega, que tiene treinta años, representa a 72 familias y habla de a tirones. Está sentado en la recepción del campamento, donde siempre hay café caliente y sillas de plástico para que descansen los recién llegados.

“Estas tierras son ricas para cultivar pero el problema son las vías de comercialización. Sabemos que los cultivos ilícitos dan problemas, pero es la única forma de subsistir. No podemos sacar cincuenta kilos de yuca o plátano por estos caminos y en todos lados falta electrificación, vivienda, educación y salud”, explica Rincón Vega y cuenta que para ir a una salita de salud tiene que llegar hasta Tibú, a 45 kilómetros de camino de tierra, que en una zona lluviosa como esa se vuelve barro pegajoso casi todos los días. 

Pero este hombre está entusiasmado con la paz. Lo mismo dirán los otros tres líderes campesinos de los caseríos cercanos. Todos ellos dejaron de cuidar las plantas de coca para mostrar su buena voluntad. Hasta abril no la habían cosechado y pedían urgente que el gobierno comenzara a bajar los planes de desarrollo productivo, que se traducen en dinero en efectivo y desarrollo de infraestructura: caminos, tendido eléctrico y red de agua potable. 

un sendero espinoso

En los próximos meses, Colombia debería reinsertar a 6800 guerrilleros y guerrilleras a la vida civil, avanzar en la sustitución de los cultivos de coca, desarrollar obras de infraestructura, liberar 4300 presos políticos y poner en marcha proyectos productivos. Eso es el hueso del Acuerdo de Paz, el cual estableció una serie de compromisos y obligaciones para el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC. Si se ponen en práctica y no terminan en una masacre, como ocurrió en el pasado, el país podría ponerle fin a una guerra que duró 52 años. Pero la implementación está atravesada por una red de intereses y negocios que entrelazan y enfrentan a dirigentes políticos, vendedores de armas, militares, narcotraficantes, paramilitares, campesinos y terratenientes. 

Toda esa complejidad cabalga, además, sobre el último tramo del gobierno de Santos, que terminará el año próximo: quedan apenas nueve meses para las elecciones legislativas, donde se renovarán ambas cámaras en forma completa, y –como si fuera poco– ocho meses después se elegirá al próximo presidente. Nada es ajeno para cada uno de los actores de la batalla política.

“Todos los procesos de paz terminaron así: los dirigentes fueron asesinados. Pero ¿qué hay de distinto en este momento? Que está en debate, a nivel internacional, la concepción del enemigo interno, aunque ahora son otros los motivos que justifican las invasiones de los Estados Unidos. Hay una comunidad internacional un poco más activa en exigir que los compromisos se logren y también hay un importante número de colombianos que ven que no podemos regresar al pasado. Pero siempre estará el riesgo de que nos maten porque una costumbre de más de un siglo no se desmonta en una década”, dice Pastor Alape, integrante del grupo de conducción de las FARC, cuya cabeza vale 2,5 millones de dólares para Estados Unidos. La entrevista tiene lugar en un departamento en Bogotá, donde anda con custodia mixta integrada por fuerzas de seguridad del Estado y guerrilleros.

Una preocupación similar tiene el procurador general de la Nación, Fernando Carrillo. Me habla de espaldas al ventanal que muestra una vista preciosa de los cerros Monserrat y Guadalupe, desde el piso 25 de un edificio custodiado por muchos hombres de civil. “Este gobierno tiene que culminar cumpliendo con los Acuerdos de Paz”. Para que eso sea posible, “es importante acelerar” los programas sociales que combinan puestos de trabajo con proyectos productivos para dinamizar la actividad agrícola. 

