paz, pan y trabajo superprecario | Revista Crisis
manifiesto / la doctrina social del macrismo 
paz, pan y trabajo superprecario
Fotografía: Juan Traversa
29 de Noviembre de 2017
crisis #31

L a transición del kirchnerismo al nuevo orden macrista se ha cumplimentado antes de lo previsto. Y con más contundencia de lo esperado.

Salvando las enormes diferencias, 2017 significó para Cambiemos lo que 2005 había permitido al Frente Para la Victoria: el pasaje de una situación de fragilidad en el ejercicio del gobierno, al pleno comando del poder público. El punto de quiebre se juega siempre en la estratégica provincia de Buenos Aires y se dirime entre mujeres. En aquel entonces un famélico Néstor Kirchner se sirvió de la primera dama para derrotar a Hilda “Chiche” Duhalde, y emanciparse así de su temible elector: el barón del conurbano. Ahora el presidente Macri jugó a María Eugenia Vidal para doblegar a la imbatible Cristina. Y se sacó un pleno.

La primera víctima del impactante primado amarillo es el gradualismo. El lanzamiento de la tantas veces desestimada ley de reforma laboral, junto a las modificaciones en materia previsional, así lo indican. Los pilares estratégicos del programa oficialista comienzan a instrumentarse sin máscaras. Es el momento de acelerar, calculan, aun si no se sabe del todo hacia dónde se marcha.

El razonamiento del PRO es sencillo: existe un objetivo y una esperanza. 

El propósito consiste en desmontar las bases de sustentación del país peronista, para dar lugar a una sociedad salarial más flexible y sumisa, de emprendedores precarios y trabajadores superexplotados. Hay algo que todas y todos tendremos en común, sea cual fuere nuestra extracción de clase y procedencia geográfica: la condición de personas endeudadas. El éxito de semejante transformación social depende de la potencia reformadora que demuestre la tropa cambiemita. Y de la colaboración de vastos sectores del justicialismo, siempre tan leales. 

La segunda parte de la película sigue siendo soplar y prender velitas: la eterna espera de una lluvia de inversiones que nunca volverá. Luego, cuando la fe ya no alcance para inflar los velámenes de un barco que flota sobre la espuma del endeudamiento, llegará la hora del inexorable ajuste. Y, como decía un economista, “en el largo plazo estaremos todos puestos”.

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El de Santiago Maldonado no es un episodio más en la larga estela de vejámenes emanados de las fuerzas de seguridad del estado. Hay un antes y un después del hecho que mantuvo en vilo a la sociedad argentina. La principal víctima de este crac simbólico fue la mismísima opinión pública, que en paz descanse. La opereta, el amarillismo, la suposición, impidieron la elaboración social de una imagen de justicia.

La actuación del Gobierno Nacional es una muestra cristalina del cinismo que caracteriza al poder político. Salta a la vista el compromiso de la administración Macri con los dueños de la tierra en la Patagonia, conflicto social que causó (por ahora) dos nuevas muertes. Y su intento por traducir la lucha mapuche al lenguaje imperial del terrorismo. Este modo de entender la conflictividad excita al fascismo que anida en la sociedad y chorrea como la mierda por las cloacas mediáticas.

El caso Maldonado es un cimbronazo de la estructura de sentido en la que estamos inmersos, que a falta de mejor nombre denominamos “posverdad”. Vivimos subsumidos en una máquina semiótica de producción de certezas, donde la verdad pasa a ser secundaria e incluso sospechosa. El sórdido vínculo entre los servicios de inteligencia y los medios de comunicación, la permanente utilización de las redes sociales para todo tipo de operaciones berretas, las impresionantes cadenas de odio colectivo que circulan, pervierten la experiencia misma del dolor.

No es casual que la política estelar del republicanismo posmoderno, Elisa Carrió, casi dos décadas mandando fruta para deleite del electorado, haya tenido que pedir perdón por la canallada de esquilmar a la víctima. Aún así, versiones confiables afirman que en los cinco días que pasaron entre la aparición del cuerpo de Santiago y las elecciones nacionales del 22 de octubre último, la candidata del oficialismo en la Capital Federal perdió a razón de un punto porcentual por jornada, a pesar de que lograron callarle la boca. Los estrategas de marketing del gobierno mantienen bajo siete llaves esta saludable noticia, un indicador de que “no todo pasa”.

Los Organismos de Derechos Humanos, y quienes participamos en las luchas antirepresivas, tampoco saldremos indemnes de lo sucedido. Durante los 78 días que Santiago permaneció desaparecido se activaron resortes sensibles que aludían al peor de los escenarios. La aparición del cuerpo y los indicios revelados por la autopsia ponen en entredicho las hipótesis construidas en un contexto de encubrimiento por parte del Gobierno Nacional y de inoperancia de la Justicia. 

Alguien dijo hace mucho tiempo que la verdad es siempre revolucionaria: ¿tendrá vigencia este apotegma? La pregunta no es retórica. Desde el punto de vista político quizás convenga mantener en pie nuestras certezas, si consiguen hacer mella en los consensos generados desde el poder. Pero hay algo más importante que la política: la ética. El acontecimiento Maldonado, seguido  por el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel, nos introduce en un escenario completamente nuevo. Es obvio que no estamos ni por cerca ante una dictadura. Pero todo parece indicar que la democracia cada vez se parece más a una pesadilla.

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