un aleph en el conurbano | Revista Crisis
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un aleph en el conurbano
Hace un año, Florencio Varela, en el sur de la provincia de Buenos Aires, se conmocionó por la desaparición de dos jóvenes. Los motivos de lo que sucedió todavía permanecen en la zona que habitan los enigmas, pero las ramificaciones se extienden como una gota de tinta en el agua y llegan hasta la raíz de una de las principales disputas del presente.
Ilustraciones: Brenda Greco
15 de Diciembre de 2023
crisis #60

 

A Lucas Escalante y Lautaro Morello les gustaban los autos. Lucas tenía un BMW 135i; Lautaro lavaba coches con hidrolavadora, la música a todo volumen. El 9 de diciembre de 2022 fue un día de euforia colectiva, Argentina había clasificado a la semifinal de la Copa del Mundo. Cristian Centurión, recién egresado de la escuela de policías bonaerenses Juan Vucetich, le ofreció a Lucas unos vales para cargar nafta gratis. En el BMW azul, Lucas y Lautaro fueron a lo de Cristian, donde también estaba su primo, Maximiliano Centurión. Nunca volvieron. Seis días después, Lautaro fue encontrado muerto, arrojado en un descampado, tenía 18 años. Lucas, que en ese momento tenía 26, está desaparecido.

En las comisarías de la Bonaerense la nafta para los patrulleros se compra con tarjetas de débito pagadas por el Estado provincial. Por costumbre, no se usa la tarjeta cada vez que hay que llenar un tanque sino que alguien va a la estación de servicio y compra vales por el monto asignado. Es diciembre de 2022 y Francisco Centurión es comisario mayor de Quilmes. Su hijo, Cristian, accede a esos vales y se los ofrece a sus conocidos; también pone a disposición la ayuda de su padre cuando hay que evitar una demora policial por estar manejando con alcohol en la sangre. La casaquinta, en la zona semirrural de Florencio Varela, donde Cristian y Maximiliano reciben esa noche a Lautaro y Lucas es del comisario. Cuando llegan, algo se desencadena.

 

En el BMW azul, Lucas y Lautaro fueron a lo de Cristian, donde también estaba su primo, Maximiliano Centurión. Nunca volvieron. Seis días después, Lautaro fue encontrado muerto, arrojado en un descampado, tenía 18 años. Lucas, que en ese momento tenía 26, está desaparecido.

“Es macabro”, dice ahora, casi un año después, un investigador judicial que ha visto muchas formas humanas de hacer daño. Usa el adjetivo en sentido literal: lo que se refiere a la fealdad de la muerte. Dar detalles es difícil; tal vez no haya que darlos.

 

Estefanía Morello tuvo tres hijos, vive en Villa Hudson, un barrio popular, de casas bajas, donde los perros le ladran a cada peatón desconocido y el bingo virtual se convirtió en protagonista de la economía de la precariedad. Una cuadra más allá, el rostro de uno de sus hijos es un mural: sobre un fondo azul eléctrico, Lautaro sonríe. Estefanía intenta contar la cronología de esos días, desde el momento en el que se bajó del colectivo que la traía del trabajo y él no estaba esperándola. Pero no puede: las notificaciones iluminan el teléfono, hay una audiencia en el juzgado, familiares y amigos le mandan una foto, son varios, Lautaro se multiplica en sus remeras. Intenta pero la desborda el llanto y otra vez no puede. Hasta que sí.

 

 

Cristian Centurión compra nafta; a las 00:30 del sábado 10 de diciembre de 2022 lo registra la cámara de vigilancia de una estación de servicio cuando le entrega un bidón al playero. Ese mismo día, el BMW de Lucas es encontrado quemado, al costado de la ruta 53, cerca de La Plata. En la misma zona, el jueves 15, una persona que solía pasar por ahí detecta a Lautaro, está calcinado. Durante su relato de aquellos días en los que buscó a su hijo, acampó en la puerta de la fiscalía, aprendió a hablar con los medios, Estefanía Morello dice: “Me lo matan peor que a un animal. Me lo queman. Me lo dejan tirado, hasta recuerdo el olor a descomposición. Te hablo con detalles porque estoy cansadísima”. Varias veces en la conversación, Estefanía repite su desconcierto frente a ese maltrato añadido a la muerte. El 16 de diciembre, Cristian y Maximiliano son detenidos por el homicidio de Lautaro. Ahora, un año después, están cerca del juicio oral.