Hasta ahora, la guerra dejó grupos paramilitares que no fueron desarticulados, redes de narcotráfico deseosas de mantener el negocio, sesenta mil desaparecidos, siete millones de campesinos desplazados y decenas de miles de muertos. De todos los muertos, el ochenta por ciento corresponden a la cuenta de los militares y grupos paramilitares y el doce por ciento son responsabilidad de las FARC, según un informe de las Naciones Unidas de 2008. Pero tras la firma del Acuerdo de Paz los muertos se suman a cuenta gotas para el mismo lado: casi 150 militantes sociales cayeron en los últimos catorce meses –todos impulsores del fin de la guerra– y algunos guerrilleros fueron baleados por paramilitares.

el rosquero de pancho

Cincuenta y dos años después del inicio del conflicto armado, el reclamo es el mismo y las necesidades no cambiaron demasiado: eso puede leerse en los ejes del Acuerdo de Paz, que se negoció durante seis años y que finalmente fue firmado en La Habana, el 13 de noviembre de 2016, y refrendado por el Congreso y la Corte Suprema de Justicia colombiana. Para que se lograra ese documento fue necesaria la vocación negociadora del presidente Santos y las FARC, pero también de una posición internacional que unió a los gobiernos de Chile, Cuba, Noruega y Venezuela. Todos ellos fueron veedores o acompañaron el proceso de paz o, incluso, ayudaron a destrabar negociaciones como ocurrió con la participación directa del fallecido presidente Hugo Chávez. La intervención de Chávez fue por pedido directo de Santos, quien había quedado descolocado cuando el Ejército colombiano mató –en plena conversación secreta– al entonces jefe de las FARC, Alfonso Cano, durante un bombardeo el 4 de noviembre de 2011.

“Estábamos creando las condiciones para iniciar la etapa exploratoria. Después avanzamos con los levantamientos de las órdenes de captura para que los cuadros se pudieran desplazar. Y estando en eso viene el asesinato de Alfonso. Eso nos dejó paralizados. Pero reiniciamos. Ahí es donde Santos le pide a Chávez que hable conmigo. Viajé a Venezuela y estuve toda una noche, desde las ocho hasta las cuatro de la mañana hablando con Chávez. Buscándole fórmulas y el compromiso de él de trabajar por la paz”, recordó Rodrigo Londoño, alias Timochenko, quien reemplazó a Cano al frente de la guerrilla.
Superada esa situación, las negociaciones continuaron con ese ritmo pantanoso pero constante. 

“A la jerarquía eclesiástica colombiana le faltó compromiso (con el proceso de paz). Pero el papa Francisco envió mensajes de apoyo. Cuando viajó a Cuba en septiembre de 2015 tenía la intención de entrevistarse con la FARC pero la jerarquía católica no hizo ningún esfuerzo para que ocurriera sino más bien obstaculizó el encuentro”, cuenta Alape, que tiene 57 años y desde que en 1980 se integró a las FARC dejó de llamarse Félix Antonio Muñoz Lascarro. 

La decisión del papa Francisco de respaldar el proceso de paz quedó clara durante el encuentro del 16 de diciembre de 2016 en el Vaticano. Esa reunión se produjo después del plebiscito donde ganaron los fogoneros del NO. La votación, que tuvo una abstención superior al sesenta por ciento se definió por el voto de las ciudades –que son las que menos sufrieron la guerra–, y la diferencia fue de medio punto: 50,21 contra 49,78 por ciento.

Timochenko intentó explicar el resultado: “Lo primero fue la falta de información. Desde el principio le insistimos al gobierno acerca de la importancia de prever mecanismos para difundir y explicar el acuerdo. Los acuerdos son sumamente largos y algunas cosas, muy técnicas. Había que hacerle entender a la gente en qué cosas los beneficia. Nosotros lo hicimos en un pueblo y enseguida se armó un escándalo porque decían que estábamos haciendo proselitismo. Pero el gobierno tampoco lo explicó y solo publicó el texto en una página web y elaboró algunos folletos que no dicen mucho”. 

A eso sumó que había información falsa, difundida por los impulsores del NO, como que se ponía en riesgo la propiedad privada. “Y también se puso sobre la mesa la desastrosa política social y económica del gobierno. Mucha gente manifestó su inconformidad no votando”, evaluó. 

El rol del ex presidente Álvaro Uribe fue una clave de la derrota. También la alianza que tejió con las iglesias evangélicas y la campaña contra el enfoque de género, que estaba presente –y aún lo está– en todo el documento y lo presentaron como una herramienta para destruir a las familias colombianas.

