El sistema político argentino está llegando a niveles de porteñización insoportables. No solo los últimos dos presidentes de la República, sino también los cinco últimos gobernadores de la provincia más grande del país, surgieron de la rosca capitalina. Y muy posiblemente los principales candidatos que disputen la sucesión de Alberto Fernández provengan del perímetro delimitado por la avenida General Paz.
Esta hegemonía se reforzó a partir de la relevancia adquirida durante la pandemia por el territorio clave de la biopolítica sanitaria: el Área Metropolitana de Buenos Aires. Y un fallo de la Corte Suprema de Justicia dándole prioridad en materia educativa a la capital en su puja contra el gobierno nacional, puso en juego un extraño federalismo al servicio de la cabeza de Goliat.
Por otro lado, si tomamos en cuenta que el kirchnerismo ya completó la mudanza al radicar su base de operaciones en Buenos Aires, el tono unitario de la conversación se extiende a ambas Cámaras del Congreso. Otro dato al pasar: de los 22 ministerios que conforman el gabinete nacional, 19 están en manos de dirigentes porteños o bonaerenses.
Podríamos seguir reforzando con números una realidad que también es norma en los llamados medios de comunicación “nacionales”, pero lo que importa es el efecto que esta centralización tiene en la gobernabilidad. Porque es en el famoso AMBA donde, además, se pertrechan los estados mayores de los ejércitos de la polarización. Por eso, en este ágora reducido y donde son pocos los que deciden, se dirimen las disputas, se tejen los acuerdos y se define quién será el próximo gobernante en fracasar.
Y aunque aumente la pobreza a niveles de escándalo y la inflación se coma al salario y el alquiler esté por las nubes... la sensación es que todo está bajo control. A lo sumo serán el Fondo Monetario Internacional o el Club de París quienes arruinen la tan preciada tranquilidad.
y sin embargo se mueve
Por debajo de los radares de la política centralista, los conflictos emergen cada vez con mayor regularidad. Las disputas gremiales se intensifican desbordando paritarias que invariablemente tienden a la baja, como sucedió con los trabajadores de la salud en Neuquén y los cosechadores del limón en Tucumán; también las protestas que cuestionan el desprecio estatal por el ambiente, a partir de los incendios forestales en el litoral y en el sur del país; o la aprobación de las actividades mineras en Chubut, pese al rechazo de la mayoría de la población.
Pero esos son solo aquellos que traspasan el velo de visibilidad y adquieren dimensión nacional. El descontento se expande y manifiesta en cientos de pequeñas acciones, como un sórdido muestrario de la desesperanza. Y no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que el presidente y sus ministros caminan con mayor comodidad por la grandes capitales de Norteamérica o Europa, que en las ciudades del interior del país.
Hay que tomar nota de una fisura que se repite en distintas geografías y quizás esté indicando, como el vapor que exhalan los cráteres en erupción, un mar de fondo que se encrespa: nos referimos a los quiebres de peronismos provinciales, justo cuando los gobernadores se repliegan sobre sus propios territorios arrastrados por la fuerza centrífuga de Buenos Aires. Primero fue San Juan, cuando el mandatario Sergio Uñac aplastó al expresidente del Partido Justicialista a nivel nacional, el histórico José Luis Gioja; luego Santa Fe, donde el poder ejecutivo a cargo de Omar Perotti chocó frontalmente contra los senadores del peronismo, fichas claves de la gobernabilidad provincial; y más tarde estalló Tucumán, porque el vicegobernador Osvaldo Jaldo se insubordinó ante su jefe Juan Manzur, quizás el goberna con mayores posibilidades de escalar hoy hacia la arena federal. Todo lo cual sucede en las vísperas de unas elecciones de medio término que pueden ser definitorias.
argentina no despierta
En los contertulios donde se rosquea quién va a mandar en la Argentina, hay dos hipótesis de gobernabilidad que procuran ir más allá de la contradicción dominante en el escenario desde 2008. Ninguna de ellas supone una transformación de las condiciones estructurales que motivaron la célebre grieta.
De un lado, la oposición se prepara para ocupar el centro político que el actual presidente abandonó ni bien llegó a la Casa Rosada. Para lograrlo, Horacio Rodríguez Larreta debe primar en la interna de Juntos por el Cambio, contra el desembozado giro derechista de su exjefe Mauricio Macri. Y seducir a los sectores más flácidos del oficialismo, en busca del ansiado relato racional capaz de ganarse el porvenir de los poderosos.
En la vereda de enfrente, el acuerdo entre Máximo Kirchner y Sergio Massa pretende blindar la alternancia al interior del peronismo, concretando el viejo sueño del fundador del kirchnerismo que consistía en construir un subsistema nac&pop, con su centroizquierda camporista y su centroderecha renovadora. Para lograrlo, deben cumplimentar con éxito la transición fernandizta.
El problema de estos diseños estratégicos es su elitismo: la pretensión de que la oferta determina a la demanda; o que la idea formatea a la existencia. Pero hay veces que irrumpe algo inesperado. Que emerge lo que fue expulsado del sistema político para desnudar los armados superestructurales. Hemos visto, hace muy pocos días en Madrid, la fórmula más reaccionaria de estas disrupciones: la ultraderecha racista y neoliberal ganando elecciones por paliza, a un socialismo políticamente correcto y sin imaginación transformadora. Y también hemos visto cómo se hicieron trizas, acá muy cerca, las hegemonías institucionales más consolidadas de la región, arrasadas por sendos torrentes de rebeldía popular.