 

 

“Eso quedó en la nada, ¿no?”, pregunta el remisero, mientras en el asiento de atrás se conversa sobre las novedades del que ahora es un “caso” sobre el que habla todo Florencio Varela. Después de escuchar que un excomisario, su hijo, su sobrino y otro expolicía están detenidos especula: “El otro chico está vivo, ¿no? Dicen que está en Paraguay”. Uno de los pasajeros busca la mirada del conductor del auto en el espejo retrovisor. Responde: “Nos levantamos pensando que no, nos acostamos pensando que sí”.

 

 

Francisco Centurión es el padre de Cristian, el tío de Maximiliano, el dueño de la casa donde Lautaro fue golpeado y estrangulado. En diciembre de 2022, es un integrante de la policía bonaerense que ha hecho carrera: es comisario mayor, un puesto alto en el escalafón policial, fue jefe de Drogas Ilícitas en la zona sur del AMBA, es enlace entre esa fuerza e Interpol. La noche del crimen está en Paraná, vuelve al atardecer del día siguiente, cuando las familias ya hicieron la denuncia en la Comisaría 4 de Bosques, a cargo del comisario Sergio Argañaraz. La investigación queda en manos de la fiscal Mariana Dongiovanni. Unos audios de WhatsApp permiten reconstruir que Lucas y Lautaro fueron para lo de los Centurión. La fiscal, quien debe dilucidar dos desapariciones que tienen como lugar clave la casa de un comisario, no aparta a la Bonaerense de la investigación. El 14 de diciembre, cuatro días después de la denuncia, ordena el primer allanamiento, lo realizan agentes de esa fuerza; el comisario está adentro, partes importantes del predio quedan sin registrar.

En abril de 2023, Argañaraz es detenido por haber obstaculizado la investigación; Luis Zaracho, comisario mayor, jefe de la Delegación Departamental de Investigaciones de Quilmes, también es imputado por encubrimiento. En julio, el excomisario Centurión es privado de la libertad. Un nuevo fiscal, Daniel Ichazo, considera que entorpeció “el accionar de la justicia, alterando evidencias y deshaciéndose de vestigios, desviando la investigación, como así también asegurándose primordialmente que no sea habido Lucas Escalante”. Cuatro meses más tarde, a mediados de noviembre, otros tres policías son detenidos por haber ocultado y alterado pruebas. Es decir, un año después de aquel 9 de diciembre, el poder judicial considera que seis policías bonaerenses, de distintos rangos, estuvieron involucrados. Según la fiscalía y los particulares damnificados, en el espacio-tiempo en el que Lucas fue desaparecido los policías no hicieron lo que debían. Más allá de que los funcionarios policiales sean condenados por encubrimiento, se los absuelva o se descubra su participación en un delito mayor, se abre la pregunta sobre qué responsabilidad política les cabe a las fuerzas de seguridad cuando sus conductas contribuyen a que una desaparición se consolide hasta llegar a ser irresoluble.

 

 

“Esta causa que arranca con un homicidio deja al desnudo las tramas mafiosas del poder”, dice José Luis Calegari, referente de la Red de Defensorías Territoriales en Derechos Humanos, que acompaña a la familia de Lautaro Morello.

 

Zisuela, Senzabello, San Rudecindo: los habitantes de Varela ponen estos nombres así, en fila, cuando quieren decir que la violencia es como una enredadera. Daniel Zisuela fue presidente del Concejo Deliberante, por el Frente Renovador; fue secretario general del gremio de los gastronómicos de la zona y presidente del Club Argentino de Quilmes. Sus cargos le dejaban tiempo libre y lo usaba en organizar un circuito de explotación de mujeres: aprovechándose de la precarización de la vida, y siendo violento cuando le parecía necesario, arrastraba a chicas, algunas de ellas menores, a tener relaciones sexuales con él y con otros. En septiembre de 2021, fue condenado a trece años de prisión. La causa Zisuela II indaga la participación de otras personas: funcionarios municipales (actualmente en ejercicio), integrantes de asociaciones gremiales y el propietario de un boliche. El exconcejal Zisuela y el excomisario Centurión son primos.

A las seis de la mañana del 11 de febrero de 2017, cuatro chicas que tenían entre 15 y 17 años estaban en la esquina de Av. Senzabello y Los Andes. Desde un auto, un varón les disparó veinte veces. Denisse Juárez y Sabrina Barrientos murieron, entre las dos recibieron quince impactos. Némesis Núñez y Magalí Pineda aún conviven con las secuelas de las heridas. Apenas se vislumbró que el crimen podía estar relacionado con la venta de drogas y sus condiciones locales de posibilidad, la investigación naufragó. Las chicas habían estado en el boliche involucrado en el caso Zisuela; la fiscal responsable de la investigación que no dilucidó el crimen es la misma que mandó a agentes de la Bonaerense a allanar la casa de su jefe para buscar a Lucas y Lautaro. 

