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el hombre boomerang
Como si viniera de alguno de los futuros derruidos que pueblan gran parte de la narrativa argentina actual, Elvio Gandolfo fue contemporáneo mucho tiempo antes de que el presente aconteciera. Su obra multifacética y genial, su curiosidad omnívora y su apuesta por la imaginación lo colocan como una figura ineludible de nuestra literatura. En esta entrevista recorre su obra, su pasado y opina con firmeza sobre el cánon.
Ilustraciones: Juan Manuel Puerto
16 de Septiembre de 2017
crisis #28

 

Cualquier intento de realizar una semblanza cerrada sobre la obra de Elvio Gandolfo (1947) en materia literaria caerá en alguna omisión u olvido. Sus primeras incursiones, a fines de los años sesenta, fueron junto a su padre en la revista El lagrimal trifurca, y profundizaron un interés por lo desconocido que había desarrollado desde niño con las revistas Reader Digest. En El lagrimal... publicó a autores con poca o ninguna circulación traducidos, como Gombrowicz, Bruno Schulz, W.B Yeats o el desaparecido Tilo Wenner. Su fascinación por la literatura de género, desde los policiales del Séptimo Círculo a la colección de Minotauro, resonó en algunas de sus novelas breves como La reina de las nieves, Ómnibus u Boomerang, y también en una variedad de relatos que hoy son reivindicados por varios escritores jóvenes. Gandolfo está más vigente que nunca porque incluso en sus cuentos más realistas siempre hay un tono, una distorsión, una desconfianza envolvente. Traductor de numerosos libros –puede citarse el más reciente, los ensayos completos de Norman Mailer–, prologuista de otros tantos –como Fogwill–, y vindicador de libros perdidos, como El traductor de Benesdra o los cuentos del uruguayo Mario Arregui. A fines del año pasado publicó Mi mundo privado, una novela con tintes autobiográficos.

 

¿Cómo surgió la publicación de Mi mundo privado?

Estaba medio depre por dos grandes boludeces. Me puse a escribirlo y vi que me sacaba de ese estado. La experiencia era tal cual la narro: vi el documental sobre las mantarrayas y lo fui armando. A mí me da fiaca cuando no tengo una llave para una editorial. Tuve la suerte de que el año pasado salí entre los diez finalistas del Premio Clarín. Alguien me recomendó que se la lleve a Paola Lucantis, con quien nos conocemos desde hace muchos años, y quien desde hace poco es la editora de Tusquets.

En general escribís libros relativamente cortos

Sí, aunque ahora tengo un libro grande sobre Uruguay, muy raro. Ahí metí tres novelas cortas que tenía interrumpidas y que voy terminando. El personaje central no soy yo, porque no escribe. Un amigo de él es escritor y le dice: “tengo tres novelas cortas sin terminar”, y las va terminando mientras transcurre la novela. La primera se llama La chica del espacio exterior. La segunda es La silla voladora, que es policial. Y la última, Tiempo atrás, la más jodida (el amigo le dice "esta no creo que la termine, por lo delirante que es") sería de ciencia ficción: describiría el fin de la civilización de la imagen. Desaparece la imagen, absolutamente. De pronto aparecen imágenes en todos los aparatos (computadoras, televisores, celulares, pantallas de cine, monitores) tan tremendas, que muere muchísima gente, como por un ataque masivo al sistema nervioso. Al parecer el primer lugar donde sucede es en Escobar. ¿Te acordás cuando volaron los polvorines en Río Tercero? En ese bar aparecen imágenes de unos niños de primaria que están cruzando la calle y viene volando una masa de escombros y los despedaza. En el bar hay dos o tres personas que han ido a hacer una nota para la TV sobre un crimen político. Están distraídos charlando, y cuando se dan vuelta están rodeados de muertos. En el relato eso se llama TEG (Trastorno Emocional Grave). Cuando se enfermó mi viejo de Alzheimer me informé un poco sobre cómo esa enfermedad complica el funcionamiento de los nervios y el cerebro. Tuve que inventar una sanata, fue una de las pocas veces que quedé agotado escribiendo. ¿Cómo hago para que sea creíble?, me preguntaba. Salvo en este caso, en general no me atrae escribirlas largas. En Cada vez más cerca hay un cuento, "Clasificación", donde figura otra novela que no escribí nunca, como El día en este último libro. La única más o menos larga es Boomerang, que la hice con rapidez salvo el primer capítulo, que tenía toda la materia para desarrollar. A veces me toca reseñar libros grandes y como es trabajo, las leo rápido, pero en general me cuesta. Ahora estoy leyendo uno de los libros más geniales de todos los tiempos, Moby Dick, que no había leído, y tardé casi un año en leer doscientas páginas, al tener que leer entremedio varias novelas inferiores, de 500 y hasta 800 páginas.

