perfecta y letal
Un amor de locura me provoca el encuentro con Svetlana Alexiévich, que vino de la mano de mi profesora de canto, Doña Guadalupe Gómez. Fue ella quien puso en mi regazo La guerra no tiene rostro de mujer, donde Svetlana, ah, esa rusa, recopila testimonios de mujeres que estuvieron en el frente en la Segunda Guerra Mundial. Mujeres que formaron parte de ese ejército ruso de un millón y medio de bravas ladys, frágiles como una bomba, que hicieron frente a la invasión nazi. Partisanas, enfermeras, cocineras, las que recogían a los muertos propios y robaban a los muertos enemigos. Mujeres que al volver de la guerra, fueron tildadas como las putas de Rusia y expulsadas del orden familiar y comunitario, a la intemperie, siempre bajo la nieve de la sociedad que las vio partir. Sobrevivientes a quienes cubrieron con manto de silencio en la historia rusa.
Un libro magnífico, que despliega el punto de vista de las mujeres, siempre silenciado o ignorado, sobre uno de los peores horrores de nuestra especie. Durante un verano entero tuve entre mis manos esas voces que Svetlana supo guardar en un libro. Un verano en el que me agotó un resfrío taimado que devino en sinusitis y tuve que permanecer horas y horas mecida en esa cosa brava que es siempre la historia de las mujeres.
Le conté a Juan Forn que estaba leyéndola y me recomendó, con su generosidad habitual para hacer circular el lenguaje, que leyese Voces de Chernóbil, que era devastador, al igual que La guerra no tiene rostro de mujer. Fui a por él donde mi librero preferido, el gran Rubén, que me entregó este libro que hoy sugiero en la carta. Libro que, además, inspiró algunos pasajes de Chernóbil, la serie de HBO, protagoniza por el Jared Harris, Stellan Skarsgård y la irresistible Emily Watson.
Imaginen un bosque, con su flora y su fauna, con sus insectos y sus frutos, los arroyos que descienden y los capullos a punto de reventar en las ramas de los naranjos. Imaginen ciudades abandonadas, en completa quietud, aun los juguetes de los niños detenidos en el parque, la sartén en la hornalla a punto de cocinar el desayuno. Un libro a la mitad, abierto boca abajo sobre la mesita de luz. Un licuado a medio hacer que ahora es una monarquía de hongos. Imaginen las calles, los edificios, las casas, tomadas en legítimo derecho, por los perros salvajes que continuaron naciendo a pesar de todo, los gatos más salvajes todavía. Lobos, zorros, osos que se creían extintos. Y las bayas al azar, reverberando los rayos del sol que es como en todas partes. En un paraíso como este, no hay lugar para los humanos.
Toda esta naturaleza sin humanos que no se puede tocar, ni beber, ni comer. Tan perfecta y letal como algunas citas que tuve con algún niño rico de por ahí.
Luego de la explosión del reactor, no hubo ni habrá en largo tiempo, lugar para los humanos en Chernóbil.
Svetlana entrevista sobrevivientes del desastre ecológico más terrible del siglo XX y pone de manifiesto el inicio de una era, un planeta donde la humanidad no es bienvenida. Chernóbil vuela con sus partículas radioactivas alrededor de toda la tierra y sus planes son largos, exceden la vida de varias generaciones. Si algo sigue a un desastre como este, es el orden natural del lenguaje reparando, suturando, provocando nueva vida en traumas que quedan en la memoria del mundo. Eso se hereda, aunque no se sepa absolutamente nada acerca de ello a lo largo de toda una vida, venimos con ese trauma en las tinieblas. Svetlana lo trae a la luz, dejando hablar y contar y reflexionar a quienes estuvieron allí. Quienes hasta entonces continuaban con vida concedieron entrevistas a la ganadora del Nobel, tan controversial en Rusia que dan ganas de leerla por el puro gusto de oír una voz que cuente otro cuento.