El 11 de agosto de 2021, dos bandas dedicadas a la venta de drogas se tirotearon en el barrio San Rudecindo. Hubo tres muertos, entre ellos Milagros Saavedra, una chica de 18 años que no era parte del conflicto y recibió un disparo en la espalda. Sergio Berni, ministro de Seguridad de la provincia, intervino la Comisaría 4 de Bosques y puso al frente al comisario Argañaraz, quien, dos años y medio después, está imputado por participar en el encubrimiento del asesinato de Lautaro y la desaparición de Lucas.

 

 

Los murales que retratan a los muertos están por todo el Conurbano; rescatan un gesto del cuerpo que está ausente, un segundo, sobre una pared que es parte de la vida diaria de una comunidad. Mauricio Pepey pinta retratos realistas y gigantes, fue parte del equipo de artistas que hizo el mural de Maradona en el barrio porteño de Constitución. Con su proyecto Mural Cheto Mal ayuda a homenajear “a amigos que ya no están con nosotros”. En febrero de 2022, pintó a Lautaro Morello. Ahora comparte sus propias estadísticas: “La mayoría de las veces son gente muerta por asesinato por otra banda o cosas por el estilo. También accidentes, demasiados. Casi en el 40% el problema es la moto, el otro 40% es gente que la mataron para robarle cuando iba a trabajar. El otro 20% muere en enfrentamientos con bandas enemigas. Después hay casos más aislados como el de Lautaro, que según entiendo fue por un ajuste de cuentas con otra persona, él quedó en el medio y no tenía nada que ver. Una lástima”. 

 

 

Los homicidios en la provincia de Buenos Aires disminuyen año tras año. En 2018, 982 personas fueron asesinadas. En 2022, 750; lo que significó un descenso del 9,6% respecto de 2021. Así, la tasa quedó en 4,27 homicidios cada 100 mil habitantes, mientras en Santa Fe llegó a 11,3. Pero, al mismo tiempo que bajó la cantidad total de homicidios, los cometidos en “contexto de comercialización de estupefacientes” subieron un 59,3% de un año a otro. Mantener las muertes relacionadas con el narco en un nivel tolerable desvela a algunos funcionarios del Ministerio de Seguridad provincial. Si “Buenos Aires no es Rosario —dicen—, es porque acá hay una institucionalidad que interviene”. Un mercado ilegalizado; una de las demandas de drogas más altas de América del Sur; una rentabilidad del comercio de drogas muy superior a cualquier trabajo que se consigue en los barrios populares (“el que vive bien es el que vende”); una dependencia de la que es muy difícil salir (“la mayoría de los vendedores son adictos”). En este estado de las cosas, la política apunta a bajar la cantidad de muertos, reducir la ostentación de la venta, llevarla a la periferia de la periferia. A veces lo logra, a veces no. Pero algo no cambia hace años: la policía bonaerense no resiste la tentación de ser parte del negocio.

 

Hugo Alvarez dice: “Hay una ingeniería social por la cual el tipo ya por ser trabajador policial va a ser mirado como culpable”.

 

¿Cuántas versiones es necesario escuchar para entender realmente lo que ha pasado?, escribe Eugenia Almeida en su libro Inundación.

 

“Esta causa que arranca con un homicidio deja al desnudo las tramas mafiosas del poder”, dice José Luis Calegari, referente de la Red de Organizaciones Comunitarias Monseñor Enrique Angelelli, que acompaña a la familia de Lautaro Morello. Mientras la investigación sobre lo sucedido en diciembre de 2022 entra en etapa de definiciones, otra causa le pone nombres a lo que todos saben. Es 3 de noviembre de 2023 y seis policías de Florencio Varela, incluido un comisario, son detenidos; trabajaban en la Delegación Narcotráfico, cobraban para proteger a una de las bandas. El narco no es el único río de dinero ilegal que atraviesa Varela: el negocio inmobiliario, especulativo y tramposo; la falsificación y el contrabando de cigarrillos; la explotación sexual; la adulteración de vehículos que se usan para delinquir. Las modalidades de extracción de renta se multiplican, un dinero que circula pero que se acumula en las élites locales. Las instituciones estatales juegan al gran bonete: los funcionarios ejecutivos dirán que jueces y fiscales protegen a las mafias; los judiciales dirán que la policía es como una lagartija, se le puede amputar una parte pero siempre vuelve a crecer. ¿El asesinato de Lautaro y la desaparición de Lucas están motivados por alguna de estas formas del crimen organizado? ¿Vieron algo que no debían? ¿Fueron usados para una represalia? ¿La desaparición de Lucas es un mensaje? Esas preguntas solo se responden precedidas de una indicación: “Esto no lo pongas”. 

