Los trabajos basura, el crecimiento económico, regalar plata y sus amantes | Revista Crisis
utopía para realistas / rutger bregman / ocio para todos
Los trabajos basura, el crecimiento económico, regalar plata y sus amantes
Ilustraciones: Lautaro Fiszman
15 de Marzo de 2018
crisis #31

El autor

 Rutger Bregman nació en la periferia holandesa en 1988, lo que significa que aún no cumplió los treinta años. Si bien en la solapa de Utopía para realistas dice que “es uno de los pensadores europeos más destacados”, su libro parece escrito por un periodista que establece una relación vital con un oficio vetusto. Esto significa que Bregman es un investigador y un activista que, en lugar de prescindir de la ideología, profundiza las discusiones espinosas para un público lo más amplio posible, sin depender de los casi siempre corruptos y tristes partidos políticos, ni de empresas mediáticas que lucran con millonaria pauta pública a cambio de protección a funcionarios, o con magra pauta privada gracias a acuerdos espurios con corporaciones, y mucho menos del sistema financiero internacional, contra el que Bregman argumenta en su opus. Sin la frivolidad de Vice ni la solemnidad de Hugo Alconada Mon, el modelo de periodista que propone Bregman merece atención ya que combina rigurosidad con autonomía, modernidad con profundidad. De hecho, en la página final del libro puede leerse una nota sobre el periódico The Correspondent, donde Bregman fue publicando su obra, que se solventa con “la contribución anual de sesenta euros de sus más de 50 mil socios”. Además, Bregman colaboró en muchos otros diarios prestigiosos, siempre con la misma idea, aunque adecuando y modificando sus perspectivas y preguntas sobre el eje fundamental de su libro: ¿Porqué todavía no existe en el planeta Tierra la renta básica universal que termine de una vez con la pobreza, qué intentos hubo para implementarla y qué cambios socioculturales traería  aparejada una medida de ese calibre?

 

El gancho

Toda la propuesta de Utopía para realistas es especialmente recomendable para peronistas decepcionados, neoliberales con derechos humanos y sin demasiados intereses en la bolsa, izquierdistas llorosos que no entienden por qué en el peor momento de la derecha su caudal de votos se mantiene impertérrito con tendencia a la baja, anarquistas de barbería, progresistas aturdidos, keynesianos momificados y poco amigos de la autocrítica, intelectuales socialdemócratas con asiento en Barcelona... e incluso para expresidentes con malas campañas electorales. La cuestión de la renta universal irrestricta basada en un impuesto progresivo a la acaparación extraordinaria de riquezas y a la especulación financiera no tiene nada que ver con las políticas sociales asistencialistas ni con el socialismo lloroso de aspirantes a burócratas estatales, y Bregman la presenta de una forma franca y desprejuiciada, aclarando de entrada que no se propone trascender al capitalismo sino romper el vínculo entre vida y relación salarial que cada vez resulta más artificioso: “si hay algo que une a los comunistas de antaño con los capitalistas del presente es su obsesión patológica con el trabajo remunerado”.

Algún alucinado podría decir que el peronismo del siglo XXI está entre nosotros; otros dirán que Bregman no es otra cosa que un muñeco funcional a archimegamillonarios como Mark Zuckerberg o Elon Musk, que también se han pronunciado a favor de la renta básica irrestricta; pero lo cierto es que la radicalidad de la idea, junto a su poder transversal y revulsivo, hacen que se trate de un libro que merece ser leído y de un tema que debería ocupar el centro de la escena en cualquier agenda de discusión política que se precie.

El libro de Bregman reconoce que pensar en una sociedad utópica en gran medida semejante a la de ciertas profecías marxianas puede parecer una veleidad europea y en especial holandesa -se sabe que el país de la carismática Máxima es el primer mundo dentro del primer mundo. Y esa será la primera objeción a una propuesta de esta naturaleza. Pero lo cierto es que, tras un inicio algo flojo donde hace un repaso rasante sobre diferentes utopías sociales en el pensamiento clásico, la acumulación de casos con experimentos de renta universal entendida mal y pronto como “regalar dinero a los pobres” empiezan a generar la sensación de que quizás se esté ante una idea realmente revolucionaria, casi implementada por Richard Nixon en la década del sesenta y luego abortada por el ala conservadora del Partido Republicano, y defendida también por totems del neoliberalismo como Milton Friedman, sueño húmedo del presidente del Banco Central argentino, Federico Sturzenegger.