En tiempos de aislamiento, donde el afuera es hostil, harían bien en acercarse a este modo de hacer literatura que tiene Svetlana. Una mujer de mirada tan diáfana, que es muy natural que sus libros encierren fatales peligros.
romperle el corazón a los niños
Un día entero me llevó terminar The Act. Miniserie de ocho capítulos que se encuentra en la plataforma Hulu, la misma de El cuento de la criada. Está protagonizada por Joey King y Patricia Arquette y cuenta con la presencia de la vieja y peluda Chloë Sevigny. La serie se inspira en el caso de Gypsy Rose Blanchard y el asesinato de Dee Dee Blanchard, su querida mamá. La sugerencia fue de Javier Van de Couter, que siempre acertó en sus consejos, porque todo gran director es un gran espectador.
Esta vez es la historia de una madre y una hija. El origen de todos los dramas, como bien recuerda Jessica Lange en unas entrevistas en torno al filme Frances. Pienso en madres e hijos, en Sonata Otoñal, en Agosto, en Mamma Roma, en Medea, en Edipo Rey, en Bernarda Alba. Esos dramas que las madres cocodrilo escriben para sus hijos, con más o menos generosidad, con más o menos piedad y creatividad, pero que siempre son dramas con el telón abierto de par en par cayendo como una guillotina. Patricia Arquette es un milagro actoral en esta serie. El dramón tiene por columna vertebral el Síndrome de Münchhausen por poder, es decir, una persona que enferma a otra, envenenándola generalmente, para cuidarla y tener ocupadas las manos. Una perversión espantosa que por lo general pone siempre en peligro a las infancias.
Sugiero también ver Sharp Objects, protagonizada por Amy Adams, que se da unos abrazos con The Act. Esta última es de HBO.
No es casual el perfume a teatro de su nombre, The Act, como no es casual quién propone el primer crimen en esta pequeñísima familia hecha de una madre y una hija enferma, con miles de dolencias. Come a través de una sonda, se mueve en silla de ruedas, está completamente calva, duerme con una máquina de oxígeno pegoteada al hocico y no puede comer nada, nada, nada dulce. Y en este panorama donde la muerte se encuentra escondida tras el telón, la primera que propone un crimen es la moribunda, la deshauciada. La hija que tantas complicaciones y trabajos trae a esa pobre madre abnegada.
Basta con visitar las redes sociales el día de la madre para ver cuán pollerudos y obedientes somos. Es la interrupción perfecta para el relato de las familias, el corte imprevisto a la fatalidad de ser hijos en estas familias que nos hacen. Niños y niñas torturadxs, abusadxs, golpeadxs. Es en la infancia donde el odio se juega su perpetuidad. El acto es siempre fatal: romperle el corazón a los niños.
Luego está la respetabilísima tarea de las actrices y actores de la serie, que están haciendo la diferencia en el temita de la actuación. Se inventan ese mundo ominoso. De algún modo, admirablemente, son capaces de inventarse semejante sordidez y atravesarla, como si hubieran encontrado una herida abierta y allí primero arrojaran el whisky, luego la sal, después el tequila, luego la sal y así.
Por supuesto, habrá gente que desprecie tan aciaga recomendación y quiero decir que se equivocan, que hay gusto en poder contemplar el horror dentro de eso que llamamos amor. Una vez que eso se sabe, a fuerza de verlo, a fuerza de leerlo, a fuerza de escucharlo y de contarlo, el amor se vuelve algo más parecido a un juguete que se toca y que cambia de color, que no puede permanecer jamás en un color determinado.
Es complejo poder recomendar una serie sin contarles una escena aunque sea, pero con esto de los espoilers, todo se ha enrarecido un poco. Creo que a modo de imagen bien puede servir algo que una vez un tuitero me comentó al respecto de The Act: “Quedás sucio como una semana”.
Claudia Rodríguez: activista y resentida
Léase esto con una pausada tonada chilena, de Santiago de Chile más precisamente: “¡El poto gobierna el mundo!”. Esto anda gritando la Claudia Rodríguez desde hace un tiempo como antes ha gritado otras verdades. Yo le digo a la Claudia, la travesti más transparente, porque es la primera vez que me cruzo con alguien que lleva su humanidad por fuera de sí misma, más como un espacio que como una identidad. Quiso la historia que me la cruzara en una charla con Marlene Wayar, transcripta en ese libro donde se produce saber y deseo travesti que es Travesti: una teoría lo suficientemente buena. Allí la Wayar conmueve, aquieta y produce un conocimiento fatal. Así llego la Claudia a mi vida. A través de la Marlene, corazón de oro.
