“En este tema como en otros nosotros somos distintos a ellos”, dijo Macri en el bloque de seguridad. Y luego, en el de infraestructura, en relación a la corrupción en la obra pública: “Así son ellos, no van a cambiar”.
“Gracias a Dios no nos parecemos en nada, presidente Macri”, respondió Alberto. “Nos quieren hacer creer que los argentinos cada diez años chocamos con la misma piedra. La piedra son ellos”, le había espetado en el primer debate. También aludió al clan Macri, para defenderse de las acusaciones de complicidad con la corrupción en los inicios del kirchnerismo.
El debate presidencial no giró en torno a contenidos programáticos, a pesar de la minuciosa distribución temática. En verdad, se trató de construir clivajes y fronteras, de crear discursivamente ese campo impreciso que es el “nosotros” y el “ellos”. La prueba está en que Lavagna, aunque sólido en sus propuestas, no consiguió definir quién es él ni a quiénes les habla, no logró encarnar un lugar y su identidad resultó desdibujada.
“Que en la grieta se queden ellos”, dijo al final Fernández, imaginando un nosotros amplio que deja afuera a otro empequeñecido. El presidente, en cambio, instaló una oposición ideológica entre dos visiones de la democracia, una autoritaria y una republicana. “Se trata de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir”.
Es que las identidades son moldes relativamente vacíos, precariamente estructurados, que solo se tornan asequibles en la enunciación misma. El debate presidencial es más enunciación que enunciado.
índice lo está buscando
En la tradición de debates políticos televisados existen variantes en cuanto al formato. En la versión francesa, el entre-deux-tours es un “rito” político en el que los candidatos se ubican cara a cara, como en una mesa de café, con la intermediación de moderadores. El formato propicia interpelaciones e interrupciones, favorece el intercambio frontal de ataques polémicos y el despliegue de habilidades retóricas. En Estados Unidos los debates preelectorales siguen un esquema rígido: tres encuentros (más otro dedicado a los vicepresidentes) en distintas universidades del país conducido por periodistas o personajes reconocidos de la cultura política nacional.
En Argentina la Cámara Nacional Electoral se ocupó de fijar las pautas, tras un proceso de negociación con distintas organizaciones políticas y de la sociedad civil. Dos fechas, ambas estructuradas en tres tiempos: una presentación, tres bloques temáticos, y un minuto de cierre; rol limitado de los moderadores y prohibición de las interpelaciones directas; exclusión de apuntes y dispositivos electrónicos, provisión de hojas en blanco y lapiceras, equidistancia de los candidatos entre sí, colores neutros, música acorde; televisación con planos medios y exclusivos, sin pantalla dividida y sin contraplano de reacción. La ubicación de los atriles, el orden de la palabra y la disposición de los temas se definió por sorteo: la aleatoriedad de los factores oficia como garantía de transparencia.
En la escena teatral hubo una escenografía, un guión y personajes, que se movieron con más o menos habilidad en los límites estrechos de ese script. Por la disposición espacial, los candidatos solo podían mirar a los periodistas y a la cámara, buscando el ojos-en-los-ojos y rompiendo la cuarta pared. ¿Qué personajes encontramos? El joven militante de izquierda (Del Caño), el liberal conservador (Espert), el mano dura (Gómez Centurión), el técnico (Lavagna), el cruzado sacrificado (Macri) y el profesor experimentado (Fernández).
Los debates electorales están concebidos desde el minuto cero para su propagación mediática y se consideran exitosos si tienen eco, retomes, ironías, memes, críticas. La intervención es un acierto cuando circula, incluso cuando genera burla. De la primera fecha la memoria mediática retuvo la crítica de Macri al dedo índice de Alberto, momento que fue retomado por el propio Fernández en un tuit y también en el segundo debate, con un juego de desplazamiento semántico que iba del (dedo) índice hacia los índices (estadísticos).
sedimentos ideológicos
Los debates se presentan como un lugar privilegiado para que se luzca la performance oratoria de los políticos. Pero, en verdad, los grandes oradores son excepcionales, se cuentan con los dedos de una mano: Perón, Alfonsín, Cristina Kirchner.
¿En qué sentido nos parece importante que un político hable bien? ¿Qué decir de aquellos políticos cuyas cualidades oratorias son a todas luces pobres o incluso deficientes? Los titubeos de Lavagna, el trastabilleo de Macri y los desacoples temporales de Gómez Centurión son errores tácticos que no aumentan sus chances. Sin embargo la identificación es ante todo afectiva, y lo que tal vez haga ruido de esos deslices oratorios son los temores que generan: un Lavagna de edad avanzada, un Macri detonado, un Gómez Centurión incapaz de ceñirse a las reglas mínimas. Por el contrario, valoramos los aciertos y los ganchos retóricos como remates en un espectáculo de stand up o como la anagnórisis teatral, que libera y revela.
En su intervención de apertura, inmediatamente después de presentarse, Alberto Fernández recordó que en 2015 el presidente había hecho varias promesas que terminaron incumplidas. Daniel Scioli fue ubicado en primera fila como prenda recordatoria. Se quería activar una memoria que situara a propios y ajenos en la escena del engaño y la impostación. Ese sería, de ahí en más, el marco escénico que el candidato del Frente de Todos utilizaría para envolver los dichos de su contrincante con un halo de mentira.
Es habitual poner en cuestión la veracidad y la falsedad de lo que se dice en un debate. Los dichos se “chequean” a posteriori, pero las promesas y emociones no son falseables, no es la verdad o la mentira lo que allí se evidencia (en todo caso, denunciar la mentira del otro es un juego retórico). Conviene más bien preguntarse por qué una cierta promesa o una cierta emoción surten efecto en una coyuntura dada.
Entonces, si se sabe que estos acontecimientos no mueven el amperímetro de los votos y más bien refuerzan ideas previas, ¿cómo evaluar el “resultado” del debate? Su eficacia se da en dos planos. El primero es un efecto de memoria: lo que se dice en un debate oficia como una pieza probatoria hacia el futuro (el trabajo de relectura y pastiche que el kirchnerismo hizo de aquellas promesas no cumplidas de Macri en 2015 aseguró su vigencia, aunque más no sea en términos negativos). El segundo es un efecto de visibilización de lo decible: ¿qué es lo que puede y debe ser dicho en esta situación específica? ¿Y cuáles son los límites del discurso?
Los debates de 2019 mostraron que hay un campo fértil para enunciados conservadores e incluso represivos y xenófobos. Ahí hay que señalar una novedad con respecto a 2015. Por último, contra la idea duranbarbiana de que el votante es completamente volátil, lo que se dibujó es un “mapa” electoral que indica hasta qué punto el voto está (relativamente) estructurado y que los candidatos, a la vez que buscan crear identidades, también interpelan valores, relatos e ideologías con cierto grado de sedimentación.