Con un lenguaje ameno y entretenido, con ritmo de bestseller, simpático como su tocaya Myriam, Bregman presenta una casuística de intentos de establecer la renta básica universal al tiempo que, convencido de sus aspiraciones, demuele las objeciones del conservadurismo -tanto de derecha como de izquierda- ante la medida: no, el dinero por lo general no se va por la canaleta del juego ni de la droga, la gente se vuelve más “productiva” y “emprende” más si tiene el respaldo de una renta básica, y los indicadores de calidad de vida aumentan.

 

Las hipótesis

La hipótesis central es que el hombre vive mejor hoy que hace quinientos años, que el capitalismo trajo avances invalorables e impensables en el marco de otro sistema de acumulación, pero que el problema es que la riqueza está mal distribuida. Y no solo esto: con la robotización, el refinamiento del deep learning y la informatización de cada vez mayores áreas de la existencia, el proceso de concentración y expulsión de población sobrante es irreversible y acelerado. Por eso, los problemas que la humanidad enfrenta hoy no son problemas económicos sino políticos: no se trata de operar con la escasez, sino de intervenir en el régimen de circulación de las ganancias y de acaparación de las oportunidades, en un contexto donde el uno por ciento más rico de la población posee más del cincuenta por ciento de la riqueza mundial, y donde existe ya una nueva aristocracia del lujo, peor aún que aquella constituida por las relaciones de linaje en el mundo antiguo.

De esa hipótesis central, que encuentra resistencias tanto en el pensamiento nostálgico de la izquierda benjaminiana como en el pensamiento economicista, interesado, filobanquero y retrógrado de la derecha “moderna”, se desprende que el desarrollo de las fuerzas productivas ha llegado a un punto tal en el cual es posible taxar a aquellos que ganan desproporcionadamente y repartir dinero a toda la humanidad. De hecho en los Estados Unidos, según Bregman, bastaría con reducir el gasto militar a un cuarto para terminar con la pobreza. Otra hipótesis subsidiaria, bastante escuchada, es que el PBI y su crecimiento son indicadores bastante pobres para medir el desarrollo de las sociedades, y que, entre otras cosas, debe trabajarse también con los niveles de desigualdad, más que nada en un mundo donde el ascenso social se vuelve cada vez más difícil. Y que las ideas de eficiencia y productividad, naturales para los economistas y esenciales para las máquinas, no siempre son lo mejor para evaluar el desempeño humano.

De manera virtuosa y como un chef que sabe lo que hace, Bregman va sazonando con pizcas de datos e interrogantes el bombardeo mediático y académico cotidiano de sentido común economicista. Para ello se sirve de diversos estudios y de cifras que por ejemplo comparan el beneficio social del trabajo de un basurero y el de un publicista, y sus remuneraciones. En una de sus acaso pocas intuiciones correctas, Keynes había vaticinado que en 2030 los economistas debían cumplir un papel “similar al de los dentistas”: menor, invisible y altamente técnico, orientado a prevenir el dolor antes que a legitimar un orden que hace agua por los cuatro costados: el crecimiento de la productividad solo trajo menos empleo y un descenso de los ingresos medios. 

El corolario de estas hipótesis es doble. Por un lado, Bregman apunta indicios para pensar otra vez la dimensión simbólica del trabajo y su anverso, el tiempo libre, y la relación de ambos con el hilo de oro que los une, que no es otro que el consumo. En este sentido, la irracionalidad de los trabajos basura totalmente absurdos y destinados a reproducir desigualdad -como los de banquero, agente de bolsa, lobbysta, CEO-, la cantidad de horas que se trabaja en la actualidad y cómo el sobretrabajo ha adquirido prestigio social cuando en realidad siempre había sido un síntoma de infelicidad, y la incongruencia de las bajas remuneraciones de los empleos que realmente cuentan -desde la investigación científica hasta las labores de cuidado- es uno de los ejes de la argumentación de Utopía para realistas, cuya razón de ser última es un llamado a una verdadera transformación de los valores en base a medidas concretas y sensatas.

