El 1° de marzo se cumplieron seis meses del atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner perpetrado por un grupo de ultraderecha porteño. Durante los primeros días de 2023, en la capital de Brasil, miles de militantes bolsonaristas destrozaron la sede de los tres poderes de la República. Sin embargo, el sistema político argentino sigue en un cumple, mientras asistimos atónitos al despliegue de una violencia política -y criminal, si incorporamos al análisis la situación rosarina- de la que apenas conocemos sus rasgos más superficiales. Y que tiene todo por delante para combustionar, porque la pradera no deja de secarse.
La impotencia estatal para recuperar grados razonables de soberanía que nos permitan al menos insinuar una estrategia de país autónomo, está en la base de la miseria que destila la actual clase dirigente. Tampoco la sociedad civil parece disponer, al menos por ahora, las reservas e imaginación que requiere el despliegue de una comunidad de destino que movilice la esperanza. La ilusión argentina ha quedado encapsulada en la dimensión futbolística, lo cual torna más intenso el contraste con la arena política. No somos un país de mierda, aunque a veces le pongamos empeño.
Así las cosas, ingresamos a la campaña presidencial con la sensación de que todo está atado con alambres. La tensión que hay en el ambiente penetra a las dos principales fuerzas electorales y las ubica al borde del surmenage. Si la crisis de 2001 fue la sepulturera del histórico bipartidismo (radical–peronista) que dominó buena parte del siglo veinte, la lenta pero persistente agonía que hoy inunda cada rincón institucional pone en jaque al bicoalicionismo que se instaló desde aquel entonces. Primero perdieron, ambas alianzas, la capacidad de inspirar un porvenir deseable y ya nadie aspira a entusiasmar al votante. Ahora ni siquiera los une el espanto de evitar que el enemigo llegue al poder. La unidad ha dejado de ser garantía de triunfo y apenas conserva la capacidad extorsiva de persuadir a quienes se animen a balbucear un nuevo horizonte. “El que rompe pierde”, es el argumento que repiten como un mantra quienes a todas luces extraviaron la brújula.
imanes en el ring
A medida que se acerca el final de su mandato se consolida la sensación de que el Frente de Todos ha cumplimentado un pésimo gobierno. Por eso, sencillamente no tiene candidates. Su apuesta política final, la última bala le llamaron, languidece ante el repunte de los índices inflacionarios que mortifican a la población. El superministro Sergio Massa sigue siendo un salvador para quienes festejan que la economía argentina no termina de estallar, aunque se parezca a un barco a la deriva a punto de hundirse. Mientras tanto Alberto Fernández amaga con su insólita reelección, pero es evidente que se trata de una estratagema para mantenerse en la línea de flotación.
El verdadero dilema de la escudería oficialista, sin embargo, lo tiene el kirchnerismo. Desde que su conductora anunció que no participará de ninguna lista en estos comicios, el pánico cundió entre quienes administran un poder político que depende casi exclusivamente de ella. Su segundo movimiento fue impugnar la candidatura del presidente, abriendo la posibilidad cierta de una ruptura en el seno de la coalición peronista. Sin posibilidades de reivindicar la obra del gobierno que integran, ni capacidad para proyectar una imagen del futuro que seduzca, el kirchnerismo parece atrapado por la nostalgia de un pasado que ya no volverá -pero persiste en la fidelidad de los sectores populares y se proyecta como un legado a reinventar.
Las cosas no pintan menos tirantes en la alianza opositora, donde los incentivos para una rotura crecen y se verifican en aquellas provincias que acuden primero a las urnas. El principal interesado en mantener la unidad (aunque sea un suplicio) es Horacio Rodríguez Larreta, quien sigue encabezando las encuestas. Pero ya no precisa hacer magia sino directamente alquimia, para amalgamar a unos radicales entonados y a una ultraderecha que puede conseguir su lugar en el balotaje si logra emanciparse de la tutela ejercida por los amantes de la moderación. Al mismo tiempo, el titular del Gobierno porteño debe saldar cuentas con su histórico jefe político, Mauricio Macri, que no parece resignarse al ostracismo propuesto por su antiguo escudero.
Hace cuarenta años la sociedad volvía a poner a la política en el centro de la escena, condenando a los militares al basurero de la historia. Pero ese reverdecer de la fe cívica pronto debió admitir que con la democracia no alcanzaba, aunque sin ella no se podía. Exactamente dos décadas más tarde, el sistema político renació de las cenizas del “que se vayan todos” gracias a un refresh inspirado en dos mandamientos progresistas: no reprimir, no ajustar. Veinte años después la tendencia a la disgregación vuelve a estar a la orden del día, como en 2003. Otra vez la moneda está en el aire y puede caer para cualquier lado.