Entonces, el papa Francisco tomó la decisión de apostar un poco más fuerte. El encuentro había comenzado a tejerse mucho antes, de la mano del ex embajador colombiano en España, Fernando Carrillo. Uno de esos hombres que conocen los pliegues de las roscas políticas más complejas: tiempo después de iniciada esa gestión secreta fue elegido procurador General de la Nación con 92 de los 95 votos del Senado. Los otros tres fueron en blanco y ninguno de sus dos competidores recogió ni una sonrisa. 

En un viaje a Madrid, Carrillo habló con el secretario de la Conferencia Episcopal española, muy cercano al cardenal Pietro Parolín (secretario de Estado del Vaticano). Esa negociación fue madurando en la Santa Sede y cuando Santos visitó al Papa se organizó la reunión llave. “Era el momento más crítico, el punto de inflexión más grande, porque acababa de ganar el NO en el plesbiscito y el gobierno decidió refrendar ese acuerdo en el Congreso, y eso generó más incomodidad entre quienes propiciaban el NO”, evaluó Carrillo.

Cuando obtuvo el guiño de el Vaticano, Carrillo –que ya era procurador– pidió “autorización” al presidente Santos para avanzar en la gestión y abrió la conversación con Uribe. Pero todo se concretó en pocas horas y fue necesario que un empresario prestara su avión privado para llegar a tiempo. “Ese encuentro fue fundamental. El Papa era la única instancia de mediación que faltaba explorar”, sonríe Carrillo.

Uribe no mostró mayores cambios en su posición pero, meses después, el Papa dijo que iría a Colombia. La fecha prevista para esa visita es septiembre. Y Carrillo cree que el peso de Bergoglio terminará de inclinar la balanza.

mujeres al borde

Otra de las batallas que se libró –y se librará durante mucho tiempo– en la negociación del acuerdo fue el componente de género. “Surgió por la necesidad de las mujeres y de todo el pueblo colombiano. Nosotros empezamos a recoger las propuestas de los territorios y las mujeres siempre se quejaban de que no estaban representadas en lo que se estaba discutiendo en La Habana. Sabemos que Colombia es un país muy machista y patriarcal. Y a las mujeres nunca se las ha tenido en cuenta”, dice Camila Cienfuegos, una de las máximas jefas guerrilleras, que integra el Estado Mayor de las FARC. Ella tomó el nombre del líder revolucionario cubano porque remitía a un hombre, fuerte y con peso.

“El enfoque de género significa el reconocimiento de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Implica en particular la necesidad de garantizar medidas afirmativas para promover esa igualdad, la participación activa de las mujeres y sus organizaciones en la construcción de la paz y el reconocimiento de la victimización de la mujer por causa del conflicto”, quedó escrito en el acuerdo de La Habana. Esa definición fue una bomba de profundidad para la derecha colombiana que se encolumnó detrás de Uribe y agitó los temores más conservadores de la sociedad.

Pero la palabra “género” fue más fuerte que las presiones de la derecha: aunque el texto del acuerdo fue retocado para ceder algo ante el uribismo, el enfoque diferencial no fue afectado. “Nuestro compromiso es que las mujeres estén representadas en todos los aspectos de la vida cotidiana pero esa discriminación se expresa en falta de oportunidades. Y que el Estado sea el garante de una vida digna y no lo hace. Porque lo que no hay que perder de vista es que a través de nosotras también los están sometiendo a ustedes ¿Qué mejor para un patrón que tener una mano de obra barata? La mujer lava la ropa, la plancha, tiene la comida lista. Desde que existe la propiedad privada, nos jodimos las mujeres”, dice Cienfuegos y se ríe. 

En las unidades guerrilleras nunca faltaban balas, café ni anticonceptivos. Ahora ellas están decidiendo tener hijos porque la guerra terminó: “El obstáculo para tener hijos era la guerra. Pero ahora que tuve una hija quisiera poder darle los cuidados que necesita. Ella está bien, su desarrollo psicomotor va bien: se ríe, se da vuelta, reconoce el origen de los sonidos pero aún no la vio un pediatra. Se suspendieron tres visitas del pediatra al campamento y yo no puedo salir porque las órdenes de captura no se levantaron”, dice Laura Villa, de 36 años, madre de Laura Sarita, la hija que tuvo hace cinco meses con Leo León Cuartas, el cantante de dúo de reguetón del campamento de Caño Indio. 