 

 

Dos varones calcinados aparecieron en Guernica el 11 de diciembre de 2022, en el baúl de una camioneta Citroën también incendiada, mientras Lautaro y Lucas estaban desaparecidos. A Estefanía le dijeron que habían encontrado a su hijo, antes de hacer cualquier pericia. Luego le dijeron que no, que había sido un error, porque así son las cosas para las madres que esperan. Eran Silvio Vitullo y Diego Segura, ausentes desde el día anterior; ambos trabajaban en un taller mecánico. Un año después, se murmura que podría haber una conexión entre los dos episodios violentos de ese fin de semana: dicen que las coincidencias son “demasiadas”, dicen que los rastros conducen hacia negocios ilegales con distintas sustancias.

 

 

“Las zonas periféricas se van volviendo lugares donde sí se tolera una violencia extrema que no se tolera en las zonas céntricas”, dice Manuel Tufró, director del equipo de Justicia y Seguridad del CELS, quien sigue de cerca lo que sucede en Varela. “El narcomenudeo se expandió muchísimo en estos últimos diez años y mucho más después de la pandemia. También cambiaron las estrategias de venta: está más atomizada, son muchos vendedores pequeños diseminados, con lo cual también se incorpora cada vez más gente a esa dinámica económica y sobre todo pibes y pibas. La violencia que baja en términos absolutos pareciera que se concentra cada vez más en esas periferias, que son las que se forman a partir de los asentamientos, las tomas, y en los pibes y pibas más jóvenes. Lo que no queda muy claro, porque obviamente es muy opaco, es cuáles son los vasos comunicantes o cómo está ligado ese nivel de negocios ilegales más vinculado a las élites locales con la parte más territorializada, como podría ser el narcomenudeo”. 

 

 

“Cizaña judicial, por algún vuelto político o porque hay que encubrir a alguien más groso”, dice Lorena Ontiveros, abogada de Francisco Centurión. Según Ontiveros, el fiscal “se destaca por meter presos a policías con causas armadas” y los jueces “hacen lo que dicen las familias”. Sostener la inocencia de su representado es el rol de cualquier defensa, pero hay muchas estrategias disponibles.

Inocente Colectivo, organización creada por parientes de integrantes de las fuerzas de seguridad, presentó un amicus en la causa sosteniendo que Centurión está sometido a un “encarcelamiento cruel, severo e irregular”. Su presidente, Hugo Álvarez, dice: “Hay una ingeniería social por la cual el tipo ya por ser trabajador policial va a ser mirado como culpable. […] Que hayas visto policías o hayas visto gente de fuerzas de seguridad que hayan cometido excesos —y nosotros tenemos una historia muy, muy marcada en eso— no quiere decir que todos los trabajadores policiales sean responsables. […] Ahora ya queremos aplicar un derecho penal de autor: te voy a meter en un proceso porque sos policía. […] Es lo que hacían en la Alemania de entreguerras con las minorías, con los gitanos, con los judíos; era un derecho penal de autor, eras responsable de un delito por pertenecer a una minoría y eso está marcadamente pasando”.

La producción de datos sobre el juzgamiento de la violencia estatal es un déficit que ahora se hace notar, pero la información recolectable da unos primeros elementos para contrastar. En 2021, el CELS analizó 32 expedientes por muertes causadas por policías entre 2010 y 2018. El 45% de los investigados había sido sobreseído; el 18% absuelto, y el 9% había recibido una falta de mérito. Es decir, el 72% no había sido sancionado. Entre los absueltos, tres de cada cinco lo fueron con el argumento de la legítima defensa, es decir que el tribunal consideró que el policía había matado pero no merecía un castigo. En la provincia de Buenos Aires, según el Ministerio Público de la Defensa, en 2021 se denunciaron 2962 hechos de violencia institucional que involucraron a policías y agentes del servicio penitenciario. Para enero de 2023, el 48% de esas denuncias habían sido desestimadas o archivadas; es decir, casi la mitad de las investigaciones se detuvieron mucho antes de que un funcionario fuera imputado.