En El lagrimal trifurca, hace más de cuarenta años, escribiste un recordado especial sobre novelistas argentinos, con una selección de autores consagrados que leías críticamente, y valorabas otros poco reconocidos. ¿Creés que puede leerse en el presente?

Sí, la tengo que reeditar, con esos textos, más las notas sobre Saer y Puig. La tipeé toda de nuevo, estaba llena de erratas. Lo que quiero es hacerle un prólogo, donde explicaría que hoy sigo estando de acuerdo con lo que pensaba, básicamente. A mí el Adán Buenosayres no me dio vuelta, me pareció un buen libro y punto. Es muy porteño y muy catolicón. Jorge Lafforgue hizo el tomo de la colección Archivos sobre Adán Buenosayres y me dice que le sorprendía que nunca me habían mencionado. Después incluí las bibliográficas sobre Cicatrices y El limonero real, un caño que le doy a Puig, y otras. Saer me escribió "Gracias, Elvio, por la nota. Lástima que sea tan corta". Yo le iba a contestar "lo que pasa es que los genios somos así." (Elvio suele jugar con la falsa modestia, dice que a esta altura no le importa nada). Hace poco, para la revista de la Biblioteca Nacional, me encargaron hacer un laburo sobre los cuentos completos de Di Benedetto. Yo había leído algunos libros, no todos los cuentos y me caí de culo. El tipo es impresionante. Aballay es extraordinario. Justo también me pidieron que comente la Obra periodística y eso me sirvió para encarar la de cuento. Hay un reportaje de Zelarrayán donde le dice "mirá, leí Zama, me pareció muy buena, pero los cuentos me parecieron muy superiores". Salvando las distancias, lo comparo con Melville, que tiene una zona de obra inicial donde hay un libro que quizás nunca se tradujo, como Mardi. Ahí Melville arranca con un viaje marítimo y después entra en una demencia completa. Después escribió Moby Dick, un aparato del espacio exterior. Cada capítulo es una obra maestra. En Di Benedetto hay un doble o triple misterio. Por qué es tan bueno, por qué tarda tanto en leerse. Me interesa infinitamente más que Marechal. Más lo conocés y más lo admirás. A Melville qué bola le podían dar en Estados Unidos en el siglo XIX, con una novela que supera el siglo XX. Entonces se mufa, larga el mar, y consigue laburo en la aduana. En ese estado escribe Bartebly, Benito Cereno, Billy Bud y seis o siete cuentos más inolvidables. Hay un cuento largo de Di Benedetto, “Onagros y hombre con renos”, que nadie lo menciona: es la historia de Jonás y el hijo, es cerebral, te mantiene tenso.

¿Creés que el hecho de estar en Mendoza fue perjudicial para la valoración de su obra?

Mirá, tiene una corta autobiografía espectacular. En un momento dice "soy argentino pero no nací en Buenos Aires". El loco tenía una especie de asco metafísico con Buenos Aires y con eso pagás un precio. Acá pasa. Como crítico, en su momento le he pateado los huevos o directamente no comenté a gente que después no me comentó a mí. No estamos en el reino de la bondad. Yo me considero rosarino y vivo la mayor parte del tiempo en Montevideo, ese es un doble filtro. Buenos Aires y Rosario están muy cerca. En un momento, hace veinte o cuarenta años, había un odio extremo. Jorge Isaías, que sacaba la revista La cachimba se la pasaba puteando a los porteños. Un día le digo: ¡Jorge, cortala, siempre lo mismo!