Claudia me invitó a presentar su libro Cuerpos para odiar, en el festival “El deleite de los cuerpos”, en diciembre del 2018. Cuerpos para odiar es editado por la mismísima Claudia, en un acto que ablanda cualquier piedra y que ella llama producción precaria, de autogestión, incluso da permiso y dice que puede ser llamada: una producción del fracaso. Algo que me hace pensar en la Marlene y la Susy Shock en ese ciclo de entrevistas en vivo, del que tuve alguna vez el honor de participar: Cotorras, diálogos sudacas desde el fracaso.
Tarde o temprano, las travestis arribamos a ese conocimiento: habitamos el fracaso de los otros, de los que quisieron vernos fracasar, los que nos condenaron a la ruta trunca, la melodía inacabada, la larga y helada noche de las travestis. Y qué hacen la Claudia, la Marlene y la Susy: del fracaso hacen una posibilidad y es para ellas un gesto muy natural, algo así como poner el pelo detrás de la oreja izquierda y ofrecer a los ojos que nos miran, con fingida inocencia, la piel del ancho hombro.
Dice la Claudia: “Aprendí a hacerme la linda y aferrarme a hombres que nunca se imaginaron la existencia de una travesti como yo”. Lo dice en Viene por mí, su unipersonal feroz, con la vida impaciente de una asaltabancos. Desde que leí esa frase, pensé en lo importante que es que las travestis nos escribamos en la imaginación de las personas que nos rodean. Qué tema vital para la supervivencia de las travestis disputar la escena en la imaginación de las personas. Agamben decía que el primer contacto con un deseo es ver una imagen, la imagen del deseo. La Claudia redobla la apuesta, grita ¡Quiero vale cuatro!, y concluye: “que nunca se imaginaron la existencia de una travesti resentida como yo”. Miren, tengo un par de versos preferidos. De Borges ese pedido: “Nadie rebaje a lágrima o reproche”. De Lorca: “La plaza se puso íntima/ como una pequeña plaza”. Y de la Claudia ese verso sobre la imposibilidad de las personas para imaginar que existimos y estamos resentidas. Que andamos en carne viva.
Así pide ser presentada Claudia, como una activista y una travesti resentida.
También diré que Claudia fue la primera persona en el mundo que me habló de ciencia ficción dentro del feminismo. Una de las cosas más interesantes que leí respecto a un feminismo poético. Algo capaz de configurar mundos posibles, campos de acción posibles y también imposibles. Pensando en la distopía que se ha vuelto Chernóbil, una mañana, Claudia me despertó con un escrito en el Facebook donde contaba cómo estando cerca de una amiga travesti, todas las otras locas tenían wifi gratis en el celular.
Esta recomendación, por supuesto, es para que se acerquen a la producción cultural de todas las travestis. Y, más específicamente, para que se acerquen a la obra de arte inconmensurable que es Claudia Rodríguez, pausa en el tiempo, humildad de naturaleza. Sus libros no se consiguen aquí, puesto que al ser chilena y estar desde hace años en la primera línea, a veces se le complica editar sus libros y fanzines. Pero cuando tenemos la oportunidad de recibirla, siempre podemos hacernos de ejemplares. En YouTube hay entrevistas donde la muchacha trae paz y alegría y prende fuego la mecha a toda una población que ya no quiere más un mundo en este estado.
Si algo nos han enseñado las travestis y estas tres mencionadas en particular, es que los problemas de las trava, no son un problema específico de ese grupo si no asunto de toda la población. Este sentirse parte de todos hace la diferencia entre ustedes y nosotras. Sabemos que será imposible sobrevivir sin un acuerdo de paz, sin que ustedes registren finalmente en su imaginación, que somos únicas, que una travesti que muere por negligencia de un país o por asesinato, es una cosa muy triste. No puede suceder una cosa de tamaña tristeza en el mismo mundo que vio nacer el talento de Anna Magnani o la voz de María Callas.
Dice la Claudia en Cuerpos para odiar: “Por eso escribo, por todas las travestis que no alcanzaron a saber que estaban vivas, por la culpa y la vergüenza de no ser cuerpos para ser amados y murieron jóvenes antes de ser felices. Murieron sin haber escrito ni una carta de amor.”
Vayan por ella, que es como hablar con el origen de todas las mujeres de Latinoamérica.
Claudia Rodríguez.