Laura no es una guerrillera como el resto. Ella no era pobre, ni campesina, ni semianalfabeta. Proviene de una familia urbana de clase media, es hija de un economista y una secretaria, y cuando se recibió de médica en la Universidad Nacional terminó de decidir que quería ingresar a las FARC. “Sentí que podía hacer algo más ¿Qué iba a hacer? ¿Recetar un medicamento a una mujer que no lo puede comprar? Tenía que hacer algo para cambiar las cosas de una forma más profunda”, dice mientras le da la teta a Laura Sarita, sentada sobre una silla de plástico blanco, en la cima de una de las lomas del campamento donde transcurre la entrevista.

justicia infinita

La permanencia de las órdenes de captura es una de las muestras de hasta dónde llega la tensión política y, en este caso, judicial. La Ley de Amnistía ya está aprobada. Se votó en el Congreso con la ausencia de los legisladores del uribismo, que ante cada ley que forma parte del Acuerdo de Paz elevan la voz para atacar el proceso pero a la hora de votar abandonan el recinto: no quieren dejar asentado su voto contra esas normas. “No me afecta en lo más mínimo las intervenciones del Centro Democrático –el partido de Uribe– y les deseo una larga vida para que pueda haber una justicia que algún día los procese por los crímenes de los que han sido cómplices y responsables”, sostiene Judith Maldonado, senadora con voz pero sin voto en representación del Movimiento Voces de Paz, una agrupación conformada por integrantes de movimientos y organizaciones sociales comprometidas con el proceso de paz. Su objetivo es defender en el Congreso todos los proyectos de ley para la implementación del Acuerdo de Paz.

“Pero tengo frustración en el sentido de que íbamos a tener la oportunidad de hacer una defensa del acuerdo y el debate legislativo no lo permite. Siento frustración de cómo actúan las fuerzas al interior del gobierno nacional, pareciera que el Ministerio de Defensa y las fuerzas militares ejercieran una presión absurda por encima de lo que dice el texto acordado. Y ver esa clase política, que son rezagos de alianzas narco criminales y paramilitares me incomoda tremendamente”, completa Maldonado.

Lo que vive Laura, la guerrillera que acaba de ser madre, también lo sufren –seguramente en forma más dramática– los presos políticos que están en las cárceles colombianas. Hay 4300 detenidos –integrantes de las FARC o acusados de serlo– que deberían ser liberados en forma inmediata. “Viene muy complicada la implementación de la amnistía. Los jueces de ejecución de penas están asumiendo una posición política: no aplican la ley y reclaman más financiamiento”, dice el abogado Diego Martínez, asesor legal de las FARC. Advierte: “Están liberando 1,3 presos por día y a ese ritmo se necesitarán siete años para liberarlos a todos. No podemos dejar de pensar que los jueces fueron parte del aparato de guerra judicial. Por ejemplo, todo el secretariado de las FARC está condenado por distintos crímenes a más de cien años de prisión pero no hay ningún responsable de los falsos positivos presos”. Los falsos positivos fueron los asesinatos de civiles que no eran guerrilleros pero fueron presentados como tales por el Ejército colombiano para mostrar resultados.

“Parte de los problemas para la implementación es la lentitud del Estado. Otra parte es que el gobierno quiere implementar los acuerdos pero hay una crisis política propia del final del gobierno y, como suele ocurrir, este gobierno pierde el motor”, sostiene Martínez. A esa crisis propia de un mandato que se termina se suma el viraje político de toda la región. También el cambio de posición de Estados Unidos que, de la mano de Donald Trump en la Casa Blanca, podría abandonar el apoyo al proceso de paz. El caballito de batalla será, otra vez, el problema del narcotráfico. Sobre ese clavo martillaron Uribe y Andrés Pastrana en la reunión que tuvieron con Trump, en abril pasado. La urgencia por institucionalizar cada punto del Acuerdo del Paz crece, mientras el impulso pacifista encuentra contrafuerzas de potencia similar. Allí reside la marcha lenta.

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