 

El amor por los géneros menores

Hebe Uhart, cansada de que le citen en forma recurrente la frase de Fogwill (“es la mejor escritora argentina”) dijo, en una ocasión: “Fogwill no era mi amigo, Elvio Gandolfo sí”. Elvio, al igual que su camarada, tiene una personalidad sencilla, por momentos impasible, pero cuando una instancia lo moviliza, reacciona con intensidad. Desde hace varios años, como pasó alguna vez con Onetti, Elvio vive mitad del mes en Buenos Aires y la otra en Montevideo. La cita fue un sábado temprano, en un bar de Villa Crespo. La presencia de uno de sus hermanos le dio un tono familiar al encuentro, pero Elvio no se privó de despacharse cuando la ocasión lo ameritó. Las conversaciones con él pueden ser infinitas: desde unas traductoras que no captaban ni traducían los chistes de Johnnie To en un festival de cine hasta las andanzas de su nuevo amigo, César Aira.

¿Modificaste algo de tus cuentos para la publicación de Vivir en la salina (Caballo Negro)?

No, solo los ambienté con pequeños datos aparte sobre los libros, para contextualizarlos. Una vez que edito algo, no lo toco más. Le respeto eso a Mariana Enríquez, que hace poco reeditó Bajar es lo peor, que había publicado a los diecinueve años, y no le tocó nada. Es la discusión que siempre tenemos con Marcial Souto: para él no existe un buen escritor sin un buen editor. Me acuerdo cuando Forn hizo el editing de Boomerang: Juan quería sacarme dos capítulos. Generalmente cuando termino un libro lo doy a leer a diez o veinte personas. Yo le dije: “Juan, estos dos capítulos son los que más le gustaron a la gente, así que no te doy bola”. En un momento me dice “esa mina de la novela tiene un top blanco, para mi tendría que ser un top violeta”. “Disculpame pero el que sabe cómo visten las uruguayas soy yo” (lo cual era mentira, por supuesto), y así sucesivamente.

En el Libro de los géneros (publicado en 2006 y próximo a reeditarse en Blatt&Rios) trabajaste con los “géneros menores”. Un poco eso hay en Mi mundo privado con la fascinación por las historietas. ¿Cómo surge eso?

Hoy es cara, si vos querés leer un “arco” completo tenés que gastar mucha guita. En las de Novaro que yo leía y eran baratas, se reconocen veinte novelas gráficas al año, pero percibís los límites de una producción industrial. Ahora compré los libros de tapa dura de Marvel que salieron en los kioskos y con mucha frecuencia me clavé. Me compré uno de Neil Gaiman, por quien tengo un respeto sacramental, se llama 1602, y no lo puedo terminar. Como dicen los chilenos, es fome. Pero cuando la pegan es excepcional. Hay un dibujante, Frank Quitely, un fuera de serie. Lo primero que conocí de él fue lo de Batman en Escocia que sacó Clarín en un libro. Hay varios álbumes de Marvel de él que son lujos franceses, como dicen en Uruguay.
Hice unos cuantos guiones en Uruguay, una adaptación de El almohadón de plumas, y una tira en La República, con el dibujante Daniel González. Se llamaba Taxi Libre, con un uruguayo veterano, bigotudo, que trabaja de noche. Cada historia es medio fantástica. La Fierro de ahora no me copa, es un poco intelectualizada, onda bajón: mujeres violadas, historias de merca. De alguna manera, como lo cuento en el libro, mi vínculo se reactivó con mi nieto. Me sorprende cómo transformaron a Superman para mal, perdió terreno. Como ese bodrio en cine: Superman Vs. Batman. Con Superman no podés hacer eso de debilitarlo, de “humanizarlo”. Compré dos álbumes recientes, en la época en que cobré la indemnización (de El País). Estaba firmada por un buen guionista, Straczynski, y eran una garcha eterna. Al segundo le hacían ojos rojos, venenosos. Las agarra mi nieto y me dice: “este no es Superman”. La época de auge del cómic europeo era muy buena. À Suivre era una revista francesa de historias largas; la tenía completa hasta cierto año, porque yo hacía canjes con un tipo de Bélgica. Ahí estaba Tardieu, un fuera de serie que hizo historietas de la Primera Guerra que te morís y otra de Adéle Blanc-Sec, una mujer dura. Después estaba Comès. Eran historietas de ciento cincuenta páginas. Hoy los guiones parecen para subnormales, los pibes se dan cuenta al toque. En cambio los adolescentes o adultos entran por el arco, por el lujo visual, o los toques de sexo y ultraviolencia.

