Un recuerdo pertinaz como la lluvia de esos días. La gente. Todos, uno mismo, cualquiera, demorados en una espera sin tiempo. Perplejidad, dolor, casi nunca indiferencia. Esa muerte, temida y esperada había sucedido. Y ante ella, la sensación de ser interpelado, la necesidad de sacar cuentas con la propia memoria. A nadie escapaba que una etapa de nuestra historia comenzaba a cerrarse con el paso de esa cureña bajo la lluvia. Por eso muchos, tantos, quisieron con su presencia dar la medida de esa muerte.
Curiosidad, irreverencia o paradoja de un fantaseo argentino: detener la cronología de Perón en algún otro tiempo, distinto de aquel julio del "74. Digamos: imaginar otro Perón, otro legado. Aquel exiliado irónico, zumbón, a tono con el espíritu revulsivo de la época. Un contradictor más evocado que vivido, contraseña de la lucha antisistema. Aquel Perón intolerable para los dueños del poder, como fuente de su desarrollo posterior. Un Perón mítico, claro, ligado para siempre a la bonanza perdida y a la expectativa de su retorno. Perón, más allá de sí mismo, sobrevolando en un avión negro la concreta realidad. Cada uno pudo, al elegirse peronista, construir un Perón a su medida. Maneras de leer, si se quiere, que sólo la lejanía del referente permitía convivir en abierta contradicción.
Pero sucede que Perón volvió a precisarse, a encarnar y poner límites a ese juego interpretativo. Diríamos, mejor: volvió para corregirse, y la prometida reparación cedió paso al discurso del orden. Volvió como prenda de paz, para perplejidad de propios y ajenos. Se trataba de una nueva versión, de la clausura vertiginosa de un modo de entender nuestra sociedad. ¿Su intento? Construir una nueva forma de convivencia. Las de la proscripción debieron confrontar con esta realidad. "Un sistema -decía Perón- donde no seamos enemigos sino hombres que pensamos de una manera y hombres que piensan de otra. En este mundo, afortunadamente, todo es posible y todos pueden tener razón".
¿Qué había cambiado desde 1955? Hay que leer en las luchas sociales de aquel período la emergencia de nuevas demandas, la multiplicidad de experiencias que desbordaban la simple propuesta redistributiva. Son los actores de esas luchas quienes convergen en el reclamo por la vuelta de Perón, pero su radicalidad, aún obteniendo resonancias en el discurso del conductor exiliado, anunciaba un próximo antagonismo.
A quince años de su muerte, vale preguntarse cuál es al fin de cuentas, su legado. Para el pueblo, su nombre sigue siendo punto de encuentro y consigna para la resistencia. A pobres y desamparados, hilos de la memoria los unen con aquel pasado, con aquella perdida dignidad. Para ellos, la reconversión del capitalismo argentino se exhibe a las claras como un nuevo flagelo. Al parecer, no es mucho lo que hoy piden. Acorralados, han puesto sobre el tapete los reclamos más elementales. Carne, fuego, zapatos. Se dicen que Perón no hubiera tolerado esta barbarización de la vida colectiva. Y, tal vez, tengan razón. Quizás el vínculo amoroso que unió a Perón con este pueblo hubiera impedido esta degradación. Quizás el recuerdo de este vínculo compartido por millones sea el mejor sustento de la esperanza. Pero, también vale preguntarse si acaso este presente hace posible leer de otro modo el legado de Perón. Después de años de opresión, después del terror, después de la indiferencia de los tecnócratas, vale -por fin- preguntarse por qué ahora la marcha suena en sordina, y al recuerdo de aquel general se lo oculta como a un pariente impresentable.