 

El pifie

De a momentos, pareciera que el libro se regodea en sus ejemplos, parciales y no siempre felices, porque intenta evitar deliberadamente la propuesta de un programa más concreto, técnico y político para avanzar por la renta universal. En lugar de ir desde el poder de la utopía hacia la construcción de herramientas para la lucha cotidiana, Bregman pega una voltereta simbólica en la cual exige la apertura total de las fronteras a los trabajadores del mundo y argumenta en pos del valor de las ideas (es cierto que al neoliberalismo, un club de locos que se propuso tomar el poder a través de las ideas, el método le funcionó y hoy sus cuadros gobiernan al país y su doctrina es la religión de las empresas). Si alguien quiere discusiones más técnicas sobre la posibilidad de la Renta Básica Universal son interesantes algunos de los planteos de Eduardo Levy Yeyati en su libro Porvenir. Caminos al desarrollo argentino. Yeyati, que no es exactamente un muchacho de izquierdas, argumenta que con una buena performance tributaria la idea de que la disminución de la tasa de ganancia de los grandes acaparadores disminuye el “crecimiento” es simplemente falsa. Pero suma otro interrogante ausente en los estudios citados por Bregman: qué piensa la economía sobre la imposibilidad manifiesta del sistema -más allá del ciego mecanismo de control social sin lugar a dudas configurado por el estado y las empresas, y lubricado por su ideología común- para reducir la jornada laboral. Yeyati divide las explicaciones de la propensión humana a la superexplotación en dos ramas: una economicista (se trabaja más porque no se puede tolerar la idea de dejar de ganar dinero, “el costo de oportunidad del ocio” , o porque sube el costo de vida) y otra “psicosociológica” (se trabaja más por un rasgo “esencialmente humano”, para combatir la angustia y el aburrimiento, se trabaja porque no se puede dejar de consumir o se trabaja porque no se puede ser menos que el resto). Y claramente, si bien matiza, opta por el segundo tipo de explicación, opción extraña para un economista. Es así que pone el foco en el fundamental problema que Bregman no termina de plantear: el problema del ocio, el de la jornada laboral ideal, el lugar de consumo de servicios caros en sociedades medianamente equitativas, y el enorme desafío emocional y cultural que implica diseñar, debatir y experimentar con formas de vida no estructuradas alrededor del salario ni de la acumulación dineraria. ¿Qué lugar ocuparía la creatividad, lo lúdico y la competencia en estos esquemas? ¿Qué pasaría con la violencia, con las drogas? ¿Nos acercaríamos al psicotrópico mundo feliz de Aldous Huxley, a los condominios sádicos y cerrados de Ballard, a la tecnoesquizofrenia de Burroughs, o al fin de la necesidad, el equilibrio inmanentista y el amor acósmico prometidos por las doctrinas marxista, orientalista o cristiana?

 

El veredicto

El de Rutger Bregman es un gran libro, uno de los pocos que viene a oxigenar el debate en tiempos de una derechización aterradora de la sociedad, y de enfermedad terminal del imaginario progresista. La idea de separar lo rico y desafiante que posee el trabajo de lo abyecto y anacrónico que porta la relación salarial, en base a una fuerte intervención estatal que sin embargo no cristalice en burocracia, tiene la debilidad de querer la chancha y los veinte, pero al mismo tiempo se muestra urgente y cercana. Porque nunca fue más cierto aquello de que “sin utopía, quedamos en manos de la tecnocracia” ya que “cuanto más rica sea nuestra sociedad, menos eficaz será el mercado laboral en la distribución de la riqueza”.

 

Rutger Bregman

Utopía para realistas

Salamandra

Bercelona 2017

300 páginas

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