Tal vez no es en los datos donde hay que buscar los cimientos de esta estrategia de defensa policial, sino en un proyecto histórico que ha definido cuál es la disputa que quiere dar. En vez de sostener la inocencia de cada policía imputado en particular, se intenta invertir la victimización: no se trata ya de muertos que merecen verdad y justicia, sino de presentar como débiles a instituciones que tienen el poder de matar y cuya relación con la extracción de renta a través de la criminalidad es evidente. El mismo pase de magia incluye la vuelta de la teoría de los excesos. En el último trayecto de la campaña electoral, la ahora vicepresidenta Victoria Villarruel afirmó que existe “una industria del juicio” alrededor de los crímenes estatales durante la dictadura. En los últimos años, este conjunto de argumentos comenzó a colarse en el sentido común sobre los años setenta, sin encontrar mayores obstáculos. Todo indica que ha llegado la hora de extenderlo a la violencia estatal del presente.

 

 

Un altar conmemora el cumpleaños de Lucas Escalante: su colección de autitos, un encendedor, flores. Sus familiares soplan juntos la vela sobre la torta, que él no está presente para apagar. Unos días después, Romina, su hermana mayor, dice: “Ahora estamos mucho peor que antes, tomando conciencia de que no lo vamos a ver nunca más y que ni siquiera vamos a tener el cuerpo. La incertidumbre es lo peor del mundo, no dejo de pensar ni un minuto por qué mi hermano fue ahí, qué pasó”. Es seguro que tres personas vieron a Lucas la noche del 9 de diciembre de 2022: una fue asesinada; las otras dos usan su derecho a no declarar. ¿Qué hizo exactamente Francisco Centurión cuando llegó a la quinta y por qué? Su abogada, Ontiveros, propala que Lucas fue sacado del país por su padre, Hilario Escalante. Otros actores de la causa también aprovechan el off para colocarlo en una zona de sospecha, como posible destinatario de un mensaje, o de una represalia. “Nosotros estamos tranquilos y abiertos a la investigación —dice Romina—, hay una realidad: fueron a esa quinta y de ahí desaparecieron, los que tienen que dar explicaciones son ellos”. En Argentina la criminalidad organizada no porta un historial de desapariciones masivas, a diferencia de lo que sucede en otros países de América Latina. Damián Stefanini y Hugo Díaz, ambos con actividades relacionadas con negocios financieros, lindantes con el lavado de dinero. Valentín Reales y Facundo Rivera Alegre, pibes cuyas ausencias nunca fueron dilucidadas pero se asocian a las disputas territoriales que involucran al narcomenudeo y las policías. Ninguno de los actores de la investigación judicial, tampoco los que intentan trasladar una parte de la responsabilidad a la familia Escalante, pudo poner fin a la incertidumbre ni, por lo tanto, explicar si la ausencia de Lucas es consecuencia de la mala investigación, del intento de los policías involucrados de encubrir otros delitos que podrían salir a la luz o de que alguien decidió desaparecerlo para sembrar terror.

 

“Las zonas periféricas se van volviendo lugares donde sí se tolera una violencia extrema que no se tolera en las zonas céntricas”, dice Manuel Tufró, director del equipo de Justicia y Seguridad del CELS.

 

“La corrupción de Florencio Varela empieza en el caso Penjerek”, dice Mirian Aguilar, militante barrial, abuela de Lautaro Morello. La de Norma Penjerek es una de esas biografías que un crimen coloca en el centro de la escena. Tenía 16 años cuando desapareció, el 29 de mayo de 1962. El 15 de julio fue encontrada muerta, golpeada, asfixiada y apuñalada en un campo. La investigación rondó la trata, a la que por entonces se le decía “de blancas”, y a los altos círculos sociales de Varela. Nunca se esclareció quién la mató. Su rastro se difumina a medida que pasan las generaciones pero vuelve, ahora, como un recordatorio de que si se las abandona a su suerte algunas muertes pueden no obtener justicia, ni memoria.

El cruento asesinato de Lautaro; la ausencia persistente de Lucas; el silencio de los acusados; seis integrantes de la policía más grande del país involucrados; un primer accionar judicial condescendiente con el poder local y despectivo con los familiares. Todas estas circunstancias no hicieron que la desaparición de Escalante y el crimen de Morello dieran lugar a una demanda social extendida, que desborde sus círculos más cercanos. Sin embargo, sí fueron detectadas por esos actores emergentes que están decididos a defender el prestigio de los brazos armados del Estado y su continuidad como garantes de los mecanismos más crueles de extracción de renta. Es ahí, en ese lugar, en las periferias, donde está el centro de la disputa

 

 

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