¿Y cómo es el vínculo con tu nieto en relación a las lecturas?

Como los pibes ahora viven a menudo en dos planetas paralelos, en la casa del padre y en la casa de la madre, a veces se pudren. Todo lo que no hay en la educación, como Harry Potter, los engancha. Se copan con la escuela de brujos. Yo las leí todas. La Rowling es una mujer que no escribe livianito, es arriesgada. Mi nieto ahora está fanatizado con el juego Assassin's Creed, el que más le gusta es el que ocurre en la Revolución Francesa. Averigüé y en la escuela recién se la van a dar en tres o cuatro años. Voy a ver si le consigo un álbum o algo así: estuve probando y no es fácil de conseguir. Con él la orden que me doy a mí mismo es no ponerle topes. En la producción de juegos, los que se parecen a las películas son muy buenos. Igual me impuse tratar de equilibrarlos en parte con relatos, con que vaya al cine o vea DVDs o pelis en Youtube, ya está.

En el Libro de los géneros también hay una serie de perfiles biográficos muy completos, ¿qué podés adelantar de la reedición?

Lo rearmé con unos textos sobre Ted Chiang, que tiene muy pocos libros de relatos, y de William Gibson, que es un grosso. Quemando cromo es excelente. Tiene una trilogía que ocurre en los límites del presente, Mundo espejo. Sobre él tengo un texto largo que voy a rearmar. De Philip Dick escribí sobre las últimas tres novelas, pensando en cuál sería la herencia. La última novela es rarísima, conectada a gente que él conoció, como un predicador que murió en el desierto y otros autores o temas. Hay una muy buena biografía de Dick que no se tradujo, de Darko Suvin. A diferencia de la de Carrère, que entrevistaba a sus ex y las tres le decían que era loco, Darko Suvin entrevistó a los psiquiatras y le dijeron que no estaba exactamente loco. Después surgió la frase “el mejor escritor más paranoico del mundo”, o algo por el estilo, inventada por el New York Times, el ejemplo perfecto de una boludez que se “viraliza”. Carrère se sorprendió de que ese libro no anduviera mucho en ventas, como otros de él. Bueno, es un narciso intenso, con libros extraordinarios, salvo El reino, que me cansó. En el caso de Dick creo que el libro, aunque está muy trabajado, queda un poco por debajo del tema.

También tradujiste varias biografías ¿Cuáles fueron las últimas que te parecieron destacables?

Hay dos del Río del Plata, con el modelo anglosajón mejorado. Una es la de Ricardo Strafacce, sobre Osvaldo Lamborghini, y la otra la que hizo Aldo Mazzuchelli, escritor y poeta uruguayo, sobre José Herrera y Reissig, La mejor de las fieras humanas, como se autodefinía. En la editorial Circe hay varias buenas, como la de Alice B. Sheldon (o James Tiptree Jr.). Las de Strafacce y Mazzuchelli tienen muy buenas ideas y leen lo social desde la cultura, no al revés. Aprendés sobre principios del siglo XX en Uruguay visto desde otro lado. O sobre los años 50-70 argentinos, igual.

¿Cómo te sentís con el lugar que ocupas en la literatura argentina?

En otra época no lo hubiera dicho, pero hoy estoy satisfecho de formar parte de la literatura argentina: querés escribir y no darle bola a nadie y podés hacerlo, siempre vas a tener gente relacionada, ya sean peronistas sacados, psicoanalistas, narradores al estilo norteamericano, experimentales, etc. Tenés dónde buscar y sentirte cómodo, y a su vez nadie tiene un gran éxito. Mi lugar es un poco raro, porque en gran parte me lo gané al no aflojar como crítico o prologuista. Y en los últimos dos o tres años estoy pasando por un buen momento. A mí me pasa que no puedo dejar de tener conciencia de que en no mucho más de veinte años la quedo. Al mismo tiempo tengo planes como para cuarenta años.

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