El problema en el CONICET se produce por la decisión política de no incorporar a la carrera de investigador a aproximadamente quinientos becarios de distintas disciplinas que habían sido seleccionados y evaluados por las comisiones pertinentes. El argumento esgrimido fue la insuficiencia de partidas presupuestarias. Resulta obvio, al fin, que más allá de promesas de campaña y planes construidos por el actual ministro de ciencia y técnica, la voluntad de achicamiento del sector de ciencia y tecnología es manifiesta.
Claro que cuando se observa lo que significa ese monto en el conjunto de los gastos públicos, y más si se lo relaciona con las reducciones de impuestos y eximiciones a algunos poderosos sectores del mundo económico privado, la cantidad se torna casi irrelevante. Se dirá, seguramente con justeza, que los gobiernos herederos de la revolución neoconservadora se proponen recortar la mayoría de las instituciones públicas. Alguien recordará incluso la recomendación del Banco Mundial en 1993 sugiriendo las ventajas que traería la privatización del CONICET, algo así como cinco mil posiciones suprimidas del gasto público. Pero los modelos no necesariamente pueden realizarse porque hay un fluir complejo del mundo social y la acción de distintos sectores, de acuerdo a las circunstancias, a veces limita, o bien directamente impide, la realización de algunos aspectos de ese proyecto ideal por más fuerza cultural que este posea.
Es sabido que la visión económica de ciertos sujetos que hoy poseen poder político, como los grandes contratistas del estado, especuladores financieros y el mundo de corporaciones multinacionales, es bastante coincidente con ese modelo ideal. Solo que, en este caso, la alianza gobernante no tiene la libertad de movimientos de Martinez de Hoz, pues depende de los resultados electorales. No le ha ido mal, pero esa variable no facilita el recorrido por una línea recta, y produce idas y vueltas. El objetivo, así y todo, es la reducción de gasto fiscal.
Más allá de que los implementadores locales de este clima predominante sean solo portadores pragmáticos del sentido común de la cultura del capital financiero, vale la pena destacar la empatía de estas iniciativas con un gran objetivo de la revolución neoconservadora. Así como las instituciones del viejo orden, los sindicatos y partidos por ejemplo, fueron debilitadas progresivamente en tanto se las consideraba limitantes de la libertad individual, y como instancias potenciales de construcción de opinión colectiva, así también la autonomía del campo cultural y científico se convierte para esta mirada en un obstáculo significativo. Y es así porque, si bien sus agentes están habilitados para resolver problemas planteados por el mercado, o suelen tornarse una burocracia académica adaptada al orden, también pueden, conservando una relativa autonomía —y en el marco de conmociones sociales no extrañas a la sociedad argentina—, reafirmar su papel de productores privilegiados de visiones del mundo, y en tanto tal, de potencial actor político. Incluso podría subrayarse: de actor político relevante.
Contra un actor político cultural
Es entonces que esta legítima lucha sindical y política contiene, en un contexto donde la reducción de investigadores podría provocar una mayor subordinación al poder político y económico, ciertos elementos político trascendentes. La relativa autonomía del campo científico y cultural es una conquista de la modernidad que se expresa míticamente en el caso Dreyfus, y con gran relevancia en épocas recientes a partir de la conformación de verdaderas contra-élites en toda América Latina durante la década del sesenta. Esa relativa autonomía frente a los poderes económicos, políticos y religiosos, habilita en términos potenciales a que el mundo científico no sólo sea un espacio de resolución de problemas planteados por el poder, sino que pueda ser un lugar que construye preguntas sobre muchas cuestiones, entre otras sobre la relación entre el saber y los poderes establecidos. Si esto aconteciera, entonces, aquel conjunto de individuos dispersos que habitualmente ofrecen sus investigaciones para solucionar problemas a diversos agentes del mercado, podría constituirse en un actor político y cultural capaz de dialogar mano a mano y producir visiones del mundo que puedan resultar, quizás, disruptivas respecto del estado de cosas imperante. Al fin y al cabo eso es el conocimiento, la disputa con la doxa, que también puede tener la forma de conocimiento legítimo.
Es contra la potencialidad política de esa autonomía que despliega sus múltiples armas el orden neoconservador. Y, efectivamente, en nuestra historia reciente lo hizo arrolladoramente en los noventa, dejando huellas vitales en el presente. El actor central de los grandes cambios informado por ese orden en el mundo científico y educativo en Latinoamérica fue un organismo financiero como el Banco Mundial, que se valió de instituciones educativas y científicas, pero como agentes subordinados que respondieron técnicamente a las grandes preguntas ya elaboradas. Y así, con una extraordinaria fuerza política aportada por el triunfo en la Guerra Fría, se implementaron legislaciones en materia educativa y científica compatibles con esas miradas políticas. Fragmentación de los sistemas educativos primario y medio, desvalorización y achicamiento de las carreras universitarias de grado, y, en el caso argentino —identificado con la gratuidad—, el arancelamiento de los posgrados en muchas universidades públicas.
Efectos de la desarticulación en el capitalismo de amigos
Nuestro sistema científico académico, es verdad, resulta compatible con el modelo internacional de competitividad individualista, que estimula el carrerismo y restringe los debates sobre el papel del académico y el científico en la vida pública. Es allí donde están los límites que para que este conglomerado de individuos con capacidades reflexivas pueda convertirse en un actor político. Sin embargo, en la vida social no siempre dos más dos son cuatro. Y menos en la combinación de espíritu igualitario e institucionalidad débil que prima en la sociedad argentina, donde se mueven amplias franjas de clases medias con educación universitaria y escaso capital económico. Es entonces, en ese contexto, donde la potencialidad política de esa relativa autonomía se convierte en un verdadero problema para el orden neoconservador pragmático, un problema mucho más relevante que la ínfima cantidad de presupuesto que posibilita la incorporación de quinientos nuevos investigadores. En los países desarrollados la autonomía se combate con cooptación, vía mercados y agencias estatales fuertes, y formas de organización individualizantes y despolitizadoras; pero en nuestros medio, organizado centralmente en torno a los agronegocios, la minería y la especulación financiera, donde apenas se precisa un mínimo de subordinación de la ciencia y la técnica locales, la cantidad y la heterogeneidad ya se convierten en un problema político.
Los agentes de las nuevas generaciones del campo científico y académico han producido un hecho significativo. Por supuesto, al luchar por sus derechos en tanto trabajadores, pero sobre todo, porque han despertado vitales fantasmas que pueden posibilitar la construcción de un espacio privilegiado de producción de opinión colectiva. Espacio posible, con capacidad no solo para contestar preguntas planteadas por el poder económico, sino para formular problemas, para discutir y generar concretamente diversos posicionamientos sobre qué hacer con la ciencia y la cultura, y, por supuesto, para pensar mejores formas de organización de la entera sociedad argentina.